lunes, 31 de octubre de 2016

Dulce, fiesta o travesura

por Mario Note Valencia


El último día de octubre cumple años el Señor del Mal. Para México, Halloween es una costumbre popular y extranjera que le cae como anillo al dedo porque los dos primeros días de noviembre festejan a los muertos. Sin embargo, Halloween no es tan relevante, excepto para la ocurrencia de los niños y jóvenes mexicanos, influenciados por los discursos de la televisión y el cine: debe ser divertido vestir el atuendo de su monstruo favorito, asustar en las noches, pedir dulces y hacer desmanes con los timbres de las casas, tirar macetas, desbaratar guirnaldas, pisar el jardín del vecino.

Algunos niños preguntan, con cara de no romper un vaso: “Señor, ¿sí me da para mi calaverita?”, mientras otros nada más sentencian: “Dulces o travesuras”, casi porque no pueden decir, por su edad y sus fines: “El dinero o la vida, madrecita”. Dulces o travesuras, al ritmo de tátara-tata-ta-ta. En todos los grupos siempre hay un niño que es generoso en demasía y que después de recibir el dulce igual hace la travesura. El señor de la casa sale gritando y, como todo buen mexicano, le mienta la madre al pequeño lobo salvaje que por sus brincos graciosos y máscara barata más bien parece duende del demonio. Los niños crecen y olvidan la indulgencia de pedir dulces, sólo para iniciarse en el ritual de las fiestas de disfraces.

Me parece que el éxito de las fiestas de disfraces es compensada por el puente (días de descanso) que en todo México se da por el Día de Muertos, y porque los Carnavales de primavera (cuya esencia es el disfraz) es un gusto sólo para quienes desfilan y no para quienes se encuentran como espectadores. En una fiesta de disfraces todos son protagonistas, el juego consiste en ocultar el rostro y ser un poco más adepto al descontrol de las normas sociales; en un espacio dado para la ocasión, bajo las bajas luces y la noche maciza, las máscaras, lo grotesco, el alcohol, el sexo y la muerte, bailan con el único fin de divertirse. Lo perverso, por supuesto, también es el ingrediente: deformar el rostro, ser irreconocible, pasar de incógnito frente las estupideces que se puedan cometer en una sola noche.

Según lo que he visto, para ir a una fiesta de disfraces no es regla usar el disfraz más horrible, porque aquél que ha ido al gimnasio se viste de romano, con el vientre y los brazos descubiertos, o la muchacha del fitness luce su entallado atuendo de enfermera. Algunos van vestidos de payasos diabólicos y otros son más payasos porque sólo se pintan con rímel rojo manchitas de sangre en su rostro y así dicen que ya son unos muertos. Le preguntan a un hombre si viene vestido de calavera, por sus ojos hundidos en la oscuridad de sus ojeras, y éste contesta que no, joven, yo soy el velador del local. ¿A quién buscas? Busco a mi novia, me dijo que vendría vestida de bruja. ¿Y tú de qué demonios vienes? Soy la Inquisición, papá.

La gente se pierde y se busca en la redonda pista de baile, nutrida de seres insurrectos y feos, bailando al beat de una música sensual y bañados por la incesante lluvia de luces multicolores. Telarañas, no hechas de algodón, sino de verdad, cuelgan de las esquinas del local y de los ventiladores de techo apagados (porque no funcionan). Adentro hace un calor del infierno. Lujuria, gula y sodomía son los tres pecados por las cuales todos se han reunido a beber, platicar, bailar y comer cacahuates y churros de harina. Cerveza derramada en los azulejos percudidos; mesas que han perdido sus manteles; sillas abolladas; orines fuera del mingitorio. Me ha tocado ver a un mapache besar a una princesa; he visto a Satanás revuelto del estómago, mientras sus dos amigos, Mario y Luigi, lo sostienen para que no se caiga, uno por cada lado. He visto, apenas salía del baño, cómo algunas brujas eran en realidad brujos, orinando fuera del mingitorio, con tetas falsas, falda corta, piel tostada y zapatillas de equilibrista. El carnaval me asusta, pero me voy acostumbrado.

Luego, a mitad de la noche, los que están más borrachos aúllan y echan guacos. Aya, aya, aya. ¡Áyayay! El noob en la tomadera siempre es el más estúpido o el más callado. Te dicen “te quiero” más de una vez y a ti, por supuesto, no te cuesta nada aceptarlo, porque nunca quieres más a tus amigos si no es cuando los dos están hasta las chanclas de fumigados. Ves hermosa a la que iba de la mujer barbuda, porque es tu amiga. Pero su barba es falsa, como tu dignidad. Es tu amiga y ella se aprovecha de tu estado cuasi-comatoso. No está tan mal, piensas, y se besan a la luz de la lámpara de mano con que les aluza un ángel que ha perdido las alas, tu amigo, otro bastardo que también quiere lo suyo y no encuentra a su novia. Le decimos que se vaya. Pero nosotros, condescendientes, vamos tras él. Se abre camino, apretado, por entre la gente: chifla. Sí, eres tú, aquí estás. Su novia era una diablilla; pese a la perversidad de fusionar contrarios, la abraza, la besa y le dice: llévame al cielo. Y los perdemos, al bien y al mal, en el baño de mujeres.

Ay Dio’ mío, pero qué cosa –dice una pareja vestida de turistas caribeños. Alguien más fue de típico mexicano, con su sombrero grande, playera ajustada, so pretexto de enseñar su panza chelera. ¿Otra michelada, mija? Lo que usted mande, mi rey. En efecto, el chico de la barra va en onda de parecerse al Carlos V. ¿Y también sabes rico? –le pregunta la Llorona. No sé (ríe nervioso), pregúntale a mi novia. Oh verás si no le sacará un grito porque su novia va de Lady Apache, la luchadora. 

En mi vida había estado en una fiesta de disfraces tan salvaje. En mi vida había estado en una terrible y atractiva ola de confusión, cómo saberlo, si te toca de todo, sudores de otras frentes caen a tus brazos, o los disfraces puntiagudos te pican la cara. Órale, ¡fíjate, maistro!, le dices al que va esponjado como un armadillo, con púas hechas de limpiapipas. Lo único bueno es que nadie sabe que eres tú debajo de un buen disfraz. Siempre quise saber si el que iba de Michelin era una mala réplica de los Cazafantasmas. Dizque con un antifaz ya nadie sabe de ti y puedes hacer lo que quieras; no conoces a todos, pero hablándoles por afinidad puede ser una buena idea: la mesa de los licántropos por un lado y, por el otro, los miedosos a los crucifijos y los espejos.

La persona que me ha invitado a semejante jauría quiere saber cómo me la estoy pasando. Le cuento del muchacho que llevaba un buen disfraz de Jason y otro que iba de cocodrilo. Deberías conocerlos, son muy buena onda. Luego me invita a que la acompañe a una tienda de autoservicio 24 horas abierta. Recarga crédito para su teléfono celular. Piensa en volver, pero me despido. Comparto el taxi con otros dos chicos, adolescentes, muy bebidos y sonrientes, que abordan por la puerta trasera y lamentan no haberle hablado a Fulana o a Sutana. El taxista me pregunta qué hubo. Yo le digo que puras travesuras y que los de atrás pagan mi pasaje. 


viernes, 14 de octubre de 2016

El caso Dylan en el Premio Nobel de Literatura 2016

por Mario Note Valencia


La noticia del veredicto no me impresionó en lo absoluto. Había escuchado el rumor desde hace algunos años y, es cierto, también sentí una extrañeza al principio. ¿Cómo puede ser aquello de que un músico se encuentre entre los prospectos a recibir un premio literario? Tanto se había litigado en las academias, y los cafés y los bares, sin llegar a un acuerdo, para que un premio archiconocido lo resuelva de la noche a la mañana.

La resolución de la Academia Sueca ha azuzado la quietud de un sinfín de vanidades heridas. Los lectores sacan las uñas y vapulean comentarios en defensa o repulsión. Siempre habrá quienes, entre cultos e imbéciles, digan que estuvo bien o que fue el colmo. Yo les pregunto a todos: ¿Qué les preocupa? ¿Acaso los ha defraudado el Nobel Prize porque no pueden leer sino a aquellos autores que la Academia premie y dicte? ¿Dejarán de leer a su Adonis, Roth o Murakami?

En México tenemos un solo premio Nobel de Literatura: Octavio Paz, y no es por cierto una figura de las más aceptadas entre snobs y fantoches. Igual cuando se lo entregaron a Mario Vargas Llosa hubo muchos que lo señalaron inmerecido. Total, siempre es la misma cantaleta.

Las deliberaciones del Premio Nobel han sido criticadas a lo largo de sus más de cien años de existencia. Qué le vamos a hacer: ellos son los del dinero. Uno muy sonado, por poner un ejemplo, fue el de la escritora Alfriede Jelinek en 2004. Esto nos da para imaginar las pugnas que se viven en las reuniones del jurado para proponer y defender a sus candidatos; por ahí me contaron que cuando propusieron a Juan Rulfo lo desmeritaron por su escasa producción, o que Jorge Luis Borges echó a perder su premio por una visita que hizo a Pinochet.

Deberíamos hacer caso a la razón: los premios Nobel de Literatura son un asunto geopolítico. Bioy y Borges más de una vez hicieron bromas al respecto, imaginando al jurado disertando sobre qué países faltaba concederles un premio. ¿Quién gana el premio? ¿Quién debería, según usted, merecer el premio?

Hay autores Nobel cuyas obran han sido olvidadas o decisiones igual de ridículas según el parecer del público en general. Podemos estar de acuerdo en que muchos otros se lo merecían (y aquí los autores agradecerían nuestro apoyo) pero eso no descarta que se escurran de esta vida sin recibir el galardón, a pesar de que su obra permanezca durante mucho tiempo.

Entendiendo que es en parte una suerte geopolítica y que para merecer el premio es necesario que el autor viva, no se puede esperar más que aceptar las deliberaciones Nobel Prize como si no nos incumbieran. A Nicanor Parra no le concedieron el Premio Cervantes, sino hasta el 2012, por su miedo a volar. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Cada Institución convocante tendrá sus razones, buenas o ridículas.

Los únicos preocupados con la resolución del Premio Nobel deberían ser las casas de apuestas, que, para el caso, no se necesita conocer nada de literatura para entrarle a la quiniela. Entonces, tranquilos, a todos los demás no se nos bajarán los ánimos para seguir disfrutando de la lectura. Quiero decir que no pasa nada.

Con respecto a Dylan, me dio alegría, sí, sobre todo por sus letras, pero esto no entra como justificación de su victoria, pues es igual de vago que los motivos perjurados por la Academia Sueca. Sin embargo, a nadie afecta, o no debería afectar, que un músico gane. A menos que, como dije al principio, salgan a flote las vanidades heridas de todos aquellos escritores románticos preocupados por ganar el premio, viendo cómo, además de su inseguridad o falta de méritos, se agrega una superflua preocupación más: ¡los músicos también ganan!

***

En una casa de apuestas de Inglaterra, la noche del 12 de octubre de 2016. Dos desconocidos:
–¿Por quién apostaste?
–Puse un 50% a Murakami, y 25% a Adonis y otro 25% a Roth, por si las moscas.
–¿Y quiénes son? ¿Los conoces?
–No, para nada, pero me dijeron que este japonés ahora sí que gana. Así que no puede fallar. Lo di todo.
–Vaya, hombre, esto me pasa por no saber nada –dice y se acongoja. Luego agrega: –Yo sólo sé de boxeo y equitación.
–¿Pues qué pasó? ¿A quién apostaste?
–A un tal Dylan.
–Es una pena.
–Sí. 


sábado, 8 de octubre de 2016

Retrato de una joven doctora

por Mario Note Valencia


“Les dije que estaba enfermo”
-epitafio en un cementerio
de San Francisco

Podríamos decir, como en Full metal jacket, que los enfermos sólo saben una cosa: es mejor estar sanos. Preferible es rebozar de salud ya que el dinero y el amor son dos cosas que se dan, incluso, bajo las más inhóspitas condiciones del cuerpo; esto, por más que alguien se pase de listo y diga con gracia que lo más importante es el dinerico, el money, la pasta, porque la salud, como todo lo demás, siempre viene y va. Salud, dinero y amor, ¿qué vale más?

En estos últimos días de enfermedad estoy echando de menos a mi doctora de pies y cabecera. Una joven mujer de cuerpo ligeramente rollizo, pómulos rosas, ojos pardos y mirada gentil, nimbada su piel tersa y lechosa, como de besucona, por el resplandor de su bata blanca y plateado estetoscopio al cuello. Usted juzgará mi estado: alucino su presencia como un ángel que me tiende su mano, desde la otra orilla del Leteo, cada vez que siento próxima la congestionada presencia de la muerte.

Todos alguna vez hemos pecado de salud. Elegimos el riesgo de la vida (bendito sea el carpe) por una porción más grande de tarta, crema batida y cerezas. No es por demás que la salud obligue al perro a confundir la luna con otra suculenta rueda de queso. Después de hundirse en el agua sale el chucho, mojado y triste, a sufrir su enfermedad postrera, consecuencia de lo que quiso de más, como siempre pasa entre nosotros con el amor y el dinero.

Mi joven doctora me entiende cuando le digo que quizá esta vez me pasé de vivo, por no decir perro. Es condescendiente con mi pena, más por carácter que profesión. Con ese rostro uno piensa que no haría daño a un mosquito y que fija su mirada al suelo para no pisar a los insectos. Asertiva y directa, como mi doctora una en un millar. Tan así que no fue nada fácil dar con ella, pues tuve que probar suerte en otros consultorios privados y hospitales públicos, antes de que la encontrara, abrigada, en el interior aclimatado de una farmacia de genéricos.

Creo que a la doctora le interesa saber si durante mucho tiempo fui fiel consumidor del ambroxol con salbutamol, alérgico al naproxeno o amador de la loratadina. Fui las tres, pero de niño no fui más que bueno para el desenfriolito. Le cuento que a mí también me dieron píldoras de hígado de tiburón, que voceaba una camioneta en las calles de mi infancia, para el hombre viejo y cansado y para el niño que se orina en la cama. Un frasco a veinte y dos por treinta, sólo por esta ocasión, acérquese al carro de sonido y pida su frasco de píldoras de hígado de tiburón.

Confieso que fui un chico tan mal portado con la gloria y la buena vida, y que jamás había conocido a enfermera o doctora tan buena gente como la que ahora se me aparece en los sueños. Es la única mujer que tengo en mente cuando sudo, caliente por la fiebre y tembloroso por el escalofrío, no porque me inspire a desire, es decir un deseo carnal y venusiano, sino porque me cura lo que el Cura no me hace ni con medio litro de agua bendita. Con perdón del Señor, digo, pero ¡ah, quién me manda a seguir viviendo!

La doctora es una virtud hecha carne y vino a dar consulta a este indolente, polvoriento valle donde vivo. Si por mí fuera, la postularía como la próxima Santa Patrona del pueblo. Apuesto a que muchas personas no conocen a alguien que inyecte en la nalga y que haga y logre como que no se sienta nada. Mi joven doctora, en verdad os digo, tiene una técnica bastante buena: te da a elegir si quieres la inyección de pie o recostado en su cómoda camilla; te dice que te descubras un poquito el glúteo de pepino; no te enseña la aguja ni prepara el menjurje enfrente tuyo, para no alarmarte, para no ver cómo suda la nutrida gota de la aguja. Dependiendo de la solución, te informa, con esa voz dulce del empíreo, si arderá un poco, un poquito nada más. Después limpia el área de la piel con un algodón remojado en alcohol, te presiona y, en un segundo, ella hace su trabajo. No sientes la aguja. Te dice ¿verdad que no dolió? Y a mí me dan ganas de llorar, porque aquí ha ocurrido un milagro: la inyección no ha dolido.

Su cuarto de consulta es sencillo pero acogedor; una pieza dividida en dos por una cortina: la primera pertenece a la consulta y la camilla ocupa la segunda. Me parece haber visto un anillo en su dedo del corazón, mano izquierda; las teclas vencidas de su vieja computadora portátil; una foto familiar (de ella y sus padres) en el cristal que protege la faz de su escritorio; una copia de su título universitario en la pared que da a su espalda; un cartelito de bendiciones católicas. Me maravillo en demasía con el póster tamaño real del sistema óseo, al que me acerco a saludar, sólo por cortesía.

Aquella inmaculada estancia del consultorio resalta, para nuestra mala suerte, el terrible estado en el que asistimos para que nos asistan. Está muy mal, doctora, que nos veamos justo cuando yo parezco que me muero, aunque exagere, entre espasmos y temblores, estornudos y pañuelos. Otra pena más es que después de hurgarme los sonidos de ultratumba que bullen en mi pecho, me tenga que revisar la boca y el oído y los ojos. Quién sabe, para la ocasión pude haberme puesto pupilentes, humectar mi piel de iguana y hacer discretas las ojeras con un poco de corrector facial, que entrar a duros pasos al consultorio, con la cara de la momia, aferrándome a la pared, a la puerta, a cualquier cosa que me supere en mejor vida. Pero, doctora, yo no quiero pasar a mejor vida, ay dolor, ay amor, ¡agárreme fuerte porque me muero!

Tranquilo. Tome asiento y respire. Lo siento, ya ve usted mi drao, soy un actor de método. Quiero decirle que no he ido a verla porque ya casi salgo de ésta: enfermedad de temporada. Estoy tomando de las mismas pastillas que me recetó la última vez, para el resfriado y la temperatura. Lo peor que me puede suceder es que usted se vaya y no la vea. De nuevo, mi drao, soy su paciente-actor de método.

En mis achaques cotidianos, estoy a punto de tomar un taxi e ir tras ella, aunque sea para asegurarme de que lo que tomo es lo indicado y que sigue aquí, en este pueblo, dando consulta. Mientras tanto
en mis delirios,
con la cara de la momia,
creo ver una luna
en el interior aclimatado
de una farmacia de genéricos.
Bendito carpe diem,
ergo fucking sum.

lunes, 3 de octubre de 2016

Dos de octubre

por José Calderón Mena


En sus cada vez más escasos momentos de lucidez, el arquitecto López de Garay recordaba con horror aquella noche en el que perdió por completo su contacto con la realidad.

Con la mirada perdida, fija en el techo del hospital psiquiátrico donde estaba internado, veía con claridad las imágenes de las grandes manifestaciones de júbilo popular que apoyaba las justas peticiones estudiantiles; la toma de las calles como nunca antes, pidiendo al gobierno, sordo y represor, justicia y democracia; la salvaje respuesta del sistema al invadir y ocupar los principales centros educativos de la ciudad, tratando a toda costa de mostrar al mundo una imagen falsa de la realidad nacional.

Los principales puntos del pliego petitorio consistían en exigir la libertad de los presos políticos, la derogación de ciertos artículos constitucionales que señalaban los delitos de "disolución social", el desalojo de los espacios universitarios, entre otros, pero sobre todo el diálogo público.

Todas las manifestaciones fueron reprimidas y, en el mejor de los casos, ignoradas; la más impresionante fue la multitudinaria marcha del silencio: miles de ciudadanos caminando en silencio absoluto, con la vista baja o auto-amordazados.

La tarde del 2 de octubre fue convocado un mitin, uno más, pensaron todos, sin embargo había un aire de sospecha e incertidumbre en el ambiente; algo como un rumor incierto.

El evento se llevaría a cabo en la Plaza de las Tres Culturas del conjunto habitacional Tlatelolco a las seis de la tarde.

El arquitecto López de Garay habitaba un departamento en el 3er. piso del Edificio Chihuahua con su esposa y sus dos hijos, ambos estudiantes universitarios, la señora aficionada a la pintura y él mismo docente en la Universidad Iberoamericana, todos comprometidos con la causa estudiantil.

La última imagen que recuerda con claridad es la que percibió desde el balcón de su edificio: una silueta en el campanario de la iglesia con un fusil apuntando hacia la multitud, luego el estruendo de un helicóptero y la luz verde de una bengala que contrastaba con la del atardecer.

De ahí en adelante todo fue confusión: disparos, gritos y carreras en desbandada, el horror y la sangre bajando por las escaleras, escurriendo por los balcones como la lluvia, roja.

Sangre, sangre en su cara, en la puerta de su casa, sangre bajo los cuerpos de sus hijos, sobre su esposa mancillada, en los muebles, en la alfombra, en su garganta, en sus ojos, todo rojo y viscoso.

¿Cómo salir de esa realidad insoportable?

Corrió hacia su closet y sacó un hacha que guardaba para alguna emergencia de incendio y empezó a destruirlo todo: muebles, espejos, cuadros, todo lo que representaba este dolor que no podía enfrentar.

Cayó la lluvia con la noche y empezó a desaparecer la sangre y todas las imágenes en la mente del arquitecto, hasta quedar completamente en blanco.

El parte médico reportó un brote sicótico con daño irreversible.

El jueves 3 de octubre de 1968 amaneció soleado.