martes, 12 de abril de 2016

Los pensamientos picapedreros

por Mario Note Valencia


Voltaire lo dijo claro: es bueno saber que no siempre pensamos. Mentirosos los que digan “yo siempre estoy pensando”. Pensar, lo que se dice pensar, pues no. A veces, por los duros o suaves estímulos en nuestro devenir cotidiano, como transitar una calle atestada de personas (vendimia, cocina y algarabía), no discriminamos arteros ni ponemos verjas alrededor de todo lo que viene a la cabeza. Hablo de los pensamientos indeseables, los picapedreros.

Los pensamientos son íntimos, naturalmente, como canteras informes de nuestro paisaje mental. Nada hay que se haga público a menos que le apliquemos el verbo, oral o escrito, aunque siempre nuestra boca se quede corta por “el peso del peso que hay que poner sobre la lengua” (Paul Valéry). Existen los momentos puramente mentales en donde las emociones pasan por la asimilación de imágenes y formulación de juicios, como la nostalgia de volver a algo o a alguien, a la experiencia de la calle abigarrada, a la añoranza del tránsito pasado entre los tenderos del mercado y la mano inquieta del amante, valuando ciegamente, con el pulso del pecho apasionado, lo que debe seguir en la memoria.

Existen estos pensamientos de las causas perdidas, aquellas idas y venidas sobre asuntos pequeños de la vida diaria: molestarse, por ejemplo, porque se nos ha manchado la camisa justo antes de salir de fiesta. Dudo que nunca nadie se haya molestado por cosas que después las sabemos insignificantes; si no fuera el caso y alguien más lo niega, que lo diga ahora para ensartarlo en la Hoguera de los Engreídos.

Yo también me hurgo la nariz cuando nadie me ve, con la rara constancia con que pierdo la cabeza atendiendo dilaciones que no valen la pena. Me digo un “vaya, esto no debería importarme”, pero cómo le gusta a mi memoria embadurnarse, trayendo a colación (y colisión) escenas de la vida diaria fustigadas por la imbecilidad de los hombres (la suya, por ejemplo; la mía, incluso, más, todavía).

Un método (inestable como la belleza) para no pensar ni gastar energías con pseudoproblemas, consiste en ocupar el tiempo en actividades que impliquen movimiento físico o, por otro lado, enfrentar espiritual e intelectualmente el asunto en un estado de suma reflexión; sin embargo, las cosas, cuando están irresolutas o demasiado calientes, pueden salirse de control si tenemos la mala idea de ahondar en el escollo sin filos ni navajas.

Profundizar en la basura sólo asegura lo difícil que será asearse de nuevo: me refiero a la vagancia de andarse en fútiles dilatorias. Es cierto que merecemos enojarnos por la camisa recién manchada antes de salir de fiesta o porque alguien más arruinó nuestra comida, pero es preferible irritarse en secreto (como hurgarse la nariz) si está en juego evidenciar públicamente nuestro mal gusto de desfigurarnos por cosas que no valen la pena.

So, za-zá, fiu-fiú, frac and crack, my darling team, ¿qué cosas sí valen la pena? Bueno, tanto así como apenarse y que nos guste, no. Valer la pena supone un sacrificio (esto es: engrosar las energías para exprimir el pensamiento), y si algunas almas, un poco torpes y quejumbrosas, de ésas que lloran antes del golpe, buscan y encuentran indulto en donde nunca hubo infamia, no hay manera de considerar adecuado aporrearse con pesos ligeros.

La realidad es que por estos pensamientos de albañal, cestos y cloacas, se pierde el sueño y se malgasta la noche. Picapedreros: las canteras falsas sólo expiden polvo y ocupan espacio en el paisaje. No se lee, no se escribe; la boca advierte cuando su dueño no la doma y despotrica desnortada. Lo mejor es tomar una siesta. Si, en cambio, los pensamientos no dejan dormir, entonces ponerse de pie, hacer actividades que, como dije antes, impliquen movimiento y cansen el cuerpo hasta que dormir sea inevitable, como salir a caminar o darle una mano de gato (esperen, los gatos tienen patas, corrijo), una pata de gato a la bicicleta, los zapatos, la repisa.

Una vez que conciliemos el sueño, nuestra cabeza se desinflará de fiebre, descansará en el paraíso. Hay personas que encuentran soluciones en el sueño o placer en ausentarse de la ruda vigilia, esto para que pase el tiempo y se apaguen las brasas de la pasión (no del amor, sino de las otras pasiones deletéreas como la venganza, el rencor, la ira, los celos, la envidia, etc.).

Endemoniados pensamientos: a ustedes habría que saber domesticarlos y que sirvan en la Hacienda de Nuestra Patética Diatriba. Lo mejor, pues, en todos los casos, es no bajar la barbilla y azotar al toro que entra resoplando furia en nuestra tienda de cristales. Ponga usted –como diría el médico veterinario– a ese chango molesto en el zoológico, quíteselo de la espalda, pierda peso. O haga como yo y mis amigos del Club de los Degenerados: llame a alguien y meta al diablo en el infierno.