lunes, 22 de febrero de 2016

Where the polar bears are

por Rafael Frank


Ah, The Mamas & the Papas escribió Hyperborea Dreaming. No, loco, California Dreamin’, se llama. Nos miramos de frente, como dicen los filósofos. En mi infancia tuve un telescopio con el que quise ver la nave espacial de mis iguales genéticos cuando llegaran por mí; evidentemente, eso nunca sucedió. Un escritor amigo mío (aficionado a la filosofía) y yo nos recluimos un tiempo para sacar de la bolsa de sándwiches los secretos de Hiperbórea, sobre cómo hablar con los tlacuaches y aguardar el momento de la llegada del Gran Capibara. El cofre se abrió: créanme, supersticiosos del mundo entero, algún día mi amigo el griego y yo volveremos a Hiperbórea.

Debí sospechar tiempo atrás, pero las revelaciones traen consigo el recuerdo de los signos no descifrados. El camino hacia esta tierra más allá del norte permanecía perdido; comencé a hacer memoria.

Entre las pequeñas obsesiones durante mis primeros años humanos (se cuenta una fijación por conseguir una escalera de juguete) desarrollé ansiedad por saber, a cada instante, la dirección donde se encontraba el Norte. Mamá, ¿dónde está el Polo Norte?, ¿dónde está el norte?
Creí recibir un llamado sideral y quería responderlo. Tuve la oportunidad de recibir un regalo de mis padres y elegirlo (juguetes, quizá, pero ya había obtenido la escalera anhelada). Puse a mis padres en apuros: papá, quiero una brújula. Un reto auténtico, habitábamos en una provincia donde abundaban las frutas exóticas pero poco material físico para niños hiperbóreos.

Acabada la merienda me entregaron la brújula pequeña, de exterior negro e interiores verdes, indicaba los puntos cardinales en letras blancas y, la aguja, una flecha cuyo extremo rojo era el salvador que apuntaba hacia el norte.

Aprendí, después, cómo ubicarme geográficamente a partir de la posición del sol. Aún con mis trescientos años, cada vez que salgo de un edificio me cercioro en qué parte se encuentra el astro rey. Aprendí en su momento a magnetizar agujas de costura para utilizarlas como sustituto de las brújulas. Recuerdo también que las manecillas de un reloj pueden utilizarse como guía, sobre una hoja, dentro de una cohesión acuosa (¡mucha fantasía, milord!). Cuando no hay estas posibilidades y el cielo opta por una barba de nubes, no me queda más opción que esperar; los tlacuaches no me acompañarían si saben las probabilidades del clima.

Cuando llega la noche, dejo que los astros transcurran, pongo atención especial al cenit de la luna, recuerdo el fondo verde de la brújula y espero. Viví con mi amigo griego en una edificación casi-rectangular donde una ventana recibía al sol matutino, la puerta principal tendía sus brazos hacia el Este, por fortuna no hacia el Norte porque, de algún modo, la dirección de esa entrada y el vestíbulo semivacío (dos caballos –regalo de las valkirias– y dos torres custodiaban el sitio) nos retuvieron de emprender la huida hacia Hiperbórea. Dentro de aquel lugar construimos con humo y fotones nuestra versión del Bifröst. Mi amigo griego es un viajero, heredero de Odiseo –cuentan algunas leyendas. Algún día volveremos a Hiperbórea en un drakkar, se dibujará un mar ante nosotros y vendrán las auroras boreales, verdes y azules, a llevarnos.

domingo, 14 de febrero de 2016

Los amigos y las frutas

por Mario Note Valencia


¡Por Zeus!, pienso como tú.
–Sócrates a Diotima

Todo lo que sé del amor se lo debo a ella, dijo por fin Sócrates en el banquete, antes de que los demás comensales quedaran rendidos por el vino y la algarabía. De alguna manera, mi mejor amiga, la llamaré H, es también esa confesora y revelación perpetua. Hablaré de la amistad a través de mi experiencia juntos, esperando que el lector encuentre justificado el ego que se inscribe en la crónica personal.

H se comporta como las verdaderas amistades: se dejan ver de vez en cuando. Me permitió escribirla para este caso (o me obligó, ya contaré después), como regalo de cumpleaños. No me lee, no me escribe. Sólo cuenta con teléfono de casa, donde vive con sus padres, un hermano mayor y tres gatos. Trabaja y es feliz, pero no confesaré su trabajo. Lo importante es que la volví a ver y fue un alivio. Le dije que me parecía impertinente estar juntos en vísperas del Día de los Enamorados. “No te tengo miedo, niño”. Siempre bromea y sabe sacar a colación agradables insultos para animarme, caso parecido a la relación que guardo con mi amigo Frank, sobre todo en confianza, valores superiores y distancia natural.

Pero ella es como el arma y el diablo, siempre se cargan juntos. Salimos el sábado. Nos repantigamos en un viejo sillón del único café cuasi-decente que hay en la provincia. Le dije que trabajaba los fines de semana, aun así me exhortó llevarme a un bar y desvelarme. Quería bailar y cantar karaoke. Le dije no cuentes conmigo. Pero mi abulia se deshizo al verla, entre luces bajas, malvas y bermejas, bailando con otro hombre, de pelo en pecho, botas y cinto piteado. Entonces fui por ella a los diez o quince minutos, bailamos a gusto, como dos amigos que no se han visto en mucho tiempo, aunque, de hecho, era cierto.

“Mi venganza es que te duela” –me replicaba al oído, que es como decir “me vas a extrañar, te conozco”. Bailando con ella, en esa noche redonda, me sentí volátil. Di traspiés, de vez en cuando nos pisamos; tengo dos pies izquierdos y estoy seguro que sé bailar con los derechos que me faltan. Al fin nos divertimos. Bailé por inercia y la cafeína que aún no abandonaba mi cuerpo. Su hermano mayor pasaría por nosotros, me dijo, una vez que nos dijéramos adiós.

Escribo estos detalles porque así me lo pidió como regalo de cumpleaños. Su venganza consiste en que me desaire abandonando mis lecturas empedernidas acerca de la Primera Guerra Mundial, o sobre la dicotomía entre Robert Graves (el beligerante inglés) y Herman Hesse (el pacifista alemán). En más de una ocasión me insulta con sorna ligera y finge enojarse si me descubre dándole vueltas a un asunto del pasado. Por lo general olvida que me fui a Colima con el sueño de entender las letras, más en tiempos de soledad que en el salón de clases, y otras veces también le recuerdo que mi tristeza es dedicarme a dar clases y que eso me quita horas de lecturas o verme más seguido, por ejemplo, con mi amigo Frank.

Los amigos se cuentan con los dedos de la mano, y nos sobran. Podemos tener un sinnúmero de conocidos y compañeros, a quienes les dejamos la puerta abierta para cuando deseen entrar a nuestra casa. Pero amigos, amigos, muy pocos. La amistad tiene todas las ventajas del amor filial (excepto los besos y las caricias) y ninguna desventaja de la relación en pareja: no cuestionan nuestra ausencia deliberada, nos permiten llorar tendidos, estar en silencio y rascarse la entrepierna sin que se molesten, o acomodarse el sostén sin que por ello surja una tensión erotizada. También los escuchamos en silencio, nos ofrecen una taza de café y la oportunidad de que nunca olvidemos el camino a casa, como la amistad que guardo con don José, un gran hombre al que admiro, sabio, buen padre y abuelo, y que conocí en la capital. Ni Frank ni don José conocen, tampoco me han escuchado hablar de H. Aquí la venganza de mi amiga cuando le hablo de ellos.

Después de bailar por espacio de una hora o menos, nos sentamos a comer botana de totopos y guacamole. Miramos la hora, según marcaba el amanecer del Día del Amor y la Amistad. Me habló, a media voz, de la amistad que consagraba a mi existencia. Y la verdad, qué vitalidad, qué fuerza, qué hermoso, se siente que a uno le confiesen “así estás bien, digo, eres un bonito ser humano”. Y conforme me decía, me obligaba a recordarlo para que lo escribiera, y con eso, insistía, dejara de leer cosas inútiles de la Primera Guerra.

Hay otra amistad que se forja indirectamente: los lectores, fugaces, de este espacio. He conocido personas entrañables, incluso sin conocerlas en persona, gracias a que aplauden o critican ferozmente y en secreto mis puntos de vista, pueriles o desgraciados que con el tiempo refino, olvido o deshecho. Como Passolini, deberé adjurar sobre lo que he dicho en varias ocasiones.

Pero son igualmente, todos y todas, irreales en este presente. Frank ni don José ni H me acompañan, pero habitan en mis imágenes aéreas. Pienso en H. No me lee, no me escribe. Y, sin embargo, me cuida cuando nos vemos, porque es mayor cinco años y su experiencia en el amor me deja mudo, celoso y, sobre todo, asombrado. A veces hace de Diotima, la mujer figurada que visitaba Sócrates. Le he dicho la semejanza y me manda por un tubo. ¿Era guapa? No sé, H, supongo que también tenía eso de belleza del alma; Sócrates era feo y viejo. Entonces sí somos, Mario, como Diotima y Sócrates. Nos reímos. Nos echamos para atrás y un halo de entendimiento humano tira de mi ser como para desear nunca desaparecer de ese instante… Renunciar, como escribiera Jelinek, a todos los demás tiempos.

Pero miento, lo mismo me sucede cuando veo a todos mis amigos y no quiero alejarme, o cuando me habita el amor y mi cuerpo no quiere vestirse, sino andarse entre los callejones de la ciudad y sus relojes, esconderme del sol y la vigilia, nunca amanecer o, por lo contrario, si se pudiera, mantener incubadas las dos primeras horas del alba. Acompañados, las horas se calcinan como ofrenda al éter y al movimiento que nos atraviesa, inexorablemente, volviéndonos más viejos.

Intuyo que moriré antes que H. Nos hemos jurado hacer una travesura el día de nuestra muerte, no sabemos cuándo, pero uno u otra regará hojas de acanto (o laurel, en su defecto) alrededor del ataúd. La vida que llevo, advierte, a veces es de enfermos o de locos. Cuando me empecino en irme del mundo habitual, como a deshoras y duermo poco. El café y las quesadillas son mi dieta. Nada de qué vanagloriarse. Pero entonces ocurre que me acuerdo de ella y pienso en llamarle. Su madre me dice que no la puedo ver o que H me regresará la llamada. Y la espera se dilata semanas y meses.

Desde que en varias ocasiones cambié malamente a mis amistades por un amor del que me colgué durante un tiempo, hace años ya, al menos H me recriminó como una madre. Frank, por su lado, me acompañó en el infierno, hicimos de nuestro monasterio un tugurio de muerte (sobre lo que estaré eternamente agradecido). Después de la despedida de Frank, me vi rara vez con H o con don José. Con H endurecí mi aprecio, tanto que llegamos a pasar una semana viéndonos diario, lo que, conociéndola, fue rarísimo su préstamo de tiempo.

Ahí hay otra verdad: lo único que damos es tiempo, y me muerdo la lengua. Tengo cola que me pisen. Estoy pagando mis faltas, mis ausencias, sin recelos ni remordimientos, sin buscar culpables, porque arrepentirse es de cobardes y porque en la amistad hay equidistancias de comprensión. Los amigos son tiempo, coexistencia. No hay sospechas, hay renuencia. Si nos confiesan algo, somos tumba, piedra y entendimiento. También somos corazones sensibles, alegres. Dependiendo de los valores en común que se tengan los amigos, la moral convencional se pasa por el arco del triunfo. Recuerdo a H enseñándome lo que nunca aprendí en la escuela, y al otro día, al despedirnos, diciéndome que lo olvidara todo.

Los amigos nos ven y verán haciendo las cosas que están bien guardarse en la intimidad. No cabe, si se trata de una amistad auténtica, la traición, pues ni se piensa ni se espera. No sucede. Aunque suceda aquello de la “amistad de estrellas”, cuando una amistad vira en caminos y convicciones diferentes, es decir, se rompe, sólo, tras una tarde de revelación, aceptamos como una simple respuesta lo ruin que puede ser la vida social.

Finalmente, H me llevó del brazo a la pequeña pista del karaoke. El lugar había escampado de personas. Casi vacío, casi en silencio, casi nada más para H y para mí. Las mesas redondas, deshabitadas, me parecían islotes en el agua de la noche. Me dijo que no olvidara relatar lo que sucedía para “ese changarro que tienes” (se refería al blog) y que me guardara en el pecho las impresiones, como siempre, las impresiones más íntimas. Le dije que era mi amiga, ella se sonrió y dijo al bartender que tocara “Te lo agradezco pero no”, el dueto de Shakira y Alejandro Sanz. Por un momento recordé cuando, adolescente todavía, me aferré con ella a “1973” de James Blunt.

La amistad madura. Las experiencias con nuestras amistades son como la fruta que se nutre de las temporadas. Si afirma Rumi que el amor es un árbol y los enamorados su sombra, las frutas deben ser los amigos. H agradecerá este regalo de cumpleaños, aunque no me lea ni me escriba, amigos, en mucho tiempo. O quién sabe. “Yo no sé mañana”, fue lo último que dijo H. Y cantamos.

* * *

jueves, 11 de febrero de 2016

Rituales mágicos para el amor (o cómo perder el tiempo)

por Mario Note Valencia


Me pasa como a Michael Corleone en El Padrino III: cuando quiero salir de la maldad, me vuelven a meter. ¿Usted también los quiere muertos? Porque eso no sucederá. Sin embargo, tome estas recetas mágicas para pasar el tiempo y arrancarle a Pandora, de una vez por todas, la esperanza que dejó atrapada en el borde de su caja.

En más de una ocasión, hace tiempo, me dijeron que había sido embrujado. Según los síntomas, soñar a diario con el pasado, estar tan ansioso como para enterrarle una mina a la noche (cavadora de ojos dice Neruda), pensar por ningún motivo aparente en la otra persona que ya no he visto, en fin, me encontraba en medio de un hechizo que traveseé en secreto y desvelado. Tecomán, la provincia en la que vivo, es conocida por tener a los mejores adivinos y las brujas más perspicaces. Si le contara y dijera nombres, mañana mismo amanecería muerto, o vivo (que es todavía peor). Nunca he recurrido a sus servicios mágicos, porque no creo, pero me he visto inmiscuido en mundos desfigurados por remedios, recetas, rituales y muertos que hablan a través del agua.

Una amiga me relata las peripecias por las que pasa uno de sus compañeros de trabajo: a diario, cuenta, los sueños no lo dejan descansar porque aparece la imagen de su indeseable expareja y dice que a veces pierde la conciencia y que, cuando la recupera, se encuentra enfrente de la antigua casa donde vivían juntos. Cuenta también que fue a ver a una bruja (oriunda de Tecomán) y le reveló que su expareja lo tenía en un embrujo que podía llevarlo a la locura. Desde ese día al presente no ha hecho caso, pero poco a poco dobla las manos (aunque él no crea en supersticiones) porque su situación mental se ha agravado.

De mi parte diré que salí del hechizo por cuenta propia. Ahora mismo, mi grado de científico y materialista aristotélico me han hecho ignorar funcionamientos mágicos. Pero, señor, ¡el mundo en Tecomán está completamente loco! Soy profesor y muchas veces he sido escucha de situaciones paranormales entre mis efímeros estudiantes. Incontables historias que llegan a mi oído, como si provinieran de cuentos literarios. Aquí yo no necesito leer realismo mágico, aquí todo sigue pasando en pleno siglo XXI.

Mi maldad me dice que debo mostrar lo que sé de estas cosas sólo en el ámbito del amor. Se trata de una venganza no menos locuaz que la idea de estar embrujado. Sugiero discreción y que los niños se alejen de la lectura. No me hago responsable de cualquier estupidez que usted desate en su relación. Aquí, en Tecomán, los muertos respiran por las heridas: ¡yo mismo los he visto quejarse en las noches!

Presento los rituales más comunes para hechizar al amor que no le corresponde:

1. Toloache: Consiste en uno de los métodos más tradicionales para que el amor dependa de su presencia. Del náhuatl toloatzin que significa “cabeza inclinada”. El toloache es una serie de plantas que tienen en común provocar delirios una vez que se infusiona. Aunque en un principio era utilizada para otros fines, hoy día se dice “le dieron toloache” para referirse a una persona que, de la noche a la mañana, se ha convertido en un ser voluble y dócil a su pareja (por no decir que le pusieron el mandil).
En la vida social nunca se comprueba, sólo se dice. La persona a la que le dan de beber esta planta, sin que se entere por supuesto, pasa más tiempo en casa y atiende con gran portento el ámbito hogareño.
Sólo hay una advertencia de los brujos: “el toloache amansa, pero también amensa”. La locura, pues, puede ser inducida en grandes dosis de esta planta.

2. Calzón: Oh, sí, una prenda hala más que mil caballos. Pero va más allá de eso. En este caso la mujer debe coser comida metiendo su ropa interior usada y dársela a su prometido. Se tiene por contado que el hombre caiga enamorado de su mujer y no tenga ojos para otra persona. De ahí la frase “le dieron calzón”.
Me ha tocado estar presente en una preparación, secreta e imprevista, y con esa vez me bastó para creer en las múltiples historias que han llegado a mis oídos (no en su efectividad, sino en su fenómeno).
Tiene las ventajas del toloache; aunque, si con las hierbas se induce a la locura mental, con ésta, no sé, supongo, a una infección estomacal.

3. Menstruación: (Salte este método si no quiere leer asuntos tabú). En tercer lugar, aunque discutible con el segundo, tiene que ver con la menstruación. De aquí no tengo duda en lo asqueroso que puede llegar a ser combinar una cosa, ésta cosa, con la comida. Como el calzón, los alimentos deben prepararse con el flujo en el día más fértil del periodo.
No tengo escrúpulos con respecto a la sustancia, común en el desarrollo humano, pero sí con ingerirla en mi plato de sopa de coditos. Aunque, debo informar, varios rituales orientales contemplan la ingesta del periodo como ganancia de fuerza viril en el hombre. Pero esto no es nada, tengo un arsenal de cosas puercas (según dicta la tradición occidental) que mejor me reservo para una conversación de cantina.
¿Efectividad? Vaya usté a saber. En pequeñas entrevistas improvisadas, al menos cuatro informantes femeninas de aquí, Tecomán, lo han hecho y juran haber obtenido los cambios esperados. Y esto no es del todo cierto: una de ellas acaba de separarse, lo que me hace pensar si los rituales deben efectuarse regularmente para que funcionen.
Lo curioso es que este tipo de “amarre” puede ser utilizado también en mal y perjuicio de una pareja, es decir: que una mujer quiera deshacer una relación y el hombre embrujado salga corriendo un día antes de la boda.

4. Moler uñas: Este ritual me encanta porque es sencillo e igual de loco que los anteriores. ¿Que si lo he hecho? Para nada. (¿O sí?). (Cara de sospecha). Se deben cortar al menos dos uñas limpias y bien lavadas, y después molerlas (en un molcajete, por ejemplo) hasta que se hagan polvo. Se disuelven como azúcar en cualquier bebida, incluso agua natural, que le vaya a ofrecer a su presa, la persona de la que está enamorada y desea sus servicios amorosos.
No cuento con informantes de este método. Lo conocí por error mientras revisaba la programación matinal en la televisión por cable. Ojos que no ven, estómago que no resiente.

Hasta aquí, los rituales mencionados son conocidos como “amarres por la boca”. Ahora presento otra muestra de rituales inofensivos.

5. Repetir su nombre antes de dormir: Éste me lo enseñaron en la escuela secundaria. Se trata de mencionar el nombre de la persona tantas veces como sea posible antes de dormir. Como una invocación, un mantra. Uno, al final, termina dormido, no se sabe si por aburrimiento o porque es similar a contar ovejitas. No hay efectividad segura, a lo sumo cubre las horas que podrían desperdiciarse en otra cosa y reafirma que, por amor adolescente, podemos desvelarnos. No tengo idea si contraje secuelas por creer en esto, que actualmente en sueños, suelo decir nombres de mujeres, amigas y demonios.

6. El nombre en el azúcar y el cigarro: Usted pone azúcar en un platito y en medio pone de cabeza un cigarro con el nombre de la persona escrito en el papel que envuelve la molienda del tabaco. Debe custodiar su ofrenda por aquello de las hormigas y las ratas, durante varios días. Si no funciona, recuerde que siempre cabe la posibilidad de salir a la calle. (Este ritual lo leí en un libro, hace muchísimo cuando los dulces a veces venían dentro de paquetes en forma de cajetillas y aparecía el hombre Marlboro, montando a caballo, en los comerciales de televisión abierta).

7. Decidirse por uno, una: No es un método de amarre, pero sí una técnica para decidirse por una persona como si fueran cartas de garito. Digamos que usted no puede decidirse entre tres personas. ¿No le ha pasado? Pues imagínese.
Según el ritual debe escribir el nombre de estas tres personas en pequeños papelitos. A cada nombre le corresponde un papel. Debe doblarlos y no saber qué papel contiene cada nombre. Una vez que lo haga, ponga un papel debajo de su almohada, otro en cualquier parte de la habitación y el último en la ventana.
Después de breves minutos revise los nombres. El nombre de la persona debajo de su almohada es la que debe elegir como la mejor y la más conveniente; el otro nombre dentro de la habitación corresponde a la persona con quien puede tener una buena relación pero sin futuro (toma eso, Albert Einstein); y el que aparezca en la ventana, pobre, ¡es la persona que no lo quiere y sólo le traerá problemas!
Ya ve, por andar de ojo alegre.

Fin de los rituales.

Yo nomás digo. Si nada de esto funciona, haga como don Corleone: “le haré una oferta que no podrá rechazar”. Aunque en el amor no se manda. Incluso hay brujos que mantienen una ética, la de no realizar amarres, porque creen en el amor auténtico. Ellos pueden sacar al diablo de la casa, maldecir eternamente la estirpe de una familia, pero jamás, escúcheme bien, se prestarían para juegos sucios en el amor.

Y frente a todo esto, me relajo. No hay mejor embrujo que el sencillo hechizo del amor por sí mismo. Sentirnos hechizados, a eso me refiero. Entonces conserve su ropa interior, no se coma las uñas y evite dejar al azar la elección amorosa. Todos los vicios que van a la boca se curan con besos. ¿No me cree? Usté acérquese y le daré una bofetada.

"Mujer de Magia Negra" – Carlos Santana





miércoles, 10 de febrero de 2016

El combustible del amor

por Mario Note Valencia


Pongamos las palabras, como frutas, en el banquete
(homenaje a Platón)

Del amor diré pocas palabras. Creo que puedo hablar del amor, como he aprendido a hablar de la muerte: digo algo sin decir nada, porque nunca es suficiente lo que sé, visto, probado, y ninguna verbalización todavía me convence en lo absoluto. Y eso está muy bien. La infancia y la vejez no son benignas para la memoria, enseñó Aristóteles. Soy joven, un fuego, como tú, irresoluto. Temo sin pena que nunca lo sabré, me defiendo con un filósofo cuando asegura que “lo que realmente es grandioso e importante no tiene cabida en las palabras”. No puedo negar su existencia, la Historia tiene una retahíla de rellanos en los que la humanidad se ha recargado para configurar esa otra fuerza que se llama libido (deseo y pulsión, fuerza y vida). Tanto se habla del amor, como de la muerte. Mis dedos, ahora mismo, disparan hacia muchas direcciones; trataré de retenerlos para esta ocasión.

Podemos hablar del amor apenas por sus consecuencias. Un abrazo es una consecuencia de la causa: el amor. Lo mismo un beso, un atajo abierto entre la piel. La causa es el amor. Bien, pero ¿qué es el amor? Podríamos hablar como ese método interesante en que descartamos las cosas que no son de lo que es. Pero si hablamos de consecuencias, suponemos que hay experiencia cognitiva, empírica, esencialmente vital. ¿Qué recuperamos de esas experiencias? Impresiones, apariencias, intelecciones, resonancias.

Sospecho que el amor nunca será arrancado por el humano inteligiblemente de su podio universal, es decir, que sea como el concepto de humanidad que puede ser reconocido en un individuo y aun así no es posible reducirlo a una muestra de afección común, natural. Un tiempo mortal. Lo que siempre es bueno, supongamos, aprehendido en su actualidad (cuando la potencia se vuelve acto creador) poco importa qué nombre tenga o cuánto se demore en desaparecer (de aquí son los amadores que desean evaporarse en el instante –y si encuentran cómo hacerlo para siempre, díganme).

Lo que expongo es, en definitiva, la imposibilidad de hablar del amor alrededor de sí o desde adentro. Yo me acuerdo y olvido del mundo cuando estoy entre tu piel. Irrumpimos en el mundo con la ciudad de los abrazos. Uso un abrigo en tiempos de frío para acordarme de ti. La única que lo sabe todo es la libélula que se inmola en el fuego de una vela. Somos palomillas que siguen ciegas la luz de las lámparas. Y eso está muy bien. Como si quisiéramos renunciar al pasado y a las expectativas, ése es el amor auténtico. Nadie que sepa y haya estado dentro ha sabido describirlo; no han bastado los cien mejores libros de poesía y filosofía para entenderlo un poco y para siempre. Es una paradoja, como el infinito. Accedemos, escribe Octavio Paz, a esa porción de infinito que nos pertenece. Quizá por eso, en el delirio, decimos “eres mi diosa, sin tiempo, eterna…”. Propongo una religión del Amor.

Invitación al deseo,
combustible del amor

Hay un amor para cada loco en este pequeño planeta. Hay cada tipo locura para los que ya están enamorados. Fall in love, que no es lo mismo caerse de amor o derrocharlo. Fit as a fiddle, nos recuerda Cabrera Infante, and ready for love, ready for love. ¡Listos para la fiesta! Desde las llaves del sax te escribo I groove, and sing, and swing, you, you, youuu (grave, gravísimo, denso y ligero, como el amor).

De nada sirve saber que el piano cuenta con 88 teclas, o que el tablero de ajedrez tiene un ocho por ocho de cuadros, si no se entra al juego, si ni siquiera se toca por error. Tendremos que morir como el gato: por curiosidad. Lo mismo pasa con el conocimiento: es poco útil memorizar el plano de la ciudad si nunca se camina por sus calles, si nunca levantamos ese mapa a la medida de nuestra experiencia, acorde al asombro y la mirada que despega en infinitas posibilidades de conocerla.

Así con el amor y sus manifestaciones. Aunque existan exquisitos códigos de amor, maneras de reconocer y nombrar los tipos de abrazos y de besos, o la ciencia del cerebro alegue que todo se trata de un efecto psicológico y eléctrico a nivel neuronal, la realidad de la experiencia amorosa es irresoluta y nunca gasta los versos de la poesía. Bien se dice que es necesario acoplar saber con sabor.

La estela de un cometa, eso es el deseo. Imposible de diagnosticar, imposible de cuantificarlo sin otros aparatos más que el pulso del corazón y la conciencia. Y en todo lo que dura, no se parpadea, porque dura menos que un segundo: terrible indulgencia de los enamorados que no descansan y pasan sus noches en vela, con los ojos abiertos, con el miedo de que el jugoso dolor (que no es dolor común) desaparezca con el agua de los sueños en una noche. Y lo que dura, cuando madura y estalla, partiéndose en fríos pedazos de tierra estelar, se alcanza a “pedir un deseo”. Es una estrella fugaz, pero no es un sol. Podemos recoger, como el amor, los restos de ese magnetismo una vez que han caído en el patio y la lluvia las filtra… Con un imán las llamamos entre el otro polvo antes de que se vayan por las rendijas de la cloaca.

El deseo no se manda, sólo se desboca. No hay más. El deseo es pretensión de amor para consumirse, de ahí la búsqueda errática. Transfigura las cosas, nos engaña, pero nos hace viajar por terrenos incógnitos. Nos hace cruzar las sombras como a través de puertas infinitas. Hacer caso al deseo es entregarse a los periplos del aire, aceptar los desvaríos, cultivar un amor también igual de fugaz que el agua y el aire, antes de que se vuelvan tierra y fuego. Pero cuando aparece y se corresponde, lo único que queda no es menos pasional que ir tras su origen: se trata de ganar todos los días el jardín que nos pertenece, pero sin seguridad del para siempre. No por tenerla una vez a esa persona se tiene para siempre. Es agua, explica Ruy Sánchez, que si se aprieta en la palma escapa mucho más rápido que en su huida natural. Una hora, un día, una semana, incluso un mes o diez, noventa años, eso dura el deseo. Nadie sabe. Spinetta cantó a propósito: “Necesito verte ahora, porque no decido entre el mar y la arena”.

Si el deseo escapa, no perdura un amor por la vida misma, de vivir por vivir, consumiéndose en el mundo. El deseo permite el amor en su más entera esencia: búsqueda y reencuentro, obra y expectativa. No son contrarios ni extremos, sólo unidad, numéricamente infinitos como la geometría. Estar conscientes del deseo, asegura fiebres y ansiedades, a veces quita vidas, en otras desata guerras y, con suerte, construye palacios. La mejor de las veces hace de un ser humano una potencia, hacedor de cosas, inteligencia y creatividad. Al enamorado le sucede una coraza. Goethe alguna vez dedujo que “da más fuerza saberse amado que saberse fuerte: la certeza del amor, cuando existe, nos hace invulnerables”.


jueves, 4 de febrero de 2016

El muerto al Karma y el vivo al bollo

por Mario Note Valencia


“única patria en la que creo,
única puerta al infinito”
Cuerpo, Octavio Paz

Sólo porque Joaquín Sabina cantó que hay más de cien mentiras en el mundo que valen la pena, no me cortaré de un tajo las venas ni me salvaré para la otra vida. Suponiendo que existe una vida después de ésta, y no me refiero a la muerte, sino aquella que dice reencarnarnos en otra cosa, animal o, para nuestra fortuna (au revoir, Buda / aufidersen, Krishna) en otra persona, estamos condenados al eterno retorno.

Es curioso que quienes confían en la reencarnación la evitan a toda costa, mediante ritos de libación y purificación anímicas, pues para ellos el infierno es nada menos que este mundo. Anulación del yo, de la vitalidad, para morir tranquilos, sin pena ni gloria, morir y nada más, para ver si a un dios se le ocurre que, por portarnos enteramente bien de acuerdo a su escala de valores, no nos devuelva a la Tierra y nos acoja para siempre, nimbados de laureles invisibles. Sólo acaso hay algo de interesante en la religión secreta que enfundan los tántricos en oriente cuya unión carnal, también anulación del yo a partir del placer sexual, es un “anticipo” de lo que nos espera en el otro mundo. En parte budistas, en parte hinduistas, los adeptos al Tantra nos han hecho llegar a voces, jadeos amatorios, la realidad jugosa de saberse dioses en la tierra: “Dios era uno –cuentan– pero tuvo que inventarse a otro para llegar al goce”.

La apariencia de la reencarnación, como la de un cielo y un infierno, sujetan al ser a conductas normadas y normativas, por el miedo que suscita el juicio después de la muerte. Un juguete tóxico es el karma: lo que ya debes y otros no han cumplido, lo que cargas nada más porque sí de tus vidas pasadas.

Siguiendo la lógica de la Reencarnación, nosotros debimos haber estado ya desde los orígenes del tiempo, en el cuerpo del gran Gengis Kan o vendido como esclavo en Roma. Será mejor que nuestro padre haya sido Julio César y no Cristo. O, por qué no, a lo mejor fuimos Mahoma, Rama, María Magdalena, Doña Perfecta, la entrañable Odette de Swann o Swann mismo. Aunque la mayoría de los creyentes prefieren no haber sido Nerón o Napoleón, porque piensan que su culpa a limpiar sería enorme y no les alcanzaría una vida humana para la esperada expiación. En fin, esto nos pone en algo que no cuadra: el número de humanos que han poblado la Tierra ha crecido en los últimos 500 años que parece absurdo, como muchas otras cosas que no entendemos de los dioses, enviar más vidas originales (sin karma, sin vida pasada) para hacerlos desvivirse en este infierno florido.

El error y el pecado son ideas humanas, igual que los mitos y las leyendas, imaginación y deseo por entender lo que pasa; aceptar el pecado es una actitud reducida, egocéntrica, aislada, porque la simple búsqueda por la autenticidad del ser, cuya única rectora es la Filosofía, ya presupone un cuidado entre el Uno y la otredad. En dado caso, Sophia, la sabiduría, sería la única deidad sin ataduras ni intereses ambiguos, ni siquiera con imagen humana, credos, sacrificios o veladoras para un altar. Eso me lleva a buscar, como José Saramago, la dimensión humana de los seres que se dijeron y contaron divinos. Imagino, como el portugués me contó en un libro, a José orinar en la mañana, salpicando el horizonte de un campo abierto, antes de fecundar a María; imagino así a Jesús adolescente repantigado en un pozo que haga de sanitario o a Mahoma escarbándose la nariz. Pero esto no debería alarmar, para nada. Incluso antes, los griegos, quienes dieron a Occidente, entre otras cosas, una manera de ver la divinidad (como la dicotomía de “cuerpo y alma” que adoptaron los cristianos) que les permitía soportar mejor el devenir humano y, entre chispas de luz y sombras, ser más sinceros: suponían que Zeus era igual de pasional y tramposo que cualquiera de los mortales (sólo que sin el peligro de la muerte). Envidias, celos, lujuria, soberbia, venganza, muerte atravesaron a los dioses en su ámbito sin tiempo, dividiéndonos a los humanos entre un decadente maniqueísmo, totalmente desprotegidos, a merced de sus caprichos.

Los aztecas resintieron la huida de Quetzalcóatl (por un error involuntario que cometió) y el fin de la espera a su regreso, acorazado en el cuerpo de los españoles; los mayas, según las antiguas leyendas del quiché, contaron cómo los primeros dioses, al vernos inteligentes después de varios intentos de creación, nos hicieron torpes, ciegos, con intelección limitada y corazón sensible. Capaces de amar, capaces de sacrificar por amor y benevolencia, agradecimiento por la vida. En la concepción cristiana Dios expulsó al hombre del Paraíso por desobedecer, e infundió el pecado original, el dolor de la madre al parir y el resentimiento del género masculino (semilla potencial del machismo); en cambio, los afanosos seguidores de la Cábala creen que fue el mismo hombre quien expulsó a Dios y por ese motivo buscan reconectarse con él, entablar conversación. Salvarse. Para los antiguos griegos, la maldad vino al mundo por aceptar la inteligencia, el fuego que robó Prometeo del Olimpo. En todos los mitos se cierne la creencia de que un bien no viene sin un mal a sus espaldas, creencia tan arraigada del pensamiento mágico en la que la suma de contrarios hace posible el movimiento.

Ya sé que toda fe consiste en cerrar los ojos y abrir el alma (signifique lo que tenga que significar), pero me parece que los predicadores empedernidos se lavan las manos muy fácilmente, usureros de la ley que le imponen a los niños cuando ya pueden hacer preguntas: “No cuestiones a tus mayores; no cuestiones a dios; no cuestiones el infinito”. Jugando con las emociones de los asistentes, la mayoría de los líderes espirituales reconoce que tienen cierta porción del mundo en sus manos si fraguan bien las mentiras o si comparten enérgico su ceguera, un halo de fantasía, patologías e indicios de esquizofrenia. Donde dicen tener fe, ven a Cristo en el reverso de una tortilla o en el culo indiferente de un perro (¡nunca sabrán de la pareidolia!). Frente aquello que no pueden entender anticipan la rodela de su magia, que nada cuesta, formada de hábitos constantes, repetidos, rituales. Bien decía un antiguo maestro de matemáticas: “Estudia diez veces la misma ecuación y terminarás aprendiendo el camino. Yo, por ejemplo, leí diez veces el credo y terminé creyendo en Dios”.

Blasfemo. La primera vez que escuché una blasfemia fue en la radio: “a Dios le pido que si me muero será de amor”. Era Juanes, en sus inicios, y me sentí un poco más relajado que en la provincia se escuchara un desafío en la que le piden a Dios (usando su nombre en vano) deseos carnales, deseos de adultos, pero que yo entendía, o creía entender. Me acuerdo que la sensación de tocar lo sacro y hacerles muecas a los santos se confirmó con una niña de primaria que se sentaba a mi lado y me cantaba esa canción la mayor parte de la clase. Se fue, como la Beatriz de Dante, para siempre, pero ésa es otra historia. Yo sólo dije, pero “decir es desear” escribe Ruy. Desire.  

¿Cómo reencarnar en el cuerpo del deseo? Supongo que en la vida pasada fui la corona de Carlota, la guillotina de María Antonieta, el hongo de María Sabina o la carnosidad de Mercedes Sosa. Fui cáustico, Maestro Limpio, Pinol y Suavitel libre enjuague. O fui un niño Dios, del nacimiento de tu abuela, fui el cáncer de una niña, el tumor que se extirpó del hombre cuando lo sacudieron en Cananea. (Ilumina y asombra el centelleo del disparo como el de una cámara fotográfica. Obtura el instante.) Fui el viento de Benito Juárez; es cierto, no le hice nada. Fui la orina de Miguel Hidalgo y después su aroma impregnado en los túneles de Guanajuato. O fui, Dios mediante, los cartuchos que lo fusilaron. Fui el fusil, la piedra, la fusta, la puerta y el fuego, los gritos, el error de Granaditas. O la concha de tu madre. Si no los clavos, fui el agua trocada en vino, Lázaro o el romano que devanó a Cristo. Grecia, Roma, Bizancio. La ola que acarició a Heráclito, la primera tragedia de Esquilo; fui el iceberg que hundió al Titanic, el fuego que consumió al Hindenburg, el que intentó asesinar a Francisco Fernando (maldita cápsula de ciunuro) y el cloro en las trincheras de la Primera Guerra. Fui Lenin, Trotsky y Stalin. Después la moneda de un capitalista nato. In God we trust. O más bien fui la última fuma del Che, la casa de campaña, la traición, La Higuera, Bolivia, 1967. El primer beso dado en la Tierra, eso fui.

Somos ciegos frente aquello a lo que no le prestamos la más mínima atención. O en otras palabras: corazón que no ve, se lo lleva la corriente. El amor es ciego, pero los vecinos no, corrigió Noel Clarisó. Enamorados del mundo, únanse. Pero nos gusta imaginar, ensoñar posibilidades. Son esas mentiras de ser otro, de parecernos a, de elucubrar dimensiones distintas a las impuestas por nuestra historicidad común y corriente. Las más grandes aventuras del arte iniciaron con un sueño, una idea, un desperfecto de la vida cotidiana. Todo discurso valioso para contemplarse en el Arte despega de una pregunta: ¿Qué haría el ser humano en determinadas circunstancias? Vemos a los héroes, castigados por el mundo, soportar los más grandes improperios.

Aun comprendiendo el azar, hay algo de atractivo en ser la mala calaña del pasado, un antihéroe, ser como Pito Pérez, borracho y pensador, o el Martín Fierro, que después de herido recogía sus tripas para seguir tirando a los cobardes en los morros insolados de la Pampa. Y aunque la historia contada por los burgueses condene, colme libros de Educación Pública con suposiciones y prejuicios morales, el único valor que sobrevive es la duración y causa de esa vida desaliñada. Para que dicha vida descomunal se cierna en los discursos del secreto a voces, lejos de la opinión caché y pública, lejos de los buenos modales, es necesario que demuestre una voluntad por la vida, en hacer y deshacerse, recrearse y obrar de acuerdo a valores únicos y superiores. Pero cada Pito Pérez en el mundo es un proyecto y, cuando no, un intento ahogado. Un sacrificio.

Pienso en Judas, en su traición, dirigida por el todopoderoso. Pienso en la prueba de fe que Dios encomendó a Abraham. En la resignación de Job, en las incertidumbres de Moisés. En Babel, Gomorra y las estatuas de sal. Pero más en Judas Iscariote. En el icónico musical de Broadway Jesus Christ Superstar (Jesucristo superestrella) vemos el momento en que Judas entrega a su maestro, convencido de que el hijo de dios en ese momento se comporta haragán y ciego. “Aceptaré, no vine por mi propia cuenta –canta Judas –, pero díganme que no seré maldito para siempre”. La historia se cuenta sola. Incluso así, el acto lo redime, acepta el extraño juego de los dioses.

Sólo porque el dios de los caballos debe ser un caballo y el de las moscas una mosca, guardamos correspondencia con la imagen que nos hacemos de los dioses y los extraterrestres. Las piedras callan, los ríos suenan; cuando te acercas y resuellas cerca de mi oreja, me cultivas en sueños de maldad, locura, amor y muerte. No tengas miedo. El tabú es un engendro del miedo que sentimos por imaginar lo repetido en otros cuerpos. Tabú puede ser que ahora mismo muera y regrese en el cuerpo de un joven, veinte años después, y así enamore a la hija del primer amor de mi vida, la que, suponiendo, no me ha olvidado. En dos cintas que traigo a la memoria, realizadas sobre este conflicto, los guionistas traicionan la tragedia humana, anulándolo: Señora, si atiende a su vida pasada ¿traicionaría a su hija para recuperar al amor que creía perdido para siempre, pero que la reencarnación hizo posible? Eso no lo responde el churro de The age of Adeline (2015).

Pero sí que hay otra, muy buena, del director Aki Kaurismaki: The man without a Past (2002, Un hombre sin pasado). Un golpe nos borra la memoria; se traduce en comenzar una vida nueva, con todo lo que implica, desde cero, sin moral, sin pasado, sin remordimientos, esto es: sin acomplejarse por el karma que ya no nos pertenece porque no tenemos conciencia de ello. Ciego el perro, se acaba la rabia. ¿Para qué, pues, revisar con los adivinos una supuesta vida pasada? Si fui la reina de Gran Bretaña a finales del XIX, supongo que no cobraré honorarios ni herencias ahora que soy un simple joven de provincia, viviendo al otro lado del mundo.

La conciencia nos hace responsables y nada más. Si olvido un daño hecho a otra persona, años atrás, aceptaré que no me dirijan la palabra pero no así la culpa, porque lo he olvidado y ya no significa nada. Si me olvido de rostros y nombres, soy ciego a ellos, olvido direcciones y teléfonos que antes eran imprescindibles para mi agenda. Lo mismo significa el sueño que la ignorancia natural. Ignorar es también parte de la habilidad para adaptarnos: si paso entre mil personas y a ninguna saludo para pedirle su número de teléfono, es porque sólo puedo invitar a cinco amigos a cenar a mi casa un sábado cualquiera. Por suerte, solución equidistante, cada uno de estos cinco invitados conoce a cinco más, y estos cinco a otros cinco, hasta juntar mil. De ahí que el mundo parezca un pañuelo, por los ínfimos grados de separación que nos comunican, influyen y desplazan.

Si somos humanos, seres sociales inmersos en un contexto determinado, que los dioses se encarguen por quienes no podemos hacer nada. Isaac Asimov escribió “La metáfora del cuarto de baño” para explicar el fenómeno de la sobrepoblación, porque si dos personas viven en una casa con dos cuartos de baño, entonces no hay problema, sino una libertad completa para usarlo, cuanto y como se quiera; pero, por otro lado, si viven más de veinte en el mismo lugar, entonces se establecen normas, estatutos que derivan en la prohibición de tiempo y uso particular (exclusivamente para lo indispensable). La libertad supuesta se anula, se acompleja.

La democracia entra en conflicto cuando más de tres personas desean usar el baño al mismo tiempo. De ese modo, nada puedo hacer por las vidas pasadas que me antecedieron. De una vez informo que no me salvaré para la otra vida, porque aquí hay mucho que hacer, mucho que disfrutar, al menos cien mentiras grandes y ornadas. Espero que el otro que viene, después de mí –según dicta la Reencarnación–, se encargue de mi vida y sufra o ignore los estragos pasados, pero se ría tanto que se muera de lo mismo, y nazca de nuevo para completar la carcajada en esta lerda, triste broma infinita. (¿También en la otra vida entendería a David Foster Wallace?).
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Algunas evidencias de reencarnación:





lunes, 1 de febrero de 2016

Miento, tengo la nariz grande

por Mario Note Valencia


A mi entrada, escamoteo la casa y afirmo: aquí huele a tamales. No podría cerrar la boca ahora. No culpe, señora, dueña de mis noches aciagas y consultas matinales en el diccionario de los sueños, a las circunstancias de la experiencia sino más bien a la Filosofía que, con masaje y oprobio, hace dialéctica sobre todas las cosas del Universo, como, por ejemplo, ese olor a maíz cuya causa primordial debe ser la sagrada olla de tamales. Sólo vine a molestarla un rato, nada más. Tiro la piedra y me voy; pero usted puso el motivo, usted envuelve mi materia, cariñosamente, como hoja de tamal (de mazorca o plátano, según el estilo y lugar donde cocine). Aristóteles hubiera dicho que el tamal es imagen de las tres almas, que nacen y mueren con nosotros: la hoja sería el alma nutritiva; la masa, el alma sensitiva; el relleno, alma racional.

Soy un “metiche”, como usted me llama, y vivo de la libre asociación de ideas. También dice que meto la nariz en todas partes. Tengo una objeción: habrá notado ya, por la sombra, mi natural fisiología. Mi nariz es desproporcionalmente más grande y llega antes que yo a todas partes, incluso a su corazón. Quizá por eso olisco demasiado, atravieso paredes, cruzo el puente antes de poner un pie en la escalinata, detecto el temor de los otros como los perros, y quizá, de nuevo, por la nariz se deberá que yo mienta, y mienta rico. Me gusta mentir que podría estar mintiendo ahora. ¿Qué le vamos a hacer? Bien me queda de consuelo ese extraño verso de Quevedo a Góngora: “érase un hombre a una nariz pegado”.

–Señora, le propongo un juego: si le digo que soy un completo mentiroso, ¿me creería suponiendo que por ahora estoy diciendo la verdad? Fíjese, si digo:
            “Todos los Mario son mentirosos”.
            Mario es un Mario.
            Y si Mario es un Mario, es un mentiroso.
          Pero suponiendo que dije una verdad, entonces no todos los Mario son mentirosos y este Mario ha echado una mentira. En fin, se trueca a una verdad desesperada, luego a mentira, verdad, mentira, verdad, etcétera.
            –Ay, cariño, hasta los tamales chistaron…
        –Guarde la calma, señora, las paradojas fueron inventadas sólo por ocio, sólo para incomodar la razón.
–Estoy considerando llamarte Mario Note Nasón, por Ovidio.
–¿Leerá El Arte de amar a mi lado?
–Cierra la boca, hijo, los tamales ya están casi listos.

Uno de mis mejores amigos también es narigón, pero más honesto. Es un loco, también, pero sincero. Dice la verdad desencarnada. Él, apasionado a los croissants, me compartió una máxima de Charly García: “Si tenés la nariz grande, hacé algo con ella, y no te encojas”. Y sí, desde luego, a veces lo mismo afloja que aprieta; lo mismo da curiosidad que aberración. Ese adagio, de inclinación “cínica y despreocupada”, aliñó la resistencia del rock argentino en tiempos de dictadura. Volviendo, a propósito, si se tratara de proporción, o “el hombre es la medida de todas las cosas”, no atribuyo estéticas informes del cuerpo con enfermedades socioculturales, o lo que digo es: miento y obro por cuenta propia.

La psicología social sugiere que los seres humanos mentimos incluso sin darnos cuenta. Engañamos al otro y, al hacerlo, nos engañamos a nosotros mismos; resolviendo la ecuación, prefiero ser el prestigiador. Prefiero ser la incógnita que el resultado. Y aquí difiero casi con todos, señora: desde mi punto de vista una mentira es una mentira cuando se conjetura para dañar. Yo no hago eso (no sé si miento ahora). ¿Qué peligro corre un viejo amigo al que le insuflé un recuerdo ficticio y alegre? Ninguno. A usted le gusta, por ejemplo, que describa las partes de su cuerpo como si describiera los buenos portes de la naturaleza.

El pasado es una moneda de dos caras: la verdad y la memoria. La memoria se construye como se recuerda un sueño. ¿Me llamarán hipócrita porque no pueda diferenciar el sueño de la vigilia en un estado de delirio amoroso? Falcitas somnis parit, o como dije: la falsedad engendra sueños. In vino veritas. La realidad se va de bruces. Meto las manos para protegerme la nariz.

Pero si se miente por diversión y sin perjuicio, daño alguno, y no tiene encrucijadas existenciales, o no comprende las razones de la hoguera, entonces es lo mismo que asistir a la plaza pública para escuchar al cuentacuentos, a una obra de teatro de carpa o a un espectáculo de ilusionismo. Se paga para que alguien más nos mienta, para que exageren la verdad. Como la publicidad, como las compras, como todo aquello que sirve para no pensar ni preguntarnos si ésta era la vida que deseábamos. Una vez, a los dieciséis años, conocí a un publicista nato, casi pordiosero, que me dijo secretos que escribiré en otro lugar. Me explicó, cuando intentó venderme un ladrillo como obra de arte, que para los grandes vendedores hay una gran diferencia entre la realidad (que se vende) y la verdad (que se entrega); para el comprador sólo existe la realidad, una necesidad injertada por el publicista, esto es: una obra de arte y no un simple ladrillo.

Ahora soy un ladrillero, sin la desventaja del sol y las jornadas a campo raso. Disfruto mentirle a su hija, a mi cuñado, a mi padre y madre, a mis hermanos. Me gusta porque al final dirán que se trata de mi nariz. Procuro, en todo, no jugar con los sentimientos, pero lo apuesto todo si de enemigos se trata en las mesas de un garito, si hay un cubilete de por medio en una taberna encumbrada de humanoides, falsos, como yo, que les he dicho tener un nombre, oficio, lugar, cualquiera.

Sólo guardo remordimiento con un hombre, diez años mayor, al que le mentí diciéndole que podía adivinar el futuro, que en mi vida pasada había sido, al menos tres veces, un gusano y un tahúr. El alcohol se nos había subido a la cabeza, escupíamos ensueños, babeábamos pesadillas. Me acordé de Villoro y un cuento, en donde dos hombres apuestan el sueño de sus esposas o algo por el estilo. Él me apostó que podía ganar una pelea. Le dije que no lo intentara porque perdería. Fue por una linda muchacha de la barra y, al parecer, un exmilitar la acompañaba. El resto es, precisamente, una nariz rota. Me fui al hotel, solo, en una cobarde noche del Distrito Federal.

No juego con los sentimientos porque es aburrido, porque todo el juego de descalabrar la realidad se anula con el llanto. Yo por eso chillo tranquilo de martes a jueves y de seis a siete de la tarde, para “no llorar de amor” y sinsentido los otros días de la semana. A la gente le gusta que le engañen sin peligro, no que la hagan llorar. Debería dedicarme tiempo completo a este deporte del lenguaje, abrir una clínica, tener sesiones prolongadas con hombres sin punto fijo ni proyectos, de sueños mutilados, con mujeres corneadas, y corneadoras, con niños y adolescentes aficionados a los cuentos de hadas, con todos, para así romper la monotonía de sus miserables vidas cotidianas. Les gusta que por su oreja escurra un elogio como caricia.

Por todos lados se cuecen habas. En los trópicos por lo general se hacen tamales cada dos de febrero en honor al fin de la cuarentena de María. Igual aquí y allá, en oriente y occidente mexicano, se dilata la verdad por el calor. Calienta cabezas de los jefes y los capos, o las armas se disparan solas en las calles. Los cuerpos gotean, como la sangre, se bañan dos o tres veces al día con la verdad. Como globo, “pesa menos y sube más”, la mentira. Se pincha la indulgencia. Entre tanta verdad sobria del mundo, la mentira es un refugio. Pregunte a los poetas. Sospecho que al final se trata de un problema del lenguaje: si digo que la silla es roja, pero por una disfunción visual no detecto que es azul o que ni siquiera existe (ni lo rojo ni la silla), entonces miento por naturaleza. Los animales hacen trampa para acechar a su presa. Miento cuando le digo, señora, que a usted la quiero un poco, aunque la quiera mucho.
           
–¿Quedaron buenos los tamales?

–En esto no me engaño, quedaron ricos.