miércoles, 26 de febrero de 2014

Ciudades subterráneas

por Montse Jiménez


No hace falta ir al otro lado del mundo para contemplar una. Aunque efímeras, emergen a la superficie todos los días, a cualquier hora y en cualquier lugar. Mientras esperas el autobús, o incluso camino a casa, puedes jugar a descubrirlas. En tu cuarto puede brotar una sin previo aviso; también en la cocina.

En épocas de lluvia su enemigo mortal se esconde, ellas salen por todas partes. No sólo se pueden apreciar más nítidas, sino que posan por un tiempo más prolongado, más hermosas que nunca. Este fenómeno sólo ocurre en esa época. A pesar de esto, sus intentos por ser vistas fracasan, las personas huyen de ellas, no quieren ni voltear a verlas, por alguna razón les tienen mucho miedo, o asco, o las dos cosas.

Los pequeños niños sí voltean a verlas, juegan mucho con ellas, es motivo de alegría y satisfacción poder ver una. A veces eligen la más grande para poder adentrarse mejor y tener por dónde andar, sin embargo no del modo que ellas esperan. Sus pequeños piececitos las aplastan una, otra y otra vez hasta que sus madres, enojadas, los regañan por jugar de ese modo tan brusco (aunque muchas veces continúa la tortura hasta el aburrimiento), entonces la mujer las restriega una, dos, tres veces y derrumbarlas por completo. Es por esto que están en peligro de contemplación.

Cuando tengas el placer de encontrarte con una, trata de identificar a la persona que habita ahí, que te mira curiosa, obsérvala lo mejor que puedas, porque no sabes cuándo decidan sucumbir ante nuestra civilización tan agitada, dejando sólo los restos de lo que alguna vez fue una ciudad subterránea.

martes, 18 de febrero de 2014

Recorrido fértil

por Rafael Frank


Sobre la superficie inquieta del café, puede verse el reflejo del luto, el vapor tenue que no se altera cuando el efecto luminoso reposa sobre él. El sonido del jazz inunda desde su resplandor, como luz atravesando un ágil humo morado, entre cada intervalo de nudos y volutas nos comenzamos a rodear de plasma. La melodía colisiona en las paredes, el efecto reparte las notas, caen al suelo, impregnan las suelas de los zapatos que caminan en este concierto, los espectadores reparten el polvo de la música por las aceras y cruceros, allí dejan esporas para los automóviles, la ciudad se tambalea en campanadas, el viento es el encargado de remover el sonido y volatilizarlo.

En la noche el rocío asignará a cada roca una melodía. Durante el frío más oscuro, entra el jazz por las ventanas, se deposita con calma en los pulmones, los ronquidos ahora están en los saxos barítonos, en las exhalaciones el saxo alto se apodera de la primera voz y de los insomnios, la disonancia es neblina matutina.

Por unas horas los pasos del jazz están cubiertos por la capa espesa. La niebla es humedad, el rocío es humedad, el vapor es humedad, una masa de punteos en la visión de quienes permanecieron velando la noche y anhelan los sueños. En el amanecer descansan los restos mojados del jazz, y en otras curvas del mundo, el sol nos entrega su óptica rojiza, dedicados a los primeros tintineos de las recientes pupilas encandiladas. La liturgia árabe entra en el cenit, los últimos vestigios húmedos del jazz se conectan con el vapor que explora las superficies inmutables del café. La música comienza, nueva.