miércoles, 27 de agosto de 2014

La mirada ideológica sobre el mexicano



por Mario Note Valencia


«Al asumir como proyecto político un “nacionalismo cultural”, el Estado tiende a interpretarlo como cultura auspiciada por él. Difícilmente puede separarlo de una cultura oficial, destinada a mantener la cohesión de la nación bajo el dominio del Estado existente», Luis Villoro.

La cultura oficial mexicana, la hegemónica, la dominante, la esparcida y reproducida públicamente, la encontrada en murales, en el cine y en la literatura, la revivida en la casa, con la pareja amada; esta cultura del Estado y sus “políticas culturales” han ensalzado hasta el cansancio el tipo de mexicano que conviene que exista, al mexicano supuesto “auténtico”, sustraído de su lugar supuesto “mítico” para ponerlo nostálgico frente a la industrialización desmedida.

A este mexicano mítico, que antes de llegar a ser nunca ha sido, a este mexicano alineado en las filas del capitalismo, como consumidor y sirviente, lo crearon en contraposición a su imagen. La burguesía dirigente lo pintó trágico, pero feliz, pobre pero digno. La burguesía pidió a los artistas que pintaran a un mexicano provinciano contrariado con la ciudad, a un proletario que soñaba con la vuelta de la revolución. Pero esos retratos, que podemos ver en cualquier museo “sobre lo mexicano”, en los libros de primaria, en Diego Rivera y Frida Kahlo, no fueron más que un proyecto para justificar el dominio del Estado, asimismo para concentrar a los mexicanos en una sola imagen y poder nombrarlos fácilmente. Basta entonces de supuestos sombreros, nopales y cervezas para todos, ¿quién se ha creído lo de José Guadalupe Posada? Mientras más nos parezcamos a esas calaveras fiesteras y sombrerudas, más fácil darán con nosotros.

El Estado mexicano, cuyos movimientos son dirigidos por intereses particulares, tiene como fin homogeneizar la cultura mexicana, o dicho de otro modo: conviene más que todos, los Otros, sean iguales. En las escuelas se reproducen los intereses del Estado, ya que la educación es por donde se enseña a ser “bueno” para el Estado, y se enseña, por lo tanto, la cultura supuesta mexicana. Entonces cada escuela ideológica (ideología es idea falsa) afianza un sentido de ser mexicano a través de prácticas costumbristas como “el día de la bandera”, “el grito de independencia”, “inicio de la revolución mexicana”, y demás; dirigen las estrategias de enseñanza por medio de un nacionalismo ideológico, directo a justificar la sumisión del individuo frente al Estado, aunque los profesores mismos no lo sepan.

La cultura ideologizada es aquella que el Estado dirige y pone sobre tarimas en cada una de las plazas centrales de la ciudad. “Esto es fomento a la cultura”, “Cultura y deporte”, son expresiones bien conocidas por la burocracia del Estado y construidas de acuerdo a una visión burguesa de la cultura: cultura como signo exclusivo de los altamente “civilizados”. Y aquí y ahora quien se crea civilizado no pasará de ser más que un ciervo en el corral.

La cultura oficial es hegemónica porque dirige un cierto tipo de intelectualismo y moral, en fin: una manera de “deber ser” para ser contado. Por supuesto, el Estado cuenta con su propio séquito de analistas culturales y artistas que, bien o mal pagados (“becados” es lo de hoy), responderán a los intereses particulares. Hay que tener muy claro que estos intereses particulares no son más que económicos de personas contadas y concretas, y que sus supuestas ayudas al pueblo son formas que, si se analizan bien, dan cuenta de un sistema de justificaciones para el dominio. Incluso los mismos individuos dominados repiten esta fórmula consigo mismo, con sus semejantes de carne y hueso, al demostrar públicamente que pueden dar una moneda a los vagabundos, o que, del mismo modo, echa el diezmo en la canasta de la iglesia (otra institución que sobaja las cabezas y las domina).

El Estado, a través de sus secretarías o institutos de cultura, se apresura en convocar a concursos donde el objetivo sea vanagloriar el lugar donde viven. Las convocatorias rondan a través de un concurso localista de fotografía, de literatura regional, en fin, de cualquier producción metida a concurso que demuestre “orgullo del lugar mágico” donde viven. Curiosamente, gana el participante que más resalte el costumbrismo, a veces desaparecido, del lugar. La intención es volver a los mexicanos una sola masa contraída, aprisionada, pero distraída con cerveza y sombreros, con fiestas cada año y con entretenimiento “libre-cultural” hasta su casa. Dice Luis Villoro al respecto: «Los medios informativos se encargan de difundir una cultura uniformizada, comercializada, desprovista de valores superiores, que las ciudades exportan al resto del país».  

Una cosa es la cultura oficial mexicana, y otra muy aparte la cultura auténtica mexicana. ¿Cómo entonces saber quiénes somos? Quizá el asunto está en buscar donde no haya estereotipos del mexicano. En la praxis cotidiana de todos estos años no ha habido ocasión para constatar sinceramente que no hay cabida, en la cultura oficial, para el mexicano de carne y hueso, quizá: el indivisible, el apátrida, el buscador de lo inmediato, el ya cansado hasta los sueños del águila y del nopal, de una tela ondeante que llaman bandera de México.

Veamos que esta cultura oficial mexicana quiere al mexicano en su sentido embrionario, enfrascado y rotulado. La cultura oficial aprecia mucho al mexicano inerme, al perezoso, a quienes hacen su habitual escándalo de domingo. Esta es la identidad que se cosecha, la que aglomera gente y las incita al grito, la identidad misma a la que se le reprime. ¿Quién se esconde detrás de un idilio mexicano inexistente?

martes, 19 de agosto de 2014

Academia: la ruptura de la Universidad o la profesionalización de la vida

por Mario Note Valencia

  
La pregunta es: “¿Cuándo un organismo colegiado tiene el derecho o puede legítimamente llamarse Universidad?” – Humberto Giannini, filósofo chileno.

Comenta Humberto Giannini que la universidad en sus inicios se creó como una “asociación de los iguales”, personas de diferentes oficios, por ejemplo, que deseaban conocer más. Esto era, en un principio, armónico donde los mismos institutos elegían a sus maestros y rectores.

Sin embargo –explica el filósofo chileno– la universidad comenzó a profesionalizarse. En el siglo XV, los sacerdotes de las universidades deseaban el ingreso de interesados para crear, precisamente, más sacerdotes; entonces, la educación libre se convertía en ideología, dirigida intelectual y moralmente, del mismo modo como una universidad, en la actualidad, le conviene tener más abogados o empresarios, por ejemplo.

La realidad inmediata nos hace volver la mirada a los cimientos, esto aunque no queramos. He visto que, incluso, en la arquitectura y diseño (industrial o gráfico) existen las bases estéticas humanas. He visto estudios para arquitectos en formación que son una serie de postulados filosóficos para comprender las razones (muchas veces pasionales) de levantar una casa o trazar una ciudad. Mucho tiene que ver en la construcción con la armonía formal con nuestro cuerpo, antropometría.

De acuerdo con Humberto Giannini, dado que es sobreentendido que el individuo es traído al mundo (porque Él no lo ha decidido), la sociedad debe encargarse de concederle todo el bien posible: «por lo tanto, una sociedad siempre tiene el deber de educar, y las universidades pagadas están haciendo todo lo contrario. Están creando enormes distancias, tremendas distancias entre los seres humanos».

Cierta idea de esta profesionalización consiste en aprender una profesión para “ganarse la vida”. Entonces, la universidad ya no aparece en la forma en que nació; donde se iba para conocer más a mismo, es decir, intereses humanos como la biología y la astronomía, la necesidad de conocer los microcosmos de los organismos como la macro estructura (igual de delirante) que es la galaxia. Es, pues, la “utilidad” la que desvía los intereses humanos. Como dice Giannini, es un derecho no privarse de los deseos de imaginar, de conocer.

Sobre esto dirijo mi atención, por ejemplo, a las carreras de literatura que al final de cuentas no crean literatos, sino lectores asiduos; de la misma manera no crean críticos, sino comentaristas pasivos. Los problemas no recaen, intuyo, en los profesores ni en los estudiantes por completo, sino en la ideología imperante de la institución –y ni esto por completo–, ya que la ideología se expresa, se vitaliza y reafirma en la acción (eventos, incluso a través de los condicionamientos o políticas de educación que deben afianzar los profesores). De ahí, quizá, que ya se le conozca con el nombre de academia y no de universidad.

Reflexiona Giannini, respecto a este “ganarse la vida” (estudiar para el trabajo), que es esta misma idea la que sofoca a los profesores que injustamente son llamados ‘incultos’. Muchas veces se trata de la institución, del sistema que arroja a los profesores a trabajar más horas para poder vivir de acuerdo a las exigencias económicas, por lo que no queda tiempo para la vida culta; mientras que veinticuatro horas de labor sería lo adecuado, el profesor tiene que trabajar cincuenta horas semanales. Imposible, dice Giannini, que se pueda leer un libro con tan poco tiempo. Aunado a eso, señala el hecho de que se tiene que tratar con grupos de cincuenta alumnos; además de que allí, probablemente, no se lleva de manera íntegra y adecuada la relación profesor–alumno.

Podemos comprender que los elementos materiales, en diálogo con nuestra experiencia corpórea, dotan de memoria vital nuestra experiencia cotidiana. Lo cotidiano es corpóreo en tanto que nuestras manos, por ejemplo, expresan un síntoma de nuestros deseos. Así como hay límites formales que encaminan nuestra experiencia  (la anchura de la casa, el trazo de la ciudad, nuestro cuerpo mismo en sus dimensiones), hay límites formales que encaminan nuestra resolución imaginaria en el mundo: ¿cómo catalizo el hecho de que la pérdida de un objeto (público o secreto) deviene en mí en transfiguraciones internas? Esto porque, sencillamente, somos humanos; los estudiantes y los profesores son, antes que nada, humanos, y un humano es, como todos los objetos, respuesta constante a los movimientos exteriores, desplazamientos, cuya pérdida (pública o secreta) puede ser recibida sobre alguien más como transfiguración interna.

Recuerdo mucho a Juan José Arreola:
«El verdadero maestro no es un depósito de conocimientos estancados, no es el muro impenetrable y macizo que detiene las aguas en la represa, sino el vertedor en demasías de lo que en su alma es plenitud. Maestro es el hombre henchido que desborda, si no sabiduría, afán de comprender el mundo y hacerse comprensible a los demás», así dijo.

martes, 5 de agosto de 2014

Reflexiones en el sueño: Meditación sobre la oscuridad

por Óscar de la Borbolla



Existen innumerables instituciones dedicadas al desarrollo de lo que en general se denomina “la conciencia ecológica”, sin embargo, ninguna ha puesto en la mira la luz; se habla mucho de las especies que están a punto de extinguirse, del calentamiento global, del deterioro de la capa de ozono, de la contaminación del aire, de las islas de espuma de detergente que bogan por el mar, de los desechos radiactivos, de las toneladas de plásticos que minuto a minuto generamos, del ruido en las urbes, de las baterías que irresponsablemente se desechan y se tiran en cualquier parte y hasta de la contaminación visual que enmascara con su fealdad publicitaria las fachadas de los edificios o el paisaje, sin embargo, poco o nada se ha dicho de la luz como un factor que altera el equilibrio natural del día y la noche.

¿Qué pasa con la luz artificial que trastoca la noche? Miguel de Unamuno en su novela Niebla se refería al árbol desvelado por un farol encendido que todo el tiempo le decía: “Tú no eres tú”. Pues pasa que las noches del siglo XXI son menos oscuras que las de antes; y “menos oscuras” es un decir, pues las ciudades, en el día, son manchas gigantescas de cemento y por las noches manchas deslumbrantes de luz: Las Vegas, Nueva York, Tokio, Paris, el DF pueden apreciarse desde la Luna. Entre todos le decimos a la noche tú no eres tú. Y esto, obviamente, tiene sus consecuencias.

En el mundo de los coleópteros, las luciérnagas son las que más han resentido el cambio y, entre ellas, las hembras, pues, al resultar visibles sin necesidad de encenderse, han comenzado a perder su brillo. Y se puede observar que en su ritual de apareamiento la bioluminiscencia ha perdido importancia, ya que, iluminadas por la luz de millones de focos que aclaran la noche, se aparean sin sus destellos autóctonos. Aunque una de las transformaciones más graves que puede llegar a ocurrir y sus consecuencias son hoy impensables, es en los murciélagos. Muchos se volverán videntes y aquel extraordinario mecanismo para esquivar los obstáculos a partir del cual inventamos el sonar dará paso a que sus ojos negros y opacos como de rata comiencen a ver. Parvadas de murciélagos en pleno mediodía atravesarán el cielo y atacarán a tórtolas y golondrinas.

Todavía no se cuantifica ni se hace un inventario completo de los efectos de replegar la noche: no sabemos qué pasa con los periodos de sueño de los animales ni acerca de los efectos de “histeria” que se están ocasionando en las plantas: sólo ha llamado la atención el hecho de que en los campos de girasoles ya no todos se orientan hacia el sol: parecen varas de pasto desflecado mirando con indiferencia hacia cualquier parte, como puede notarse ya.

Es necesario que en la lista de preocupaciones que la conciencia ecológica fomenta esté también un reclamo más: el derecho a la oscuridad, pues ese resplandor provocado por todos no sólo está afectando las reglas del planeta y con ello las posibilidades de supervivencia, sino que incide en asuntos tan sutiles como la sensibilidad poética y, aunque esto sólo preocupe a unos cuantos, ese generalizado desdén no lo vuelve menos importante: ¿cómo inspirarse cuando las avenidas del noctámbulo están bañadas por esa luz grosera y amarilla que despiden las lámparas de vapor de sodio?, ¿cómo encontrar la imagen que revolucionará el lenguaje si la noche blanqueada por la potencia de los reflectores impide que veamos el universo que se abre arriba de nosotros?