domingo, 5 de abril de 2015

Abordaje de “Caratango”, poemario de Rafael Frank



por Mario Note Valencia


Éste es el comentario que pude compartir con Frank, amigo letroso, sobre su poemario Caratango hace unas semanas cuando nos encontramos los dos, de nuevo, en el puerto de Manzanillo, Colima.

Pienso que hay que resistir, éste ha sido mi lema, 
pero hoy cuántas veces me he preguntado 
cómo encarnar esta palabra, cómo vivir la resistencia
E. Sabato

Habrá que resistir entonces. Me parece que la anatomía general, la unidad, de Caratango  de Frank tiende a ser una coraza sincera para quienes buscan y escarban entre las criptas, para quienes buscan como herramienta las espátulas que deshebran la vigilia, el momento en que no se sabe si está despierto o completamente dormido. Pero ese delirio es tan real, Frank, que recuerdo las incontadas veces que veíamos premoniciones en la arquitectura de un sueño, en el rompimiento de una taza o la forma instantánea de la borra del café desfallecida. Mirábamos, no sin hartazgo de saberse profeta, que algo habría que pasar. Y pasaba. Habrá que resistir si eliges este camino, Frank; así lo hemos hecho desde entonces, hemos intentado hacerlo desde ese acuerdo, hace más o menos tres años.

Caratango está puesto en esa línea de delirio activo, siempre imaginación progresiva que puede volverse hábito. Para Gaston Bachelard sólo conviene vivir el instante en tanto que se vuelve un hábito hacia delante, hacia el reconocimiento de que en ese punto sin tiempo, valor de la poesía, “el pasado y el porvenir están completamente muertos”. Decía Octavio Paz, Paul Valéry, López Velarde y muchos poetas más que podríamos barajear ahora, que el poema renace con la lectura. Vive y sobrevive o “yo soy y me dejo vivir” dijo Borges, esta pequeña Oda a la vida. ¿Desde qué ángulo lo hace? Desde el más radical en la poesía: la conciencia de la muerte. 

Potro, testigo ritual en el Hellstery
La anatomía de Caratango se sostiene como un ser propio, pero también como la extremidad de algo más grande. Este algo tiene que ver con la poética que respira y exhala el poeta, incluso cuando no se le encuentra con el bolígrafo despuntando sobre el campo de la hoja. De algún modo, el tiempo compartido con Rafael Frank me hizo adivinar cómo, entre otras obsesiones, experimentaba los eventos más insospechados que trastocan la vida cotidiana. Ante o frente a un evento siempre me decía y nos decíamos cosas que no recuerdo ahora pero que tenían que ver con la muerte y su suplicio, con la muerte y su manera de franquearla para resistir en vida. Recorreré, entonces, brevemente el cuerpo nupcial de Caratango.

Cuando conversamos de un poemario, hablamos de una unidad que extirpar un poema (a menos que lo haga el propio autor), incluso si le damos un nuevo orden, el sentido general de la obra cambia, o al menos se le da una visita nueva. Lo que no nos detiene es revivir el poema cuantas veces queramos, ese poema que ha dado en la médula porque nombra para bien o mal, no sabemos, la experiencia terrible, execrable, que identificamos en nuestra propia vida. Ahora bien, entendemos que si algo o todo nos agrada es porque, desde la sinceridad, nos sentimos escritos, entendidos. Éste es el grado comunicacional de la poesía: tendrá, por muy abstracto que parezca, que hablar de nosotros mismos. El otro grado, la otra dimensión, de la poesía es que parte, bella ilusión del acto de escribir, de la experiencia personal del autor que comunica y nos llega de modo universal. El autor muere y vive en un instante porque cuando la poesía se vuelve nuestra no existe más que nosotros y, por cierto, el tiempo muere en el incendio del habla poética. Hablamos de un lenguaje universal: aquí y en China bien sabemos lo que significa llorar y reír.

Caratango  abre su universo con el poema titulado “Plaza Mayo”, y ya de por sí la palabra plaza conmemora la necesidad sincera de comunión. Es decir: hablo yo para que tú respondas. La imagen de la plaza nos envía a las imágenes que tenemos de los centros, de las antiguas ágoras y los lugares recónditos en donde solían reunirse nuestros antepasados: las cavernas y las grutas, la primera de múltiples cámaras y la segunda de una sola. Al final: imagen del ermitaño que tiñe su vida en la oscuridad alumbrado por el fuego original.

Durante el recorrido de Caratango  encontraremos intuiciones sobre el tiempo y su piel perecedera. En el poema “Flama” dice Frank: “El segundo a domicilio / llega con su luto plasma”. El autor se ensaya en dos de las grandes obsesiones del ser humano: el tiempo y la muerte. Pero ¿qué caso tiene que un poeta del siglo XXI hable de la muerte como lo han hecho otros en otro tiempo? El trabajo del poeta consiste también en revivir según su contexto y aportar una nueva mirada. Es eso lo que nos llama: la novedad.

Lectura de “Gemelo”. (Nota: en la presentación Frank leía los poemas aquí citados).

Intuimos que en este poema existe una incubación de la muerte en tanto que se le abre paso al avance: se aguza terrible el instante, pináculo de “Plaza Mayo”, poema que, como dije, en su inicio se incendia el poemario. También vemos una plenitud benigna en “No necesito arruinar mi cadáver / poniéndole el mejor traje”. Asimismo con “tira el cartuchito vacío de tinta, /llena el otro de balas” se desvela la poética de creación según Rafael Frank. Vale decir que esta poética está segregada en el resto del poemario y responde a la pregunta: ¿cuál es el acto de creación?

Lectura de “Muertos la pupila y el botón”.

En este poema sobrevive la dialéctica de la fotografía que amenaza, como sabemos, detener la contingencia, eso que pasa sin retorno, asesina al dios del Tiempo que ahora mirará con resentimiento al poeta. Así mirará al lector que lo revive. ¿Estamos listos, pues, para jugar a ser dioses? ¿Para practicar el parricidio? ¿Degollar al hermano? ¿A la madre? La poesía es perversa, dice Roland Barthes, porque nos multiplica. En el poema “Citadino” me parece que cuando Frank escribe “Un cuerpo recostándose: /la cama, / el vientre materno; / apelación al vino” reafirma su poética de escritura. Pero en el poema “Ostra” ensaya por fin la situación del poeta en el mundo:

Lectura de “Ostra”.

Ese “habrá que caminar / por pabellones de Jazz” en “Plaza Mayo” renace vivo en “Ostra”. Vemos cómo se abre el poeta y se inclina al viaje de la poesía, las ganancias y las pérdidas. Donde ha dicho, por ejemplo, “jugando a que mis otros muertos / no me ignoran” nace la conciencia auténtica de la muerte. Y creo que esta conciencia da más vida que la simple apreciación de que vivimos en apretados calendarios. En los versos “convertirse en hedor, / en una flama verde de grafía” presiento su biografía inscrita. Supongo que esa flama verde me recuerda al bolígrafo de color con el que lo vi escribir en diversas ocasiones. Vi a Frank rebanarse los sesos frente la página.

En Caratango contamos con la sinestesia, los rituales de café y su oficio artesanal de poeta. Bastará decir que la caligrafía de Rafael Frank no intenta segregar al mundo, sino que su bolígrafo abre la cicatriz para expectorar la pus del otro, su semejante, para que no cierre la herida pero que la ámpula epidérmica desaparezca. Quizá el trabajo de Frank está precisamente en los albores de un bandoneón: esa conciencia cultural que se sabe, se reconoce, y sólo así puede y podrá hacerse una revolución también finita. He aquí el movimiento, volver a levantarse de entre los muertos. Pero no claudicar sencillo, galopar hasta los míticos páramos negros de Antonio Colinas. Frank deshebra al lenguaje, toca, rasga, lo que en un momento no tenía nombre. Escribe, atina y canta: “Entregarse a los mares de polvo / buscando el descanso”.

***
Lo siguiente no se leyó en público.

Carta a Rafael Frank:
Frank, a los veinte años de mi vida ya había muerto veinte veces. A los veinte entró y salió la muerte, con su herida latente de quien extiende su mano para fundar el campo vacío. Entonces a los veinte aquí también reinó el silencio del espejo que mira incluso a través de la sábana que la cubre.
Al mirarme en la luna del espejo le pedí a mi madre un mausoleo, que el epitafio se inscriba con ceniza y que, sobre todo, ella no se vaya conmigo.
A los veinte años en el horizonte arden los segundos, crecen los matojos del instante, desplaza ecos, aplasta vidas, danza al fin a lo que no se multiplica ni duele ni perece: la infinita y vieja Nada.
Vi a Frank arrojarle piedras al tiempo cuando los dos teníamos veinte. Lo vi decirme el anuncio de una muerte y la esperanza de otra cosa también hecha de ceniza y polvo.
A los veinte seguimos moribundos, más de veinte hombros tuvimos para llenar de lágrimas y más de veinte hombros fuimos para que nos llenaran divididos. 

Frank y Note entre vulvas urbanas