lunes, 2 de febrero de 2015

Fiel detractor de Dios en la tierra



por Mario Note Valencia


“He intentado creer en Dios, pero siempre fracaso”
–Jorge Luis Borges

Quizá porque colaboré con un amigo en la fundamentación histórica de por qué los ídolos religiosos son utilizados por el gobierno (a través del clero católico) para neutralizar los problemas reales del país, se me llamó blasfemo y la venganza fue que nadie me avisara de la suspensión de labores en la escuela donde trabajo. Me presenté puntual pero nadie abrió la puerta, tampoco vi a ninguno de mis alumnos que siempre llegan temprano, mucho antes de las siete de la mañana. Convencido de la situación y a punto de retirarme, el alboroto de fuegos artificiales en el cielo, lanzados desde calles aledañas, detiene mi paso y me recuerdan que mi pueblo festeja a una Virgen que la tienen por bien venerada. Con el rumor a pólvora, mi memoria anticipa sus reservas para explicarme el descontento y al mismo tiempo simpática ironía: han pasado algunos años desde que dejé de seguir a un dios y de amistar con esas procesiones religiosas de mi pueblo.
No recuerdo qué oscuros motivos (porque sin duda debían ser execrables) me arrastraron para asistir constante a la misa católica de seis de la mañana solo, muy de temprano y frío, en un periodo de mi adolescencia en el que ya tenía sospechas de la existencia de un dios todopoderoso y omnipresente (qué indecencia de Dios, dice Borges, eso de estar en todas partes). Ignoro los motivos: no recuerdo a ningún familiar convaleciente, moribundo, hospitalizado, ni mucho menos una petición de arreglo sobre mi vida apenas novicia, o se trataba de una simple y graciosa rendición de cuentas: obligar a Dios para que pusiera su mano ausente sobre un detalle alrededor del mundo. Qué infamia de ese muchacho, ahora me digo, cuando podemos deducir que si existe un paraíso perdido, la Tierra es la boca del infierno y sus militantes católicos son las escorias sociales con mendigos decorando las calles.
            Tiempo antes de mi adolescencia viví atemorizado por la idea del infierno, por saber que cargaba con el pecado original y viviría, de por vida, condenado involuntariamente por la genealogía familiar: padres abandonados, abuelos que se casaban a los trece sin ningún supuesto sacramento, bisabuelos pistoleros que asesinaron en nombre de la Iglesia y tatarabuelos que abrieron fuego sobre cabezas y espaldas de otros durante la Revolución Mexicana. De esta manera, según la fútil fusta del catolicismo, estaba condenado a reventar mi cuerpo en los lagos ígneos del Averno; un simple niño, sobre todo, no puede con ese peso.
Supongo que si estamos preparados para vivir la eternidad en el cielo, también estamos listos para vivir el tedio del infierno. ¿Acaso no las almas que vio Dante condenadas en el infierno vivían milenios, adeptas al sufrimiento, pero aburridos de no conversar con nadie diferente a ellos? El cielo sería la misma cosa, sugiero, asediada de meloso romanticismo y nostalgia por la vida, y sólo el dolor (ajeno al paraíso) sería el único síntoma humano porque es, mientras vivimos, perceptible a esta maquinaria que es el cuerpo; además, si nos vamos condenados, sería un gusto compartido ver de nuevo a todos los héroes de la mitología y a todos los poetas imprescindibles, desde Homero y seguidores de Aristóteles, que fueron excomulgados.
            Por otro lado, y para comodidad de todos, no debimos haber abandonado la cosmología de la maravillosa Grecia Clásica, persuadidos de que sólo hay un lugar, sin moral ni discriminación, a donde pararemos todos tras la muerte, en los oscuros antros del río Aqueronte y conducidos hasta el lugar navegando en la barca de un viejo barbudo que no espanta a nadie (pues la imagen de la parca, como la suponemos, apareció a parir del imaginario medioevo). Ahí, en esos lugares de muertos, como lo hizo Aquiles y Eneas, antígonas de Troya, volveríamos a ver a nuestros familiares sin ningún olvido de nuestra vida pasada. 

 

 La pintura favorita de Adolf Hitler, cosa curiosa, era aquella que mostraba la entrada rocosa al mundo griego de los difuntos (La isla de los muertos según Arnold Böcklin). No era el único obsesionado por ver la muerte, ensoñar con ella, contar con el cuadro original en su recibidor, pues Ludwig Wittgenstein decidió por voluntad propia (y sin ninguna necesidad económica) surcar en las filas de la Primera Guerra Mundial “para ver la muerte de frente, hablar con ella cara a cara”. Por supuesto, en ninguno de los dos casos existió un divertimento al respecto, sino motivos y licencias que concede el arte y se escapan a los confines de la humana pasión individual.
            Sólo una vez, en sueños, vi el rostro de una mujer bellísima que di al instante valor celestial: el cielo existe y ella vino a deslumbrarme, me dije al despertar en sudores. Después de eso, y desde no hace mucho, sólo toca a mi puerta, en mis noches de ocio, un Belcebú envejecido. Después de ajustar cuentas en la sala, de hablar del sexo y de la muerte, convenimos casi siempre en ir a una taberna de la ciudad donde tocan jazz y venden exquisita cerveza de barril. Aun cuando estamos delirantes por el amor etílico, Belcebú no suelta palabras en vano: no me confiesa, por ejemplo, si existe o no un infierno como nos lo han pintado.
            A él, precisamente, le he contado varias veces, mientras ríe enervado y da tumbos de cabeza sobre su tarro, cómo llegué a dejar de sufrir el pecado de ese catolicismo viciado que me regalaron de nacimiento. Mi desprendimiento fue en la adolescencia, Belcebú, entiende, no te rías. Bueno, ríe si quieres, venga, me gusta que rías. Ah, no cabe duda que la adolescencia es un fuego clave que incendia en dudas, que sospecha y se entrega a la rebeldía, y si es por suerte dirigida a excelentes decisiones, despega en grandes consecuencias, felicidades instantáneas donde los valores del mundo tiemblan y desenmascaran una verdad más fascinante. La adolescencia puede definir, sin atar, la disposición futura con el mundo. ¿Qué vas a ser con este fuego, sobrino? ¿Devorarlo y consumirte?
Me cuento entre los jóvenes que se conciben ya insatisfechos, exigentes con lo cotidiano, tendidos muchas veces al tedio que aparece de imprevisto en las horas del día, y por eso nos convertimos en buscadores hambrientos, dionisiacos, del instante: ese espacio del infinito que cabe en el amor de una mano que nos acaricia el rostro y luego baja sin reparo por el camino a la perdición trastocada. Me cuento, sin pertenecer a ninguna grey ni asociación acreditada, entre los que se desviven por vivir en ese instante pleno, de los que mueren porque no mueren, habitados de hedonismo activo, sin descanso, hedonismo sin ataduras o más bien estimulado para sobrevivir al yugo del pujante pasado y el presente móvil, río abajo. Allá va el rostro sobre la nueva página leída, la nueva melodía de la música, invisible pero encontrada, sabida pero intraducible, ornato del jazz siempre distinta cada vez que se ejecuta; mirada puesta sobre las pinturas del corredor y el cuerpo que se pinta de deseo, el paladar dispuesto a los sabores y saberes, los sentidos alargados de la nariz y de la lengua, el lenguaje de la piel y las vocales, del tacto en los dedos (y en la punta llevan fuego), entregados todos a encriptar deseos fugaces alrededor de quienes deseamos, igual mortales, para que vengan y nos visiten. Apenas nos dan una mano, buscamos el cuerpo entero de los espíritus y de las cosas. Tu corazón es un espacio que cabe en el universo, según el camino sufí.
            También me cuento entre quienes ven la negación de Dios, por medio de la palabra, como un acto erótico. Georges Bataille, filósofo de esta armonía sobre el erotismo vital, guió sus bases con la idea de que un acto erótico proviene de la pulsión auténtica y nueva que llevemos a cabo, a través del cuerpo, en algún momento de nuestra vida cotidiana (no sólo la parte sexuada, sino actos descomunales como aventarse de un paracaídas), y  que por eso mismo nos renueva el espíritu. Cuentan que él mismo, Bataille, fue un religioso empedernido y llevó a cabo uno de sus más grandes actos eróticos: ir a una iglesia y gritarle groserías a Dios, al propio dios que había respetado. Aunque en ese tiempo no era extraño que alguien lo hiciera, para Bataille significó un desafío. Sólo nos podemos imaginar el placer que sintió al hacerlo si recordamos los placeres que hemos experimentado al desdibujar las líneas, vivir al filo de la incertidumbre.
            Woody Allen, que nació en hogar del judaísmo, llevó el mismo erotismo de Bataille al arte cinematográfico, de manera que contadas veces retoma lo risibles que pueden llegar a ser las reglas judías cuando el simple ser humano se encara con las pasiones humanas. En una ocasión sus productores le preguntaron por qué la necesidad de blasfemar en sus películas: “Bueno –contesta–, Dios sabe que soy su fiel detractor en la tierra”.
            No hay cabida, es cierto, para dedicarse a ser un ateo aguerrido, un ateo oficial y acreditado, porque no podemos perder el tiempo en esos vanos esfuerzos cotidianos (muchas veces los ateos son tan fanáticos de sí mismos que se vuelven amistades indeseables para cualquiera). Woody Allen, por supuesto, ni muchos otros, se dedican a seguir el itinerario del ateísmo, porque es un asunto superado. Decía el mismo Friedrich Nietzsche que no deseaba simpatizar con simples y débiles ateos, ni con anarquistas, porque, en efecto, “el anarquismo y el cristianismo no sólo son palabras parecidas: las dos desprecian la vida”. Desde ese punto, es desdeñable ir por la vida negándola, ser pesimistas, queriéndose morir a cada rato con estupefacientes en la mano, síntomas de la decadencia, “por no resistir los latigazos que da la vida”. El filósofo alemán, como todo dionisiaco, ni siquiera tocó el nihilismo, sino que hablaba de la redención del espíritu a través de una conciencia que apreciara la vida y reconociera que, para lograrlo, debía notar los vicios del cristianismo: humillación ante Dios, ejercicio de la compasión, de la culpa y la moral, en fin, de todo lo humano, demasiado humano.
Sentirnos dioses, después de que dios ha muerto y que nosotros, seres de la modernidad, lo hemos matado, responde a la voluntad de poder ser igual que ellos (evitar la decadencia) y sólo así estaríamos acercándonos al proyecto vital de Nietzsche. ¿Por qué Nietzsche dedicó su vida para que el futuro se librara de la moral cristiana? La razón la encontramos en un dato biográfico terrible: su padre, aferrado a la religión, esperó la muerte asistida por un dios desconocido (y no por médicos reales). Nietzsche esclareció el hecho de que su padre dijera no a la vida, muriera, por el fanatismo religioso, por ese tan crecido lema de “será lo que Dios demande”. Tal crueldad atestiguada, se esparcieron emociones contrarias en el infante Friedrich, por lo que se internó en el conocimiento más completo de teología hasta su tiempo; según documentaciones, Nietzsche fue el joven estudiante más avanzado en las clases de religión, sin sospechar que ésa sería después su principal herramienta para desmenuzar el cristianismo desde la raíz hasta sus últimas consecuencias.
El filósofo alemán realizó una gran reflexión sobre cómo la cristiandad ha cosechado hombres débiles y esclavos, sobre cómo arrebata vidas en la tierra asegurándoles pases de cortesía en el cielo. Hecha pública su revelación, lo llevaría a perder los pocos amigos con los que contaba y directo un progresivo delirium tremens motivado por la soledad e incomprensión de sus coetáneos, sus propios viejos amigos, de los que tuvo que alejarse para vivir y concretar su filosofía. Como bien escribió un escritor mexicano: “Nietzsche primero tuvo que ser un gran ángel para llegar a ser un gran demonio”. Friedrich Nietzsche amó al ser humano y regresó de las montañas como Zaratustra, pero al verse rechazado comprendió que, primero, llegó demasiado pronto y, segundo, acaso podía amar a los hombres del futuro si desgajaba por completo la inútil coraza cristiana (matriz de lo católico).
El amor sincero al otro no se mide en cuerpos divinos  (lo expresaba así Cabrera Infante para soltar los cuerpos desnudos de tensiones innecesarias), pero hay instantes, es cierto, en los que creemos ascender a lagos septentrionales, beber de esa agua infinita, absorber la eternidad escondida en los cuerpos e invocándola, tras rituales, para que venga, se venga, a nosotros, buscadores del instante. Lo divino es para los dioses, pero hurtamos el fuego como el osado Prometeo para regalarlo a los mortales. El fuego no sólo puso la luminosidad en las penumbras, también entregó el conocimiento y las artes, el amor febril y la soledad habitada del eremita.
            Recibo todo en el mismo segundo en que truena una luz en el cielo, se desfragmenta en centellas de colores y, con la pólvora a mis pies, me recuerdan que definitivamente no habrá labores escolares por motivo, entre otras cosas, del festejo religioso. Cuando me digo, entre sonrisas, que cómo son las cosas: yo que me vestí uniformado y me peiné con tropiezos, llega a mi pecho la soledad habitada en mis noches de ocio y al momento me habla la imagen de mi pequeña niña Lulú, una frenh poodle encantadora, que me espera en casa con el miedo al ruido de los cohetes. Retorno al camino a mi morada, recuerdo de tanto en tanto la primera vez que un dios fue desplazado de mis días. Surco las calles, me acerco a mi destino, alcanzo las primeras sombras de luz que me reciben en mis aposentos abovedados, como la rata divertida que me miró esta mañana a través del espejo: me hundo entonces en la música de Chet Baker y, tranquilo, con Lulú en mi regazo, ensueño mis horas sin tiempo, las del niño con el cuerpo de veinte años o la del adolescente de diecisiete que se sintió como de cinco. En lugar de estar impartiendo clases, aquí me encuentro escribiéndote esto.
Woody Allen, en una de sus cintas, sabe cerrar este caso: Balbuceo, casi un rumor desde el asiento trasero.
–¿Qué pasa?
 –No sé. Nada. Sólo me he estado preguntando –dice el pasajero al taxista– lo extraña que es la vida, sus misterios, sus…
–Señor, la vida es: como todas las cosas.