jueves, 31 de diciembre de 2015

Año Nuevo, globo de helio

por Mario Note Valencia


Todo cabe en un lugar sabiéndolo acomodar. La ida y venida de los años pueden resumirse en este dicho. El emporio laminado del hogar que encarna esta sentencia es, sin duda, el horno de la estufa, pues ahí van a parar los trastes y cazuelas que en mucho tiempo no se usan o sólo se buscan cuando existe un motivo execrable, como la fiesta de Año Nuevo.

Doce uvas no bastan para eximir el sabor aguardentoso que significa vivir a contracorriente. Aunque no haya mal que por bien no venga, si usted piensa despertarme a bofetadas, prefiero estar un poco más ausente de la vigilia. Tenga en cuenta que allá, en la vigilia, la gente es más rara en comparación con los monstruos que me formulo durante el sueño. Cuando la vida no es un garito, es apenas un carnaval de caricaturas y cuasimodos.

¿A qué hora empiezan a repartir la comida? Ya va haciendo hambre. En cualquier fiesta la comida es free, es decir “libre y gratis”. Los europeos nos dieron gratis la cuenta del Año Nuevo occidental, accidentado. Los tenderos nos regalan nuevos calendarios con fotografías de muchachas en bikini recargadas en coches último modelo o paisajes naturales exentos de mezquindad humana.

Existen las agotantes discrepancias entre lo que debe sujetarse antes de que culmine el año, como la vida, o lo que debe irse, como las amistades parasitarias; si usted es una pulga, no se preocupe, puede buscar vida en otros perros. Año Nuevo, vida nueva –dijo un recién nacido.

La víspera del Año Nuevo es como la envoltura de un regalo: no sirven más que para hacer drama. Los regalos que más me llaman la atención (y me inyectan ansiedad) son los globos inflados de helio; piense en esto: son completamente ornamentales, pero no tienen la bondad de los lapiceros; no se comen, no se mastican ni se escupen; hay una preocupación latente de que el globo se desinfle a destiempo o que al primer descuido se fugue por el aire. No hay nada más triste que los regalos vuelen sobre nosotros como nimbándonos de trivialidad.

El año viejo tampoco se escupe ni se tira, a lo mucho alguien saca un arma y le dispara doce veces. ¡Qué manera de despedirlo! Por otro lado, las balas perdidas no se buscan, pero bien se sabe que regresan a la tierra. Hágase a un lado. Como diría Mr. Raveli a Groucho: ¡Dios, que mi padre siempre fue una bala perdida!

Conozco personas que bien podrían apuntarme al pecho porque no creo en las supercherías de “los ciclos de la vida” (y aquí que, en plena fiesta de Año Nuevo, creamos estar entre tanto cerrajero metafísico). Sólo hay alguien al que le creo hablar de “ciclos” (que comienzan o terminan). Se trata del chofer del microbús urbano. Ya quisieran muchas amigas casarse con un chofer de los que hablo: es fiel a una ruta y no anda de amoroso con otras calles. 

lunes, 28 de diciembre de 2015

Muchas preguntas, pocas respuestas

por Mario Note Valencia


Hay preguntas que no se hacen. Could you repeat the question, please? ¿Es ésta una buena pregunta? Defina la nada y mencione tres ejemplos. ¿Los postmodernos también sufren problemas gastrointestinales? ¿Es cierto que la única verdad está después de la muerte? Pero, ¿usted ha regresado de ella sin marearse?

La ociosidad hace al hombre y todavía éste lo pregunta. Los filósofos canalizan las preguntas pero no diseminan las respuestas. Mi madre siempre dijo que nunca preguntara, que lo hiciera. ¿Se puede responder la existencia de Dios como la de los extraterrestres? Sí y no, lo más seguro es que quién sabe. ¿Entendiste?

¿Tengo derecho a equivocarme? ¿Mi novia me engaña? Anoche la vi platicando con la otra del espejo. ¿Desde cuándo la nimiedad de lo mundano se abrió campo en la ciencia exacta de lo irrelevante? ¿Las moscas duermen? ¿Las ratas sueñan? ¿Tu madre quiere que yo sea un buen hombre? ¿Recuerdas cuando nos dijimos que nos amábamos? ¡Qué! ¿No? ¿Nunca lo dijimos? Una segunda ronda de cerveza, por favor.

Hay preguntas que afirman, como las hay cerradas y abiertas. ¿El cielo es raso? ¿Qué ves en esa nube? Parece un oso, ¿no? Respectivamente. ¿Y si los marcianos llegaron ya? Sobre el boulevard, rebasamos al patrullero. ¿Me permite su licencia de conducir? ¿Desde cuándo conduce un auto? ¿Sabe lo que significa exceder los límites de velocidad? Bueno, señor oficial, antes dígame desde cuándo es usted un imbécil.

El mundo da estímulos, ramas y Ramonas, para que nos colguemos de sus artilugios cotidianos como si fueran estupefacientes. El opio y la televisión son el mismo miasma. Los guionistas de cine comercial escriben en los albañales. Sólo puedo ver el futbol cuando tengo ganas de dormir. Y duermo. Despierto a medianoche y en la televisión desfilan los infomerciales. Supongo que el marcador final no altera la bolsa de valores. Los pobres siguen pobres, pero mi tía insiste en comprarme la segunda biblia. ¿El cielo y el infierno no provienen de la misma raíz? ¿Es cierto que el limbo ya no tiene vacantes?

No me preocupo por creer en Dios o que me acompañe, siempre tengo un puñado de conocidos que me dicen “esté contigo”; de tanta eternidad que llevo encima por lo general extiendo la mano y propongo: Dios te dé más, y si lo hace, róbale un mechón de pelo. Los problemas no se solucionan en otra vida ni en otro mundo. Conocí a un venezolano que se dio un tiro para seguir hasta la muerte a su vecino que le debía tres meses de alquiler. ¿Qué son tres meses? Sí, ya sé, pero es mejor si la quincena que te pagan cae en la última semana de febrero.

Los problemas son preguntas puntiagudas. Antes bien, ¿es necesario que a cada problema haya una solución? ¿Un problema sólo es y aparece cuando amenaza nuestra tibia y vana integridad? ¿Somos completos frente a tanta inmensidad afuera? ¿El universo? ¿Y si el mundo no tiene propósito? La incertidumbre, como la muerte, sólo es benigna cuando no se mete con nosotros; los filósofos lo saben bien y de sobra.

Existen las cosas que hacemos y las que se hicieron antes de nosotros. Sartre dijo haz algo con lo que hicieron de ti. Sí, perfecto, pero mi agenda no me alcanza. Existe el conocimiento limitado y al que nunca podremos acceder. ¿Le caía mal al tipo que se quitó la vida esta mañana? Al que me asaltó hace unos meses le caí súper bien, supongo: se llevó mi teléfono celular. Aún espero su llamada. Vaya, en qué estoy pensando, si todos tienen que comer. La muerte acecha, ¿qué no sesga vidas con su guadaña?

Para las preguntas del deseo y la muerte existe Freud. Para todo lo demás existe Kant y Pascal, Nietzsche y Hegel. Existen también las perogrulladas, las tautologías y los sutras, los catres, los adagios y las dagas, los versos y las proposiciones; existe la gramatología y la literatura. En fin, ¿te quieres casar conmigo? Deja le comento a mi mujer y te resuelvo en tres días hábiles. Los fines de semana descanso.

Escribo desde el sanitario de un bar. Aquí, entre tanto póster de H para hombres y sabías qué… sobre animales de otro continente, todo es común y, como diría un filósofo, de almas y formas volubles: ¿acaso soy el único que usa el lavamanos como mingitorio? No preguntes por quién doblan las campanas, advirtió John Donne, aunque ¿está bien que te despierten a las seis de la mañana? Tocan a la puerta. Entran por mí. Salpico la bragueta. Relamo mi pelambre. ¿No me veía mejor con el cabello largo? Al menos se me veía menos la cara.


Oh, chica, entiendo, dejaré esta sarta de maldiciones. Iré a bailar contigo. Mientras me sumerjo en la pista de baile, el mundo por primera vez me parece hostil de una manera muy suave y groove. Suerte que no bailemos ska. ¿Qué? ¿Qué dijiste? No, nada. Eres el crack, cheek chica. Eres el crack.

*

Mamma sólo quiere saber
who stole that jammm...

sábado, 26 de diciembre de 2015

¿Por qué nos gusta el recalentado?

por Mario Note Valencia


Me gustan las temporadas de fiestas porque después de acababa una al día siguiente suele darse el tradicional y no oficial recalentado. Me pregunto, desde lo más recóndito y eximio de mi ser,  ¿existe ya el Día del Recalentado? Sobre este gusto gastronómico sólo cuento con lacónicas impresiones, pero incontables experiencias al respecto, de enero a diciembre (y también de regreso), todos los años, sobre las cuales devaneo un poco para saber por qué reflexiono acerca de texturas y sabores justo cuando meriendo y preparo, o me reclino para ver pasar el tiempo, asomándose por la ventana, después de acabado mi platillo.

Para el ritual es necesario vivir la fiesta, génesis del recalentado; del mismo modo, y acabada la cena, se puede pernoctar en la misma casa o salón donde se llevó a cabo el festín. Durante las dos primeras horas del alba, el iniciado en el ritual puede ponerse de pie y caminar a la cocina, sin otra encomienda que esperar a los demás comensales y a que el fuego haga lo suyo en la comida que quedó de la noche pasada.

Sería hablar de más, pero de una vez es necesario aclarar las condiciones básicas para que suceda: la comida en primer lugar debe ser rica, abundante y contar con esa gracia de que si se recalienta sabe mucho mejor que recién preparada. Lugares para el ritual: el patio, la cocina, en un cuchitril de una apretada ciudad o en el comedor principal de un rancho abierto. Los invitados pueden ser los mismos, o los que llegan recién florida la mañana, a buena hora, con el único fin de platicar y desayunar juntos.

Si se desea una conversación, la plática puede girar en torno a las cosas de la vida, al sentido o sinsentido que queramos darle, a la explicación y predicción del clima, las cabañuelas y el estío, o alguna que otra conjetura sobre la eternidad del cangrejo, en fin, conversaciones que no constriñan el ambiente, sino que, por el simple hecho de excitar la mandíbula, relaje los músculos, ablande el corazón. En Annie Hall de Woody Allen, el protagonista avisa a su acompañante, mientras recorren las calles centrales de Manhattan, que será mejor darse su primer beso antes de la cena en el restaurante para no infligir, por la ansiedad, la ingesta común de la comida.

Cierto gusto agregado al recalentado radica en que es síntoma visible y vivo de la abundancia. Algo bien dijo mi padre, con respecto al dinero y la comida: “es mejor que siempre sobre a que falte”. En el recalentado las sobras nunca fueron tan esperadas, aquí no hay plato de segunda mesa, sino más bien la oportunidad de repetir el gusto con el asombro de quien ha encontrado maná en medio del Sahara. Esto me recuerda al especial sentido arábigo de convivios vecinales, en los que la mesa principal se ensambla en la calle y se vuelve imprescindible atiborrar de platos servidos de panes con dátiles, formas, texturas y aromas. En México no sólo en convivios se vive la opulencia culinaria, sino sobre todo el Día de Muertos cuando un altar se ve bien servido de sopa, arroz, frijoles machucados y fritos, enchiladas dulces y saladas; por ese motivo se nota el buen gusto que tenía el difunto.

Con respecto a la abundancia de comida, un buen degustador sabe que no hay compromiso inquebrantable. No por servido el plato somos proclives acérrimos a consumirlo entero o a probarlo siquiera. Ver la comida preparada y oliscarla es bueno, renace deseos, pero consumirla es, obviamente, dos veces bueno. Me encanta comer con personas que no se sienten acarreadas por el tiempo, el trabajo, los días; con quienes hacen un paréntesis en su vida cotidiana y pueden mirar la compañía como con ojos que escamotean el paisaje novedoso desde la ventanilla de un autobús en tránsito. Pero si soy yo el que al tiempo lo aprisiona, prefiero no molestar a nadie con mis inconveniencias de tiempo cronometrado, aunque, si usted acepta, puedo quedarme a su lado hasta que cierren la cenaduría.

La comida rápida es insalubre; sólo es buena cuando no se consume. Y para acabar con los mitos que atosigaron mi adolescencia, olvidé la ruda métrica que contaba mi abuelo sobre eso de masticar cuarenta veces la comida antes de pasarla. Una cosa por otra, o más bien ninguna de las dos. La comida rápida es más insalubre para la comunión, quiero decir, a pulso de ensoñación, que arribar a un comedor de la plaza comercial no es tan acogedor que llegar a una casa familiar que la hicieron restaurante. Usted puede hacer la prueba observando el servicio de las taquerías en las calles de la ciudad, cuyos puestos sólo pueden valuarse si se instalan en la noche y por experiencia propia de los asiduos. Claro, tiene mucho que ver el sabor, ya que al experimentarlo nos hace olvidar vicisitudes nimias, como comer de pie en un paraje a media ciudad desértica; aunque, por otro lado, la buena experiencia se hace añicos si se trata de una pequeña y tranquila mácula urbana y las mesas del local están ocupadas.

De una ciudad a otra, hablando de los tacos chicos y de asada, las atenciones varias no pasan desapercibidas, como el mismo mal presentimiento que nos asalta al tratar de ensartar algo típicamente popular en el automatismo de la industrialización. El servicio de mesero para restaurante de gala y caché no se acopla, se vea por donde se vea, en un puesto callejero, y sin embargo he visto ridículas aproximaciones. Incluso la distribución de los cubiertos y su uso restringido son convulsiones de la burguesía, cosa que, a la primera, se difumina en un buen puesto al pie de las aceras. Déjenme comer a gusto.

Sólo una cosa sobrevive a los riesgos de comer en la calle: las bacterias; pero, como no todo puede caber en una nuez (excepto si lo cuenta Alfonso Reyes), existimos los estómagos de acero. Hay algo que no se consigue genéticamente: el gusto auténtico, pues sólo a través del gusto se devana cualquier injuria cometida por manos ajenas a nuestra cocina. Me contaron que en Zapotlán el Grande se reunieron, hace mucho tiempo, capitalistas avezados a quienes les sirvieron como entrada una sopa preparada con agua puerca de la llave. Al preguntarles qué les había parecido la primera vianda, contestaron animosos que no habían probado cosa parecida y que les parecía exquisita la preparación de los oriundos. A veces el compromiso de buena conducta es más pernicioso que la opinión sesgada de un amigo cercano.

La comida recalentada no es una injuria, es una oportunidad. Lust for feed. Por sus hechizos algunos dirán que es hierática o sacrílega; pero otros escribiremos de lo que a menudo no sabe el cerebro: degustar, paladear, andar como pajarito de aquí para allá, reconocer, entregarse sin tapujos, desnudos y abiertas, blandas y duros, trastornados todos y todas. La comida, sobre todo la del recalentado, une a las personas, como la muerte, sólo que da vida, confirma y anima cuerpos. Erige silencios como puentes, flamígeras conversaciones y juegos entre los que se aman. Los enamorados saben bien que otro cuerpo se puede consumir con el amor por la boca… Santo Vatsiaiana, incendia con tu sabiduría todos los rincones frígidos del mundo; Rumi, puebla nuestra lengua y dinos que el mundo tampoco se sacia de nosotros.

No es tan exagerado creer que por comida uno se puede enamorar de otra persona; al menos es igual de cierto que de puro amor no se vive, no se come. No soy tajante en ese aspecto, porque por amor podría comer todos los días, a mis horas, con servicio de cocina las 24 horas, de lunes a domingo, los 365 días. Como soberanos de nuestro tiempo, decidimos si despilfarramos las horas o invertimos en activos para que la casa, nuestra boca, nunca pierda; soberanos como el César o Apio Claudio, el Ciego, pensar que por ocio en lo que dura el mal de puerco (ese estado de letargo que da después de comer) el emperador decide colocar señalamientos y calzadas a través de todo el imperio para que, efectivamente, todos los caminos lleven a Roma.

Otras calles, por cierto, nacieron en Roma gracias a Trajano, que adoptaron nombres según el comercio que por ahí transportaban. Herramientas, frutas, verduras y atavíos. Esas mismas calles tendrán todavía alguna ensoñación peculiar, como la que tuve cuando visité Tijuana y me contaron que enfrente del hotel donde me hospedaba había nacido un platillo hecho de sobras. Me refiero a la ensalada césar, y no porque en su origen tuvo lechuga romana, sino por el nombre del chef, Caesar Cardini, hombre de origen italiano que, viéndose en aprietos al tener invitados, hizo la primera versión de ensalada con el resto de comidas pasadas. Esta ensalada data de los años veinte del siglo pasado y ahora es mundialmente conocida.

Un motivo persiste en todo nuestro viaje por descubrir por qué nos gusta el recalentado: las errancias afortunadas por las que pasa la comida una vez que se vuelve platillo y permite ser un todo, homogéneo, de sus partes. Hablé como si hablara de una obra de arte, caso de la pintura, pues completada la hazaña del pintor el lienzo deja de ser un simple lienzo y se convierte en obra de arte para degustación de los contempladores. Otro motivo más: la obra culinaria es flexible, ecléctica y apunta a las necesidades primigenias del ser humano. Sólo hay un paso para que la comida sea un deseo real y no un deseo neutro: el ritual. Alguna vez dijo Wittgenstein que podíamos conocer el espíritu de alguien más por lo que hace, y la degustación forma parte de los hábitos. También dijo que lo que realmente importa, por ser inaudito para nuestro ser, no puede decirse, no hay palabras. Hablé, entonces, poco de una pasión, casi nada de lo que realmente siento. Buen provecho.

También puede leer: Comer como quien ama.


martes, 22 de diciembre de 2015

El amor es un mal negocio

por Mario Note Valencia


Tengo 24 años y puedo decir que alguna vez me he enamorado. No es la gran cosa, pero la noticia, si se reflexiona, invita a pensar en la necesidad que tenemos los humanos, algunas veces, de creer en eso que llamamos continuidad de la especie. Continuidad, ya se sabe, ilusoria, pues engendrar no es perpetuarnos, pero cuando hacemos el amor lo demás ya está dicho: fingir que nos prolongamos, mujer, como para mirarte luminosa entre las vetas oscuras de la habitación que nos refugia. Sin embargo, cuando no estamos en la cópula instantánea, lo demás es una suerte de errancia distendida en la búsqueda por el encuentro, la concordancia, la confluencia de explicaciones quijotescas sobre las que ponemos voluntad al universo y sus conspiraciones.

En tu espalda encontré, alineada, una constelación hecha de lunares, supe entonces que estaba destinado a dar fuego, por aquello de que sagitario es pura sombra de aire y cenizas. No sé qué animal soy en el horóscopo chino, pero supongo que debería ser una especie de sincretismo entre hombre y animal, como los sátiros de la antigua Grecia. En la cosmogonía nahua busqué mi dirección y di con que soy ollín, es decir, movimiento. Ni esto ni lo otro ayudan tanto si en el amor auténtico por los viajes se olvidan manuales y conjeturas.

De un viaje a otro, creo que ya lo he dicho en otras conversaciones, me dedico a reconocer los síntomas de las ciudades que visito. Hay señales que la ciudad nos coloca en el camino y basta con tener suficiente amor y delirio para advertirlas, dormir y amanecer con ellas. A veces puedo sostener una ciudad en los últimos momentos, o una estancia de tres semanas me descubre como el habitante de un amor inconmensurable y vagabundo. Sólo este amor por las ciudades disemina los límites especificados en el Kama Sutra, en la que una mujer vaca no podría vivir satisfecha con un hombre galgo, corredor.   

Somos insuficientes para las ciudades, como para aquella que Italo Calvino describió y que atosigaba a los viajeros atolondrados, volviéndolos esclavos de su belleza. Sospecho que uno de los dolores de los enamorados consiste en reconocer que no somos los primeros en explorar ni que los demás están libres de indulgencias del pasado; pero ante ello surge una vaina reveladora: puedes volver a fundar, renombrar las calles, hacerlas tuyas, ganarlas y perderlas. Una vez, mientras paseaba con la noche sobre mis hombros, la Ciudad me dijo al oído: “No intentes sujetar las calles”. Entonces la perdí, naturalmente.

Creo que el amor consiste en la correspondencia, una suerte de serendipia más que una insistencia por querer y que te quieran. De esa manera el amor no sólo es filial a las personas, sino a los objetos mismos (sin contar el fetiche) y a las escenas inauditas de la vida cotidiana. Me puedo enamorar de un evento del cual fui testigo o partícipe, así como de un hábito, como viajar, que renueve mi estadía en el mundo. Me puedo enamorar de tu manera como desayunas todos los días, o de tu asombro sobre cosas a las que nadie más, en mi camino, he visto nombrar a tu manera.

Cotejo, ahora, algunas visiones cotidianas sobre el amor con las que no estoy de acuerdo:

a) Del odio al amor hay un paso. Supongo que quienes la dicen no odian de verdad o nunca se han enamorado en serio, porque si no: ¡cuántos amores he dejado ir! (Risas). Hay quienes perdonan pero no olvidan; a lo mejor, como contaba un comediante, me pasa al revés: odio a ciertas personas, pero no me acuerdo por qué.

b) Déjalo ir. Si regresa es tuyo; si no, nunca lo fue. Qué ocio de andar indagando en donde no hay nada que hacer. Si se fue, se fue. No hay ciencia. Si regresa, le gustó cómo cocinas.

c) El primer amor es siempre el verdadero. Qué visión tan reducida: la madre naturaleza nos perdone por encontrar después amores falsos. En dado caso, esto sólo se lo creo a Dante Alighieri.

ch) La “ch” no es una letra, no te hagas ilusiones.

d) El amor duele. No, definitivamente no, porque entonces no es amor ni mucho menos. Lo que duele es creerse un mártir y darse cuenta de que esa actitud, por lo demás fastidiosa, al final no sirve de nada.

e) Las peleas entre parejas son normales, son parte de la madurez de la relación. ¿Entonces el amor, como con Cristo, evoluciona a base de sufrimiento? (A la Madre Teresa le gusta esto).

 f) Si te ama de verdad, va a aceptarte con todo y tus defectos. Bueno, entonces busca una persona lo suficientemente estúpida. (Véase: Supuestos defectos de la personalidad).

g) Recordar experiencias pasadas. Además de ser un mal gusto, denota la insania psicológica de quien tiende a suponer que como le fue le irá. Qué egocentrismo. Nietzsche habló al respecto: de un amor a otro sólo sobreviven unas pequeñas ramitas, nada más.

h) Fidelidad. Sobre esto podría surgir un texto independiente, sólo adelantaré (si llego a escribirlo) que la fidelidad está asociada con el enorme deseo que tenemos por una persona. Por ejemplo, si me encantas, no me gustaría perder el tiempo buscando a alguien más. Esto, a menos que sea Florentino Ariza, de El amor en los tiempos del cólera, en la que para sobrevivir más de 50 años de espera, tuvo que verse en el ir y venir de amores carnales y fugitivos.

La espera y la paciencia son ahora, entre tanta rapidez abominable, aptitudes valiosísimas. Sólo un enamorado sabe esperar hasta que el deseo desaparece. Cuando se va el deseo, no hay nada que hacer. Ocurre por dos motivos: por simple fugacidad o por no haber cuidado la renovación del deseo. El deseo, alimento del amor auténtico, puede durar una hora, un día, una semana, un mes, diez años… No se le puede obligar al Otro a que nos desee, o que permita que su amor se transfigure sin nosotros. No hay normas ni leyes, es un juego; el amor es un accidente.

Por otro lado, es también válido confesar “estoy enamorado(a)”. Sólo quien esté enamorado que arroje la primera señal, de una serie de hábitos increíbles: comer a gusto, sonreír a fondo, cuidarse mucho o ver con estoicismo las inclemencias del trabajo y de los días. Traigo, a propósito de escopeta, una visión que hace sufrir a los más susceptibles:

i) No es posible que puedas cambiar el amor que sentías por mí de la noche a la mañana. Tengo una noticia: así como aparece el deseo, se va (si es que se va). No intentes sujetar las calles, me lo ha dicho una ciudad.

Disfruta el momento: así la búsqueda, el riesgo y la espera. Hay que estar a la altura de las circunstancias. Necesitamos más locos enamorados que pueblen las calles de la ciudad. Incluso, sólo plantaría un árbol (o dos) porque sé que los enamorados buscan la oscuridad y la sombra. A los enamorados les pertenece el mundo, el derecho de procrear y vivir la ilusión de la continuidad. No hay que interrumpirlos, dejemos que se vayan y se escondan, se chupen y se muerdan o, como Sabines, “se maten el uno al otro”.

Hay cada tipo de amor y de loco. Me casé con la literatura hace muy poco tiempo; es un amor que comparto y se lleva bien con mi amor por las ciudades y los cuerpos. Todos los días me exige ser un buen lector, como un buen viajero. La llevo en mi mochila de viaje, me acompaña y la siento en mis sueños. Ella me abrazó y me dejó llorar tendido, al contarle del dolor que sentí por aquello que la Ciudad me musitó al oído, paseando con la noche sobre mis hombros, tu recuerdo en mi cabeza. Por ese motivo guardo en el amor, como en los negocios, la enseñanza que aprendí de Groucho Marx cuando fue increpado por cobrar un servicio: “Señor, yo no trabajo por amor al arte; una vez me enamoré y fue un mal negocio”. (Risas).



lunes, 21 de diciembre de 2015

Galimatías para acabar con la navidad

por Mario Note Valencia


Me gusta la época decembrina para que pinte como una farsa. Después de la natividad llega pronto el Año Nuevo, y esto ya es demasiado, considerando que una fiesta ampulosa sobrevive en la memoria a expensas de una gutural distancia entre uno y otro festejo, bien o mal vividos. No advertiría esto si no fuera porque afecta directamente en el sistema socioeconómico de la ciudad; al siguiente día los videoclubs están cerrados o la pequeña fonda de confianza no abre sino hasta que pase el rigor y jugo de las bacanales. No así los cines y los casinos, cuya regulación sobre derechos y obligaciones de estos lugares de entretenimiento estipula que días feriados deben laborar en horario común. Haga usted la prueba y saque su billetera.

En el lugar donde vivo es así de claro y directo. Es difícil vivir en una pequeña sociedad unilateral, porque entonces los prejuicios resortean sobre un mismo eje: las pequeñas cocinas económicas se atienen a la vigilia de Semana Santa y no ofrecen sino tortas de camarón en caldo o rudimentarios tacos de pescado que sólo saben hacer bien en el puerto del pez vela. Aquí no, en Tecomán, con excepción del pescado zarandeado cuya receta muy celosamente guardan las cocineras de las enramadas y restoranes del balneario.

Noticias de prostíbulo llegan a mi mente ociosa, tratando de refugiarse en el mar de ruidos inoportunos de mi provincia, pueblo o como sea que se le llame a este híbrido urbano hecho de calles polvorientas y olor a copal cítrico. Leo la noticia, en un periódico invisible que compré en la tienda de ningún lugar, que Papá Noel ha sido aprehendido por la Policía Estatal tras una denuncia de activistas frente a la Comisión de Derechos Humanos. Se le acusa de haber abusado laboralmente de los enanos, quienes, con presteza, fabrican los juguetes para los niños que se han portado bien durante el año. Cosa curiosa es que sólo Santa Claus haga caso a los hijos de consumidores capitalistas o católicos mitómanos, que para el caso es lo mismo.

Como nací en una casa católica recibí un pequeño carbón al primer año en que empecé a dudar de un dios omnipotente, y cambié mi asombro de un hombre que resucitaba al tercer día por la fascinación de una diosa, Afrodita, que se ensartaba alegre aun con los mortales. ¿Por qué no nací en tiempos grecorromanos? Como sea, de esa manera fui enviado al catecismo impartido por viejas aburridas que se llenaban la boca asustándonos con cuentos sobre el limbo y el infierno, la báscula en el juicio de nuestra muerte que valuaría el tiempo de pena en el Averno y un itinerario de castigos increíbles, como sacado de un libro de Superación Personal para Estoicos.

Mi pasión desbordada por ser un incipiente legionario de Cristo se volvió locura cuando creí que debíamos ponerle velas a Benito Juárez; es de fácil adivinación saber que me gané sin mucho esfuerzo la etiqueta de blasfemo. Pero las cosas han cambiado, pues hoy veo que la enseñanza religiosa es un negocio redondo y grande, como Dios, y que las autoridades eclesiásticas se preocupan ahora por la imagen y la mercadotecnia: las nuevas catequistas son muchachas guapas y jóvenes, y los sacerdotes son más liberales y pedófilos… ¡Oh, por Deus, que los alejen del niño Jesús!

Que nos guarden y nos cuiden los nacimientos de heno y figuritas de proporciones descomunales. Mi madre solía poner cada diciembre el nacimiento en el patio de la casa, con esmero de mujer prendida de la fe y la esperanza. Aunque yo sólo ayudara a colocar los corderos en una diminuta parcela guiados por su pastorcito petrificado, siempre me pareció abominable que el niño Jesús fuera más grande que José y María, y apenas cupiera en el pesebre hecho de palitos. Nunca me supieron explicar por qué siempre tenía que acechar en las alturas, o escondido, un diablito del tamaño de un pecado (no como la ley matrimonial que dicta: el tamaño del regalo a la pareja es proporcional al tamaño del adulterio cometido). No lo entendí, o me convino creer que entendí, hasta que vi pastorelas, esas representaciones teatrales que terminan en pitorreo público gracias a que el diablito hace de comediante entre tanta aburrición clerical.

Lo más interesante en la vida de Cristo son los episodios de ira, el aislamiento o la crucifixión, y no necesariamente el nacimiento, por más que se haya tomado como el año 1 para contabilizar la historia de Occidente. Pero en mis delirios infantiles observaba el nacimiento en tardes ventosas y solitarias de diciembre. Atestigüé cómo corrían presurosos los pastores, cómo los tres magos seguían una estrella por el desierto de aserrín. Ahora sólo me queda la cuenta del carbón de mis navidades, suficiente para preparar una carne asada, acompañado de personas de confianza a las que no les interese más que conversar y esperar al siguiente día, empiernados, el bendito recalentado.

A los seis o siete años sospeché de las intermitencias de Papá Noel. Lo sospeché porque aquí no cae nieve, no hay osos polares que beban Coca-Cola y ninguna casa que cuente con chimenea. Excepto, eso sí, la casa lejana de la abuela, cuyos primeros recuerdos los guardo con cierto agrado y nostalgia. Si me acuerdo de mi abuela, sobrevuelan mis sueños en imágenes de una casa enorme, fresca, dos plantas, perdida entre las zonas conurbadas y pastosas de Guadalajara. Hacía mucho frío en su casa, y durante las fiestas de diciembre la calle era poblada por los vecinos que invitaban a quebrar la piñata, siempre rebosante de dulces, cañas y mandarinas. Mis padres, con humildes regalos, remediaron el hecho de que Santa Claus fuera inconstante o no pasara, como dios, por los parajes trasquilados de mi provincia. En más de una ocasión mi hermano mayor descubrió el lugar donde pernoctaban los regalos comprados por mis padres, y sin embargo eso no escindía la emoción de verlos sobre mi zapato en el amanecer del día 25.

Era un gusto y triunfo visitar la casa de mi abuela. Toda mi familia tenía que ir al corte de limón y después, ahorrado el dinero, viajar doce horas, lo que dura la noche redonda, en el extinto ferrocarril pasajero. Todavía recuerdo recargar mi cabeza en la ventanilla, afuera un azul profundo, morros oscuros y cerros iluminados por el claro de la luna; esto lo imagino acompasado al sonido de las ruedas sobre los rieles como incansable máquina de escribir, solitaria, en un pasillo abovedado. Las vías férreas que me vieron viajar, de Tecomán a Guadalajara, hoy ya sólo transporta minerales e indocumentados.

Algunos indocumentados que vienen de Centroamérica se han establecido en los perímetros de mi provincia, como si el sueño americano hubiera tropezado a medio camino. Me gustaría que no sólo esta Noche Buena sea “buena” para quienes tenemos dónde caernos muertos. ¿Y los que no tienen casa y comida? Pues los que vivimos como lobos esteparios podemos sobrevivir sin abrazos durante mucho tiempo, la cueva y las tundras son demasiadas cálidas para nosotros, pero los hay quienes transitan por ahí como almas que no tienen ni para una pena; es más triste si, por ejemplo, no tienen muerto a quién llorarle o ponerle velas.

Sólo para quienes nos ha costado saber cuánto vale un garrafón de agua, pensamos dos veces en qué gastar la quincena o el aguinaldo. Desde no hace mucho, cada vez que observo una escena de hambruna en las películas, me duele la humanidad hasta lo más recóndito y hago una mueca de desagrado. Para sobrevivir a tribulaciones al respecto fuera de casa, por suerte tuve una educación hogareña que consistía en atenernos a lo que hubiera ni preguntar qué era lo que íbamos a comer; de mi padre sólo sé decir que no sé cómo le hizo para no dejarnos sin comer ningún día, o mi madre que estiraba el dinero para toda la semana. Nunca faltó, durante mi infancia, una olla de frijoles y tacos de, cuando no sal, queso.

He pensado en una manera de festejar, con ciertos consumibles y simbolitos, las fiestas que van de noviembre a enero: en un pan de muerto pongo dentro figuritas de niños, hechos de azúcar y calavera, para partirla en doce, la madrugada de Año Nuevo. Así de sencillo. A quien le toque niño, que ponga la capirotada el 10 de mayo. Con un pan bien elaborado puedo reventarme una multitudinaria caterva de impresiones que mezcle las distintas fechas para justificar el gasto por el gusto (y no al revés).


Éste y otros motivos me dan la pinta para una farsa: pequeña obra de teatro cuyo fin es ridiculizar lo grotesco de los comportamientos humanos. Como la pastorela, este género me parece ingenioso y divertido, mucho más que las diatribas entre parejas y solteros, y uno que otro sancho volador (ustedes saben, queridos renos), poblando de bullicio los aparadores del centro comercial, la misma algarabía de la que huyo formulándome noticias de cantina. Si hay posibilidad de reír, me gusta; si hay posibilidad de recalentado, mucho mejor, pero de eso hablaré en otra ocasión. Felices fiestas patrias.

martes, 15 de diciembre de 2015

La carta madura

por Mario Note Valencia


Al madurar como la fruta, este espacio se polariza en la piel hecha de instantes, sábanas y relojes pulsera. Mientras miro el sol cobrizo tras el cristal raído de la ventanilla, el autobús avanza acompasado con el estertor del motor y los remaches; pronto se rebasa la estela de las casas y los hombres que incendian el polvo acumulado de las horas lúcidas. Prospera la noche: aún entre los últimos reflejos moribundos el polvo se vuelve arena y brilla esparcida en las calles. Uno puede caminar sobre el machuelo como por la orilla de los mares abiertos.

Escribo una carta en la oscuridad para que madure en las dos primeras horas del alba. Le escribo al taxista y a su hijo convaleciente, para que uno encuentre consuelo y el otro un remedio del tamaño de su suerte; a la vieja de los nopales como al joven de los elotes, poemas en ungüento a sus manos agotadas y bruñidas. Una carta y sueño a los trabajadores del campo con quienes compartí más de una huerta y un camión apretado de limones y sandías. A mis amigos desaparecidos de la infancia, a la china, al manco y al mudo, les escribo así como a mi primera amiga de la manzana.

Escribir una misiva es plétora verbal, vital y erótica. La carta madura las palabras que hemos escrito en el árbol de las necesidades primigenias. Por naturaleza, trasciende lugares, ilumina rincones, travesea errabunda por nuestros corredores en la búsqueda del Otro. Agita pechos, exhala suspiros o lágrimas. La carta es un asombro: un pequeño pétalo de impresiones cotidianas que van, conforme escribimos o leemos, hacia la opalescencia de lo extraordinario.

La intimidad es el descifre, la lectura de la carta. Íntima, cerrada o abierta. La inmensidad cabe en un pañuelo de papel, el trazo en las grafías, un doble sostenido que se registra cuando escribo tu nombre. El nombre es invocación, resonancia. Si te nombro, una ristra de sensaciones y recuerdos cautivan al astrolabio con que te escribo recargado en el pasado y las expectativas, a realizar o irrealizables; la carta es nostalgia o melancolía.

Las cartas más nobles son las que se escriben cuando nadie llama, o las que se reciben inesperadas. “Trocar la vida del Otro” se traduce en el mundo como confirmación de la vida. Acto erótico. Así uno muera antes o después del envío, o navegue por las calles como ritual para no llegar a casa temprano, todo sobre algo se habrá dicho y demostrado en un modesto escrito a mano; esto funciona incluso si se trata de una despedida. Hace mucho tiempo escribí una carta para mi primera amiga de la manzana cuando supe que ya no la vería; sólo entonces comprendí el dejo que sigue a la resignación y a la sonrisa de, quizá, nos veremos luego.

Pero hay cartas más secretas y descomunales: ensoñadoras, como pez del sueño que deriva en el estanque oblongo y diurno de la vigilia. Tierna la carne, libera las líneas. Una carta puede ser el rasguño que dejé en una amante para que su amiga lo atisbara y me quisiera igual o más que la primera. Una carta permanece en la mordida dibujada, malva, de la pareja, en donde sólo ella o él pueden verse en el espejo de baño. Una carta se escribe rasguñando el borde de la mesa en la que la otra persona come cereal por las mañanas. Una carta es preparar café, con ritual, constancia y entrega. Una carta puede ser como la oreja que van Gogh regaló a su pajarita.

Mi prima escribió, con flores y plantas de su jardín, el itinerario de un viaje para asombrar el vuelo fugitivo de un colibrí. Me dio celos, se lo dije en una carta, cuando prestó más atención a la llegada de la pequeña ave que a mis labios adolescentes; después de nuestro nido bajo el árbol de navidad en casa de mis tíos, la enredadera de nuestras manos en la cintura, la fruta que nacía en nuestras bocas, se apartó de mí para ver si el colibrí aparecía, frágil y sostenido, por entre las flores alineadas del patio. Mario, en dado caso, para mí tú eres una garcita. En otra carta me escribió sus dientes blancos y lechosos sobre la piel de una manzana que echó, discreta, en mi mochila de viaje.

Hay cartas que empiezan a escribirse con signos, ramitas secas de otros árboles, que se fraguan en la flama del amor auténtico: Necesito acordarme de todo…