viernes, 23 de enero de 2015

La dos horas del alba



por Mario Note Valencia

"El anciano de los días" del terrible William Blake


Todos los días del calendario (en su traspaso por el corredor de la luz a las penumbras, luego el alba, el nacimiento, la tarde recta y de nuevo puesta del sol mortecina) suceden en el cielo, variables, los rituales de la búsqueda amatoria que mueven al sol y a la luna. A veces, un eclipse nos hace ensoñar en que por un instante se han arropado en un halo luminoso. El eclipse fecunda en sombras. La sombra originada mueve cuerpos terrenales a buscarse el amor de las horas o a poner hojas de acero afiladas debajo de las camas de mujeres encintas.

Los amores contrariados se desplazan de esa manera, emulando la órbita de los astros sobre la tierra contraída, perecedera; por algo estamos sujetos a ser enterrados, por algo se nos demuestra que quien vuela alto se consume en la plenitud de su felicidad instantánea, como la libélula que por conocer el fuego se entrega a la flama que la devora.

Está muy bien que así se busquen los cuerpos, intuyendo que en el otro queda fuego para quitar los rastrojos del tronco que crece indómito bajo nuestra piel, de ese tono café del tallo que a la primera herida se desvela clara y verde, casi transparente. Cuando no es la sustancia lechosa de las ramas corrompidas, brota del contacto la resina que guardaba: delirio coagulado de colores, ese síntoma de eternidad a la que le hará falta tierra, lluvia y un mar que la sedimente. Agregaremos a la receta un tanto de tiempo, miles de años, para que se descubra en el futuro con el nombre del ámbar.

Se le ha dicho ámbar a la tela sonora desplegada en la puesta del sol. El sol es el ser masculino que se incinera, en su último ahogo, para que venga la luna, femenina, a redimir las consecuencias del paso diurno sobre las jardineras, sobre las ciudades que se han buscado en la luz del mediodía y convienen, en última instancia, reposar la medianoche junto a ellos, como maldecidos por la luz directa.

Podríamos contar los efectos del sol y la luna con la imagen de extremidades invisibles que nos acarician. Las bondades y las injurias de los astros apenas son prejuicios que guardamos para justificar eventos descomunales que trastocan nuestra experiencia cotidiana. Por motivos de transmisión generacional y cultural se nos ha enseñado que la luna es femenina y el sol es masculino, pero también estas designaciones forman parte de los prejuicios emanados con el pulso de nuestro corazón oráculo.

Ciudades que se trazaron con la simetría de los cielos, ciudades que se fundaron con la muerte de un sol o el arribo austral de la luna. Así, como las ciudades, los cuerpos se fundan y se hablan de desorbitados paréntesis estelares. Si yo veo una luna resbalada al pie de mi cama, podrá ser que, durante mi delirio, la luna ni siquiera cuente con dimensiones sexuadas.

La luna, como el mar, siembra sueños. Quizá porque la profundidad está enraizada con la oscuridad, es más sencillo para el soñador entregarse al paraíso inmenso de la creatividad desmedida. He compartido con mis compañeros alumnos, a los que un día veo y otro no, la bondad de asistir a clases de literatura de siete a nueve de la mañana. Encuentro estimulante despertar con la temperatura de los sueños y con esa piel, intuyo, todavía tibia por los acontecimientos oníricos, se recibe mejor la estética del asombro literario. El cuerpo está más dispuesto en esas horas ulteriores, incluso del natural desvelo, a dejarse llevar por las vocales de invisibles melodías encriptadas en el cobertizo de los textos.

En esas horas del alba después de las seis, he coincidido, sin proponérmelo, escapar de las casas donde he pasado la noche en un convivio con amistades, y no precisamente me escapo y fugo al hogar donde resido. En las últimas semanas, sin embargo, a esas horas he escapado de mi casa, sin necesidad de brincar bardas ni abrir puertas con cuchillos, para esperar a los nuevos estudiantes que entran por la puerta del salón de clases; estoy seguro que en intermitencias e intervalos sin medida vendrán de nuevo los días en que me tendré que escapar al alba con la argucia de abrir ventanas (haciendo palanca con la boca de una botella) para salir a la calle en gallicinium o abrir el cancel de candado robusto para llegar puntual a clases. Algo raro navega en el aire que no se consigue en ninguna otra hora. Uno se siente extranjero hasta de sí.

Sólo una nueva mirada sobre los objetos del mundo puede poner en juego las reservas con las que contábamos. La innovación del aire matutino desprende las rocas del suelo, los valores salen despedidos y no se reconocen, se drena el agua del pozo inmóvil por un canal que la hace perderse en la corriente de un río. Los sueños que resguardábamos en la memoria se multiplican o se reducen en una simple pesadilla informe. Cuando creíamos entonces que el sol y la luna representaban a los amantes que se buscan, viene a movernos la idea de otra cultura en la que son percibidos como hermanos. De esa manera los fenómenos son fraguados a conveniencia por la cultura que modelamos. Antes de que llegara Europa a América, al menos en la dimensión náhuatl podría explicarse por qué el mundo florece con la muerte: en aquella senda solar, durante los últimos minutos de la tarde, caminan las madres que mueren en el parto y los guerreros que se entregan en la ceremonia de las guerras floridas.

En mi habitación alumbrada por la flama de una vela, inmerso en las fauces de la madrugada avanzada, voltea hacia mí la terrible figura perfil de una media luna sobre el escritorio. Por el rigor del acero modelado me desboca en una sensación bidinámica, lacerada y magnética, porque el semblante de esta luna es, sin embargo, andrógino y olímpico. Retirado, al otro extremo, en la paz de los desiertos quevédicos, un pequeño xolo de arcilla, sonriente y oblongo, pasa la noche despierto con nosotros: la flama, la luna y mi mano izquierda entumecida. De cuando en cuando su rostro canino dobla su perfil para atisbarnos: algo llama por debajo de la tierra, en las tumbas, y reclama su presencia.