lunes, 27 de febrero de 2017

Valeria es Valentín (o por qué ser es mejor que y)

por 
Mario Note Valencia



La palabra es la sombra del pensamiento. Un pensamiento que nace y se nutre de la emoción vital. Una emoción sensible y domesticada en los atrios de nuestra vida cotidiana. Puesto en el origen: el mamut es la experiencia y el verbo es nuestro puro intento de cazarlo.

*

Regreso a las imágenes de mi infancia. Me veo de 9 años. Una mañana cualquiera. Una escuela primaria. Pantalón tinto, camisa blanca, cabello corto. El salón es, para mi ensueño, proporcionalmente correcto. Igual las mesas y las bancas. Los techos son altos y mi profesora chaparra, pero bonita. A mis compañeros les gusta la maestra. A mí no, no me gusta para nada. Yo la veo como mi segunda madre; la escuela, una segunda casa.

Cuando no ponemos atención al pizarrón, mis compañeritos y yo platicamos entre nosotros. Si la maestra nos regaña, entonces bajamos la cabeza. Aburridos. Rayamos garabatos en la última página de nuestro cuaderno. En silencio, el garabato se convierte en un corazón. Maltrecho. Escribo dentro el nombre de la niña que me gusta. Los demás también hacen lo mismo. Desconozco si las niñas... Yo creo que sí.

La maestra dice que “ahorita vuelve”, pero todos sabemos que “ahorita se va”. Sin moros en la costa empiezan los desmanes. A mí me encanta reír con las ocurrencias de los demás. El chico que no ha vuelto del baño y el resto dice que se lo ha tragado la taza. La chica que envía besos a discreción y te pisa los zapatos nuevos: pa’ que te duren. El chico que juega con el control de los ventiladores. Mi vida amenazada: esperando el momento en que van a caer, por viejas y defectuosas, las hélices sobre nuestras cabezas.

En diez minutos pasa de todo. Son más salvajes los niños de la escuela primaria. Uno ahorca a otro, sin apretarlo mucho. Un juego que a veces incomoda, o molesta; un juego que divierte al abusivo. Hay quien se roba los lápices y los esconde en su mochila. Otro que en un momento de distracción general avienta los abrigos a los ventiladores. Es divertido, sí, pero ése ha sido mi abrigo que ha salido volando, como mi vida.

En un minuto de silencio y reflexión los hombrecitos nos reunimos alrededor de una mesa. Las niñas no saben lo que tramamos. Es mejor que no lo sepan. Inspeccionamos juntos las páginas prohibidas del libro de Ciencias Naturales. Dos dibujos: una mujer y un hombre. Completamente desnudos. Damos vuelta a la página. No comprendemos el interior laberíntico del aparato reproductor femenino. Es un dibujo. Es un misterio dibujado. Pero es cosa de hombres, o eso dice el ahorcador certificado del salón (al que hay que decirle que sí, tiene razón, para que no nos ahorque). Entre risitas nerviosas y pensamientos precoces, cerramos el libro. Ha sido suficiente. Volvemos a la jungla.

Ahí viene la maestra, grita una chiquilla. Todos corremos a sentarnos. No era verdad, nos ha timado.

¿A quién le haremos la maldad el día de hoy? Los ahí reunidos pensamos en Valentín. Él ha salido a comprar a la cooperativa. Mi camarada de mesabanco me da el gis de la maestra. Hazlo tú, me dice, y él y otros se ríen en complicidad. Yo sólo dibujo el corazón, les digo. Entonces voy al pizarrón. Éste es mi día, pienso. Lo he practicado durante muchos días en mi cuaderno, aunque he olvidado perfeccionar la técnica. Dibujo un corazón. No me sale a la primera. Borro con mi mano lo que parece un pulmón y vuelvo a intentarlo. Listo. Ahora sí. Le devuelvo el gis a mi camarada, y él escribe “Valentín y Valeria”. Indiscretos volteamos a ver a Valeria. ¿Sabrá que es del gusto de Valentín?

Regresa Valentín. Se muere de vergüenza. Se enoja con nosotros. Un enojo que no durará mucho, porque somos niños, no rencorosos. Además, por decirlo de alguna manera, le ayudamos a dar el primer paso: la aceptación pública de su amor secreto. Valentín, sonrojado, borra con su mano el designio amoroso, borra “Valentín y Valeria” pero olvida borrar el corazón que dibujé. Mis amigos y yo sabemos que se ha abierto la Caja de Pandora: empezará una guerra de confesiones de secretos. ¡Qué bonita guerra, al fin! Pero qué bochornoso, porque Valentín sabe todo de nosotros. El maldito sabe que me gusta la mejor amiga de Valeria. A lo mejor yo soy la siguiente víctima y lo peor es que puede ser en cualquier momento. Cuando vaya al baño y la maestra se haya ido. Cuando vaya por el abrigo, quién sabe, a lo mejor cuando me ocupe en revisar otra vez el misterio del aparato reproductor femenino.

*

Los años han pasado. Quince años, nada más. Recibo en mi casa una invitación para la boda de un tal Valentín y una tal Valeria que conocí hace muchos años. Quince años, ha. Al final, cómo son las cosas, lo que escribimos en el pizarrón cuando niños, cuando no sabíamos nada, cuando no había manera de saber que la infantil maldad se convertiría en el único acierto de nuestro futuro, entre otras tantas cosas que siempre nos dijo la maestra sobre cómo funcionaba la vida, de dónde venían los niños, pero que, al final, otra vez, no resultaron tan ciertas ni tan prácticas. Y aunque el amor es complicado, la edad de mis 9 se reduce a esta pequeña tarjeta blanca.

Dentro de la tarjeta se especifica la fecha, hora y lugar del evento. El templo, la misa. Los padres y los padrinos. Mi nombre en el espacio de invitados. La parte inferior es ocupada por un marco de guirnaldas y en el centro un corazón de plata. Anuncio amoroso: “Valentín y Valeria”. Entonces pienso en el grado de acercamiento que supone la conjunción “y”, y si acaso existe una mejor manera de traducir, fielmente, en palabras lo que nos dice ese gesto juguetón de enamorados. No quiero la sombra del pensamiento, quiero el verbo, el mamut, el laberinto resuelto.

Para el caso me dirijo a la poesía. En la poesía una metáfora efectiva no consiste en decir que algo es “como”, sino sencillamente “es”. No es lo mismo decir “eres como la poesía” que “eres poesía”. Tampoco “el agua es como un espejo” que “el agua es espejo”, o más todavía: “agua, espejo”. La pequeña y precisa partícula “es”, bien usada, puede ser más poderosa, en el caso de Valentín y Valeria, que la conjunción “y”.

La conjunción “y” adiciona, une, pero en su unión, aparentemente inmediata, existe un lapso, una duración, una, pues, pequeña separación, por más que sea dúctil, suave o condescendiente a las formas espaciales del tiempo y su lectura. Entiendo que el orden de la oración es sólo azar, pero también es ocioso adivinar si todo fue por simple efecto fónico y conveniencia: “Valentín y Valeria” o “Valeria y Valentín”. ¿Cuál suena mejor? ¿Qué orden es justo y bellamente estético a la vez?  Mi respuesta la doy con el verbo ser, para este caso: “es”.

Ser, que no es parecer ni semejarse, que conserva el poder de la metáfora. Poesía. Entonces corregimos: “Valeria es Valentín”, “Valentín es Valeria”, que en mi opinión el orden ya no importa porque son equilibrio y sobre todo unidad. Que lo que Dios una, no lo separe el hombre. Ya me adelanté a la misa.

Considero positivas todas las ensoñaciones que la nueva construcción gramatical provoca. Aunque también implica responsabilidad con respecto a la metafísica aludida. Pues uno ya no es sin la otra, y viceversa. Dos seres que por fin encuentra su porción de paraíso.

La boda de Valentín y Valeria me recuerdan las nupcias entre Ares y Afrodita. Vuelvo al tiempo original. Hoy: Valentín es Valeria. A veces nos toca ser Eros (es decir Amor-Cupido, hijo de Afrodita) con el gis que usé como una de sus flechas y el pizarrón como mi lienzo. Y, ahora que lo pienso, quizás por eso nunca me gustó la maestra de mi escuela: ella que era la misma Diosa del Amor. Encarnada. Un misterio.


sábado, 25 de febrero de 2017

De música y metralletas

por 
Mario Note Valencia


Los antiguos griegos sugerían no decir nada para no caer en el error. Otros apuntaron que es más sabio el que no responde o el que sabe guardar silencio. En todas partes sabemos que frente momentos dolosos de terceros es mejor no decir, como los griegos, nada. Y tanto se ha advertido como para que dicha sabiduría popular no llegue a oídos de los funcionarios públicos: el pasado viernes 17 de febrero, sin aviso previo ni propaganda, una banda sinfónica de la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA) orquestó música en vivo en un centro comercial (al norte de la ciudad) y después en el Jardín Principal de Colima.

¿Cómo nos enteramos? Fue una sorpresa. En redes sociales se transmitió en vivo la hazaña musical de los militares. Miles de “likes” y “corazones rendidos” llovieron de todas partes de Colima. Unos llegaron a lamentar no estar ahí presentes; otros pocos, sin embargo, opinaron distinto. Ya advierto que con lo que diré a continuación iré en contra de la opinión de miles de personas (en contra de mi propia gente) a las que se les hizo agua la boca cuando vieron y escucharon esta semblanza (extraña) de militares tocando instrumentos.

Lo del viernes 17 de febrero ha sido, culturalmente hablando, un error. Un error que peca de inocencia e ignorancia. Un error garrafal y, sobre todo, de mal, muy mal gusto. Todo empieza a tener este sentido si ponemos en contexto la actuación de los militares: Colima tiene dos de los municipios más violentos del país (Tecomán y Manzanillo) y no hace más de un mes que, al menos en Tecomán, han llovido retenes de la SEDENA en todos los puntos de entrada y salida del municipio. Incluso con esta vigilancia la violencia no ha cesado y, para colmo, el mismo día de la llegada de estos refuerzos militares hubo secuestros a escasos kilómetros de sus puestos de control.

El error no es para nada de la SEDENA ni de los infantes que cumplen la labor que se les manda. Y digo que no es de la SEDENA porque ésta responde a los mandatos del Gobierno Federal, el mando superior que decide sobre toda la fuerza armada en México. Creo que fue en el año 2009, o antes, cuando el presidente de entonces, Felipe Calderón, sacó a los militares de sus cuarteles para patrullar las calles. La culpa de tantas violaciones a los Derechos Humanos en manos de los militares ha sido responsabilidad del Presidente de la República: en ningún momento se dijo que los militares se habían formado para detener ladrones callejeros o calmar manifestaciones, ellos, claro está, se formaron para defender a la nación en caso de una intervención extranjera, no para hacer lo que a otra fuerza judicial le corresponde.

Recuerdo que una de las campañas políticas de Andrés Manuel López Obrador era empezar a vaciar las calles de la vigilancia militar, propuesta que favorecía tanto a los ciudadanos como a los mismos militares que pierden la vida por una lucha que no les pertenece, o por las barridas y tropezones de la corrupción que los mismos políticos cometen. Eso propuso López Obrador para tener otra facción popular más de apoyo y ganar las elecciones presidenciales del año 2012; sin embargo, hubo un secreto a voces muy poderoso que, aunque fuera el hilo negro, me imagino que ayudó a Enrique Peña Nieto a ganar la presidencia.

Enrique Peña Nieto representaba el retorno del PRI y con él, dijeron muchos en secreto, vendría la calma, el reposo de las armas. Y ese bajar las armas significaba que ser policía o militar ya no sería un trabajo de riesgo. Pero vamos a ser claros: con el PRI en el poder, la corrupción iba a fluir sin sangre derramada, es decir que el narcotráfico no se vería detenida por la vigilancia militar y, en consecuencia, poco a poco (eso se supuso) la SEDENA se retiraría de las calles, aunque las operaciones militares en la sierra, claro está, serían una simulación pre-programada para la propaganda social y política: “decomisaron droga, quemaron plantíos”, pero detrás de cámaras tanto productores como capos entenderían que era parte del trato (teatro), como se hizo, especulo, antes de que Felipe Calderón alborotara el panal.

Desde el 2012 al presente (2017) el escenario no es ni un poco de lo que se esperaba. Es mucho peor. Les explotó la palomita en la mano a capos y políticos corruptos. En consecuencia, el negro plan maestro priista se ha ido al caño y todos los ciudadanos (civiles y uniformados) la estamos pagando caro. La justicia es, era, fue… Inocentes y culpables, la violencia también es ciega. Y no veo para cuándo se vaya a acabar.

Entonces, volviendo al tema, cuando vi la participación de la banda sinfónica de la SEDENA, hace una semana en Colima, no pude más que pensar: qué clase de perversión es ésta. Supongo que Secretaría de Cultura, coludida con el Gobierno Federal, quiso dar una “buena impresión” de la intervención militar en el Estado de Colima. Pero incluso esta acción desprovista de malas intenciones es contradictoria: ¿qué hacen los militares tocando instrumentos cuando les hacen falta refuerzos para detener la violencia en Tecomán y Manzanillo? Bueno, en sentido estricto eso es lo que se lee entre líneas, y hace falta ser pendejo para no darse cuenta.

Repito: estoy seguro que en dicha programación cultural no tuvieron que ver los militares y que el responsable de los músicos sólo respondió a los oficios del Gobierno Federal (como demanda la Constitución). Sé que dentro de la formación militar en México no todo es “apunta y dispara”, pues incluso existe una escuela militar gratuita que ofrece licenciaturas e ingenierías. El problema radica en que plantaron su concierto artístico y popular en un momento inadecuado, y no porque no sepan tocar (sí saben) o porque no nos gusten los conciertos, sino porque concuerda con el evidente fracaso del Gobierno por tratar de detener la violencia.

Buena imagen la de Octavio Paz con respecto a la poesía: el arco del guerrero y la lira del que canta. Terrible conjunción cultural: el uniformado… con trombón y metralleta.

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Fotografía de Juan Carlos Cruz. Soldado mexicano cargando los cascos de sus compañeros caídos en la emboscada de Sinaloa (2016). Yo me pregunto, como en muchos otros casos: ¿era realmente necesario todo esto? 

jueves, 16 de febrero de 2017

El actor

por José Calderón Mena


El oficio actoral es una de las disciplinas artísticas que han acompañado al ser humano a lo largo de toda su historia.

Con toda seguridad tiene su origen en los juegos infantiles. Antes de aprender a leer y a escribir jugamos a actuar y a dibujar. Todos somos pintores y actores y ejercemos gozosamente esa libertad que vamos perdiendo con los años.

Tal vez perdamos el interés o la destreza para el dibujo, pero seguimos actuando a lo largo de nuestra vida según sea el interlocutor que tenemos enfrente: somos uno delante de nuestros padres, otro delante de nuestros hijos, de nuestros jefes, de nuestros amigos, etc. Es un comportamiento inconsciente pero real, no necesariamente poco auténtico sino humano.

Cuando se tiene el gusto o la vocación por el ejercicio dramático, el actor debe someterse a una serie de técnicas para aprender, hacer propias, toda una gama de emociones humanas, y poder transmitirlas al espectador y que éste las perciba como auténticas.

Se dice del actor que es un ser humano inadaptado y neurótico, inconforme de ser quien es y por eso quiere ser siempre otro.

Dice Albert Camus: "El actor es un ser existencial: mientras está en escena está vivo, fuera del escenario, sin empleo, está muerto. El actor es un ser absurdo por excelencia que, no contento con llevar a cuestas su propia piedra, carga con las de todos los personajes que representa, sólo vive mientras pisa las tablas del escenario".

Nada más cierto y más cruel: el proceso artístico creativo del actor es él mismo: es su propia hoja en blanco, su propio lienzo vacío. Cuando culmina su creación, se desvanece.

Recibe el aplauso a su esfuerzo, el reconocimiento a una catarsis momentánea y desaparece.

Existen en la memoria documental y colectiva los nombres de los grandes dramaturgos: de Sófocles y Esquilo hasta Shakespeare y Lope, de Moliére, de Ibsen de Miller, de Williams, de todos; pero ¿quién recuerda a los actores? El cine y las autobiografías nos reportan algunos, pero la mayoría está en el olvido, a pesar de ser la pieza más importante en una representación teatral.

Lo dijo hace años Jerzy Grotowsky en Hacia un teatro pobre: "Para que el teatro exista puede prescindir de casi todo: de obra, de local, vestuario, maquillaje, luces, tramoya, de todo: menos de un actor y un espectador”.

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Fotografía de Javier Lester Abalsamo

lunes, 6 de febrero de 2017

Pequeñas noticias del rumbo

por Avelino Gómez


A dos calles de mi domicilio, en la fachada de una modesta casita de una planta, alguien colocó un colorido cartel rotulado con grandes letras. En él, se oferta un servicio a los vecinos. El anuncio, textual, dice: “Se ensayan valses a domicilio/ Informes aquí”.

Podría jurar que el cartel no estaba ahí la semana pasada. Si acaso lo colocaron hace dos o tres días. Es tan visible que toda persona que camina, o pasa en coche por esa calle, no puede evitar leerlo. En mi caso, ha sido un poco peor: no consigo alejar de mi memoria la imagen de ese letrero. El cartel no ha parado de bailar un eterno vals vienés en mi cabeza desde hace dos días.

Supongo que, para quien colgó el letrero, el impacto-beneficio será fuerte, porque los habitantes de mi colonia tienen una notable proclividad a celebrar los quince años de las jovencitas en fiestas que ameritan cerrar calles. Se añade el hecho que las celebraciones son sonorizadas con treinta bocinas que emiten un sonido horrible y repetitivo y que, a juzgar por el comportamiento de la gente cuando lo escucha, es música bailable.

Por entendido no daré detalles de la cantidad de mesas y sillas que se instalan, de banqueta a banqueta, sobre el arroyo de la calle. Pero imagino que ahora, gracias a los servicios de alguien con espíritu emprendedor, las fiestas de Quince Años lucirán más formales y bonitas, haciendo que la celebrada ejecute, acompañada de sus damas y chambelanes, un vals de 30 minutos. No me quejo, seguramente esto es una especie de avance.

Pasado el tiempo, a las mamás de las quinceañeras se le prenderá el foco y decidirán que danzar un vals en la calle no es algo propio para una jovencita que recién se incorpora a la vida social de los adultos. Por consiguiente, es probable que las mamás de las jovencitas quinceañeras optarán, en el futuro, por organizar el ágape en salones de fiestas, los cuales, dicho sea de paso, tienen grandes y lustrosas pistas de baile.

En nuestra colonia iremos pues mejorando la convivencia vecinal, gracias a la persona que ensaya valses a domicilio. Y ahora me pregunto por qué a nadie se le había ocurrido antes ofrecer un servicio así. Veamos: según el último censo del INEGI, en nuestra zona postal tenemos, por cada cuadra, un promedio de 22.5 jovencitas a punto de cumplir quince años. Ese es un potencial de mercado y clientela notablemente alto. Las oportunidades para emprender negocios relacionados con los servicios a fiestas de quinceañeras son sumamente alentadoras. Y, como ya lo he dicho, esta es una colonia esencialmente fiestera y cada uno de sus habitantes cultiva un marcado gusto por el baile, así sea de pasito duranguense.

Según los descendientes de las familias fundadoras, cuando se empezaron a edificar las primeras casas del rumbo y se hicieron las excavaciones de cimentación, los albañiles encontraron, casi a flor de tierra, figuritas de barro que representaban a dos perros calvos bailarines. Claro, esas son piezas prehispánicas que abundan en la región, pero los vecinos aseguran que aquí, en nuestra colonia, “estaba la mera mata” de quienes criaban perros con el único fin de enseñarlos a bailar. Por eso, apuntan, la nuestra es una colonia bailadora, y no pasa un fin de semana sin que se cierre alguna calle para hacer una fiesta.

Por mi parte, digo que vivir aquí es como habitar el set de filmación de West side storySi a algún director de cine se le ocurriera hacer un musical, creo que no encontraría mejor locación que esta colonia. Al momento que escribo esto, por ejemplo, los vecinos ya cerraron nuestra calle y han instalado un sofisticado equipo de sonorización. Por supuesto, tendremos fiesta y baile. Si justo ahora me asomara a la acera, vería que allá afuera todos caminan a pasitos pausados, mientras truenan sus dedos rítmicamente.

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miércoles, 1 de febrero de 2017

Netflix es para criminales

por Mario Note Valencia


Netflix es un servicio en línea de paga que ofrece entretenimiento cinematográfico. Entretenimiento legal que los clientes pagan para no acudir a la piratería y librase de la culpa moral. Sin embargo, a pesar de que, por ejemplo en México, su alcance esté sobre ClaroVideo (de la compañía Telmex) y Bling (de Televisa), no es una maravilla redonda ni imprescindible. Así que procuraré responder a la pregunta: ¿vale la pena tomarse la molestia de volverse cliente de Netflix?

1. Publicidad involuntaria
Antes de empezar, es curioso que la palabra Netflix (usada como sustantivo) haya entrado en el argot popular, después de la palabra Facebook y Google (ésta sobre todo es verbo: ‘googlear’), para designar un tipo de entretenimiento desde casa. Si Facebook suplanta los encuentros interpersonales y Google las bibliotecas, entonces Netflix se ubica en donde antes estaba la televisión, el cine y los video-centers. Su mención no solo denota la demanda de un servicio, sino la resignación de pasar un fin de semana mirando películas que de fiesta con los amigos. Parece que todo lo que tiene que ver con internet significa suspensión de la realidad, soledad e individualismo.

2. El catálogo
Como sea, empecemos por aclarar que el catálogo de Netflix es limitado. Pero, ¿es bueno y sustancial ese catálogo? Dependiendo del público que lo consuma. Este público ideal es el mismo consumidor habitual de Youtube, quiero decir: el público diverso, popular, apantallado, el público que no impone criterios de selección y que no tendrá que cuestionar el catálogo repleto de películas, cuando no “pasables”, sosas y malísimas tipo Canal 5 y Azteca Siete de la televisión mexicana. Lo que sí veo diverso es la lista de series televisivas que requieren cientos de horas consumirlas y que, por lo tanto, crean la retención del cliente durante algunos meses (o años, porque seguirán agregando nuevas series y nuevas temporadas).

3. La censura
Desde el punto de vista de retención del público, veo a Netflix como una inversión: el cliente siempre esperará nuevo contenido. Sin embargo, los amantes del arte cinematográfico deberán guardar su tarjeta de crédito y abstenerse. Ya lo digo: Netflix no está hecho para ustedes. No querrán saber que Netflix-México censura escenas (las suprime, sin previo aviso mutila las películas) y los subtítulos son una gran estafa. Para aventurarte en las contadas películas “buenas” que toda persona debe ver, se debe de saber algo de inglés y no fiarse de los subtítulos santurrones. Pero, bueno, ya es grave y decepcionante la censura.

4. El doblaje (no disponible en todas las películas)
Dos puntos malos hasta ahora, o mejor dicho tres puntos execrables: 1) catálogo pobre, 2) mutilación de películas, 3) censura en los parlamentos del guion original. Eso sin hablar del mal gusto que es ver las películas “dobladas” al español, aunque entiendo la queja de varios usuarios: las películas “buenas” no siempre tienen la opción del doblaje, pues existe un gran número de personas con mala visión (por genética o por edad) que la única opción rentable es ver las películas dobladas. Otro punto a desfavor.

5. O todo o nada
Agreguémosle que el catálogo de Netflix-USA es mucho más extenso y nutrido que el de Netflix-México. Es lamentable entonces que el motor de búsqueda de Netflix reconozca la existencia de películas en su catálogo pero que no estén disponibles para todos los países.

–It’s a joke, bro?
–No, man, it’s the fucking reality.

Subtitulado por Netflix:

–¿Es en serio?
–Sí, es la verdad.

(¡Joder, tío!)

6. Netflix fascista
En manos de sus traducciones y doblajes, Martin Scorsese pinta mafiosos sumamente pulcros y respetuosos en su manera de hablar. Me enteré que censuraron escenas de David Fincher y me abstuve de ver otras películas para no ser víctima de la censura netflixiana. No quiero imaginar que han estafado a mi amigo que me pasó su cuenta para usarla, no quiero pensar que la empresa elige lo que yo debo de ver y cómo debo verlo. Netflix fascista. Y frente a esto, tengo una coartada: abandono Netflix y me convierto en el corsario cyberactivista que cree en aquello de que “si está en internet es gratis”, siempre y cuando, por cierto, no lucre con lo que descargo ilegalmente.

7. Pagas lo que ves
Yo sé que con esto no persuadiré a nadie de abandonar el servicio de Netflix, y mi objetivo dista de promover un boicot en contra de la empresa. Lo que sí pretendo es advertir a aquellos que, a pesar de la baja cuota mensual, no quieran sentirse timados. Netflix funciona bien para los amantes de las series televisivas, porque es una industria en crecimiento (sí, a pesar de la censura y demás, pero cuya censura se compara a la utilizada en la televisión de paga). Lo que permite es consumir (a cualquier hora desde cualquier lugar) entretenimiento audiovisual de manera legal y sin la, a veces, baja calidad de la piratería. Además el cliente puede saber perfectamente que se pagan regalías a los que se tomaron el tiempo de hacerte pasar un buen rato.

8. No es la gloria, pero se desquita
Al final de cuentas el precio por el servicio es equivalente a la amalgama de sus puntos buenos y puntos malos (muy malos). Yo estaría dispuesto a pagar un poco más si se tomaran la molestia de no censurar las películas y expandir su catálogo disponible para México, pues hay que reconocer: en un solo mes he desquitado la inversión de mi amigo que me pasó su cuenta. Además encontré documentales que nadie ve, pero que son muy buenos, y que, como nadie ve y son recientes, son casi imposibles de conseguirlas en otro lugar.

9. Conclusión
¿Qué le vamos a hacer? Netflix es un servicio mediocre. Pagas por lo que ves, eso es lo que tienes. La inversión sirve los primeros dos meses, después de eso, debes desactivar tu cuenta durante unas cuantas semanas y regresar, pero ¡ay! de aquél que viva con la censura. Yo no, yo que no me la aguanto, la verdad, porque Netflix está criminal*.

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 *Criminal: adjetivo popular usado para designar que algo es soez, burdo o impráctico.