lunes, 29 de agosto de 2011

Humanidad: con descuento

por Mario Note Valencia


–Pinches tacos, por todos lados ponen puestos y nadie les dice nada; pero quieres poner un restaurante y te ponen muchas trabas. O peor: quieres vender cervezas y nomás no te dejan; luego mejor les dices a tus compas «Oye, güey, ven por las cervezas en la madrugada». Van, te compran y te emborrachas junto con ellos.

–¿Quisiste poner un restaurante y no te dejaron? –le pregunté al joven taxista que descansaba su antebrazo en el borde de la puerta y con la otra, la mano izquierda, controlaba a tiempos el volante y cambiaba las velocidades.

–Nel, ahora no tengo dinero. Estoy chingado. Estuve un año sin trabajar –miró por el retrovisor que ningún otro automóvil tenía intención de rebasarlo. Luego me miró y siguió con el mismo tono de enfado y resentimiento–: Te voy a decir al chile, la verdad fui un pendejo. Anduve todo ese año en puras pendejadas con unos supuestos “compas”, ¿y en dónde están ahora? No están conmigo ayudándome, me ven en el taxi y ya ni me hablan. La neta son pendejadas.

–Supongo –repuse–. ¿Hace cuánto tiempo que andas de taxista?

–Como unos siete meses, carnal, pero ya me vale madre.

Después de su respuesta estuvimos en silencio un minuto entero. Minuto que pasé de largo porque mi intuición quería descifrar adónde llevaba su confesión. Es cierto que los taxistas te cuentan de todo o tú les cuentas algo para que luego se lo cuenten a otros pasajeros, pero es muy raro que te tomen por confidente, sin saber siquiera nada de ti, tu nombre, por ejemplo. Algo, lo que sea, una pista.

–Entonces –le dije– este trabajo nada más es para llevártela tranquilo.

–Pues sí –contestó y por un segundo creí que no me seguiría contando–. Yo te voy a decir todo al chile, la neta antes tenía mucho dinero y una troca de lujo. Anduve saliendo con unas popis, bien fresas… Me drogaba, me emborrachaba y así me pelaban las pendejas. Una vez una de ellas le hablaba a su amiga maravillas de mí, «es un buen hombre, deberías casarte con él» y, no mames, carnal, yo estaba atrás de ellas bien pacheco, hasta’trás escuchando sus chingaderas. ¿Puedes creer eso? Es puro pinche interés, no es pedo, te lo digo por experiencia. Al final perdí la camioneta por no pagarla a tiempo… Ahorita me ven las mismas viejas en este taxi y se voltean pa´otro lado.

Quise animarlo, decirle que no todas las… Pero él se adelantó:

–Así son ellas, cálale para que veas. Me las pasaba por abajo, por pendejas. Mira –me dijo alzando su mentón para indicarme hacia qué lado–, ¿ves esa camioneta roja que está allá? Más o menos te cuesta unos 60 o 70 mil pesos, con eso la haces.

Faltaba muy poco para llegar a mi destino. Giró su rostro para que lo viera:

–Mírame, compa, ¿esta cara te parece de drogadicto? ¿Ojeroso?

–N…

–Ya no hago nada de eso –dijo con un tono de resignación y volvió su vista a la calle meneando su cabeza como diciendo “no, no, no”.

–Admiro tu honestidad.

–La cosa es –decía, estacionándose frente a mi casa– que yo digo las cosas al chile. Y reconozco que fui un pendejo y que ahora me lleva la chingada.

–¿Cuánto va a ser?

–Quince varos.

Le di un billete de veinte y mientras bajaba con maleta y mochila en mano, él continuó con su monólogo. No pude entenderlo todo, sólo que aborrecía su vida.

–Qué jalada –le contesté. Al final le deseé buena suerte y echó reversa.

Entré a mi casa. Me recibió mi sobrino más pequeño que me decía «tío-men-ropa-yo-sí-teni-lune». Me presumió su uniforme nuevo que usaría en el jardín de niños. Se notaba muy entusiasmado. A su edad, pensé, yo habría sido más hermético y más adusto.

* * *
Lo siguiente ocurrió un día después.

Nota del sábado 20 de agosto de 2011:
Era sábado y llovía muy ligeramente. Le había prometido a una amiga que la acompañaría al centro comercial. Pasé por ella, pero luego de caminar varias calles hasta la parada de autobuses, volvimos a su casa por una sombrilla. Al salir miré la hora y deseché la idea de abordar un autobús urbano, por lo que detuve el primer taxi que vi en la carretera. Apenas se acercó, pude reconocer al mismo joven conductor del viernes pasado.

Las ventanillas cerradas. El interior aclimatado. La música del estéreo tocando reggae. Nadie como tú de Gondwana (como después me enteraría).  Me sorprendí, porque el joven se veía más relajado, menos ojeroso, más sano y menos tenso. Su rostro me inspiraba el recuerdo de los que, después de tomar la Ayahuasca, aceptan ser tragados por la serpiente. Sin duda era como eso. Una transformación.

Comencé a cavilar en voz baja. Era una coincidencia. Mi compañera no comprendió en ese momento por qué de un momento a otro me sorprendían las pequeñas peripecias de la vida y nosotros, tú y los otros, actores de un mismo escenario, pero en diferente cuadro y escena.

Quería decirle, mientras él manejaba absorto y tranquilo, que lo había conocido ayer, que era yo el de la maleta y la mochila, el de la conversación de los tacos. Mi amiga era la única persona que no sabía de lo ocurrido, y por cierto no se lo había contado por las cosas que el taxista había dicho sobre las mujeres y que seguramente, por respeto, no diría si estuviera una mujer presente. Además consideré que en 24 horas él ya habría mirado decenas de rostros pasajeros y borrado de su memoria mi existencia, hundida en el resbaladizo fango de la vida cotidiana.

Finalmente, cuando nos dejó en nuestro destino, le pregunté cuánto iba a ser. Quince pesos. Mi acompañante bajó del taxi. Yo esperé adentro con un pie afuera en la calle para esperar el cambio de un billete.

–Oye, ayer nos conocimos.

–Así es, carnal… –me respondió alegre y emotivo.

No sé cuánto ni qué nos dijimos, sin entendernos. Ambos olvidamos muy pronto el protocolo en estas despedidas forzadas. ¡Buena suerte! mientras se iba, y no sé qué otras bendiciones cotidianas. Todo iba perfecto. Tomé de la mano a mi amiga, abrí la sombrilla y después de un momento lamenté no haberle preguntado su nombre.

Alguien me dijo una vez que no trabaría amistad conmigo si notaba que yo era cortés pero sin estima. El misterio de esta sentencia dio vueltas en mi cabeza. Después de todo, pudimos haber sido amigos.