por
Mario
Note Valencia
–Pinches tacos, por todos lados ponen
puestos y nadie les dice nada; pero quieres poner un restaurante y te ponen
muchas trabas. O peor: quieres vender cervezas y nomás no te dejan; luego mejor
les dices a tus compas «Oye, güey, ven por las cervezas en la madrugada». Van,
te compran y te emborrachas junto con ellos.
–¿Quisiste poner un restaurante y no te
dejaron? –le pregunté al joven taxista que descansaba su antebrazo en el borde
de la puerta y con la otra, la mano izquierda, controlaba a tiempos el volante
y cambiaba las velocidades.
–Nel, ahora no tengo dinero. Estoy
chingado. Estuve un año sin trabajar –miró por el retrovisor que ningún otro automóvil
tenía intención de rebasarlo. Luego me miró y siguió con el mismo tono de enfado
y resentimiento–: Te voy a decir al chile,
la verdad fui un pendejo. Anduve todo ese año en puras pendejadas con unos
supuestos “compas”, ¿y en dónde están ahora? No están conmigo ayudándome, me
ven en el taxi y ya ni me hablan. La neta son pendejadas.
–Supongo –repuse–. ¿Hace cuánto tiempo que
andas de taxista?
–Como unos siete meses, carnal, pero ya me
vale madre.
Después de su respuesta estuvimos en
silencio un minuto entero. Minuto que pasé de largo porque mi intuición quería
descifrar adónde llevaba su confesión. Es cierto que los taxistas te cuentan de
todo o tú les cuentas algo para que luego se lo cuenten a otros pasajeros, pero
es muy raro que te tomen por confidente, sin saber siquiera nada de ti, tu
nombre, por ejemplo. Algo, lo que sea, una pista.
–Entonces –le dije– este trabajo nada más es
para llevártela tranquilo.
–Pues sí –contestó y por un segundo creí
que no me seguiría contando–. Yo te voy a decir todo al chile, la neta antes tenía mucho dinero y una troca de lujo.
Anduve saliendo con unas popis, bien
fresas… Me drogaba, me emborrachaba y así me pelaban las pendejas. Una vez una
de ellas le hablaba a su amiga maravillas de mí, «es un buen hombre,
deberías casarte con él» y, no mames, carnal, yo estaba atrás de ellas bien pacheco,
hasta’trás escuchando sus chingaderas. ¿Puedes creer eso? Es puro pinche
interés, no es pedo, te lo digo por experiencia. Al final perdí la camioneta
por no pagarla a tiempo… Ahorita me ven las mismas viejas en este taxi y se
voltean pa´otro lado.
Quise animarlo, decirle que no todas las… Pero
él se adelantó:
–Así son ellas, cálale para que veas. Me
las pasaba por abajo, por pendejas.
Mira –me dijo alzando su mentón para indicarme hacia qué lado–, ¿ves esa
camioneta roja que está allá? Más o menos te cuesta unos 60 o 70 mil pesos, con
eso la haces.
Faltaba muy poco para llegar a mi destino.
Giró su rostro para que lo viera:
–Mírame, compa, ¿esta cara te parece de
drogadicto? ¿Ojeroso?
–N…
–Ya no hago nada de eso –dijo con un tono
de resignación y volvió su vista a la calle meneando su cabeza como diciendo
“no, no, no”.
–Admiro tu honestidad.
–La cosa es –decía, estacionándose frente
a mi casa– que yo digo las cosas al chile.
Y reconozco que fui un pendejo y que ahora me lleva la chingada.
–¿Cuánto va a ser?
–Quince varos.
Le di un billete de veinte y mientras bajaba
con maleta y mochila en mano, él continuó con su monólogo. No pude entenderlo
todo, sólo que aborrecía su vida.
–Qué jalada
–le contesté. Al final le deseé buena suerte y echó reversa.
Entré a mi casa. Me recibió mi sobrino más
pequeño que me decía «tío-men-ropa-yo-sí-teni-lune». Me presumió su
uniforme nuevo que usaría en el jardín de niños. Se notaba muy entusiasmado. A
su edad, pensé, yo habría sido más hermético y más adusto.
* * *
Lo siguiente ocurrió un día después.
Nota del sábado 20 de
agosto de 2011:
Era sábado y llovía muy ligeramente. Le
había prometido a una amiga que la acompañaría al centro comercial. Pasé por
ella, pero luego de caminar varias calles hasta la parada de autobuses, volvimos
a su casa por una sombrilla. Al salir miré la hora y deseché la idea de abordar
un autobús urbano, por lo que detuve el primer taxi que vi en la carretera. Apenas
se acercó, pude reconocer al mismo joven conductor del viernes pasado.
Las ventanillas cerradas. El interior
aclimatado. La música del estéreo tocando reggae. Nadie como tú de Gondwana (como después me enteraría). Me
sorprendí, porque el joven se veía más relajado, menos ojeroso, más sano y
menos tenso. Su rostro me inspiraba el recuerdo de los que, después de tomar la
Ayahuasca, aceptan ser tragados por la serpiente. Sin duda era como eso. Una
transformación.
Comencé a cavilar en voz baja. Era una coincidencia.
Mi compañera no comprendió en ese momento por qué de un momento a otro me
sorprendían las pequeñas peripecias de la vida y nosotros, tú y los otros, actores
de un mismo escenario, pero en diferente cuadro y escena.
Quería decirle, mientras él manejaba
absorto y tranquilo, que lo había conocido ayer, que era yo el de la maleta y
la mochila, el de la conversación de los tacos. Mi amiga era la única persona
que no sabía de lo ocurrido, y por cierto no se lo había contado por las cosas
que el taxista había dicho sobre las mujeres y que seguramente, por respeto, no
diría si estuviera una mujer presente. Además consideré que en 24 horas él ya
habría mirado decenas de rostros pasajeros y borrado de su memoria mi
existencia, hundida en el resbaladizo fango de la vida cotidiana.
Finalmente, cuando nos dejó en nuestro
destino, le pregunté cuánto iba a ser. Quince pesos. Mi acompañante bajó del
taxi. Yo esperé adentro con un pie afuera en la calle para esperar el cambio de
un billete.
–Oye, ayer nos conocimos.
–Así es, carnal… –me respondió alegre y
emotivo.
No sé cuánto ni qué nos dijimos, sin
entendernos. Ambos olvidamos muy pronto el protocolo en estas despedidas
forzadas. ¡Buena suerte! mientras se
iba, y no sé qué otras bendiciones cotidianas. Todo iba perfecto. Tomé de la
mano a mi amiga, abrí la sombrilla y después de un momento lamenté no haberle
preguntado su nombre.
Alguien me dijo una vez que no trabaría
amistad conmigo si notaba que yo era cortés pero sin estima. El misterio de
esta sentencia dio vueltas en mi cabeza. Después de todo, pudimos haber sido
amigos.