viernes, 26 de agosto de 2016

Dos días

por José Calderón Mena


Han transcurrido algunos años desde que ocurrió un evento en mi vida para el que no encuentro una explicación lógica y del que sólo puedo consignarlo tal como lo recuerdo.  

He llegado a pensar que el tiempo no viaja de manera lineal y que, por el contrario, de pronto nos atrapa en un laberinto circular que pone en nuestro camino sendas, fugas y atajos que no buscamos, pero a los que somos arrojados de manera casual o fortuita.

Sin embargo ¿habrá algo casual en el transcurrir del tiempo, o existe una pre-determinación que nos hace viajar, arrastrados por una misteriosa inercia que podríamos llamar destino?

He aquí los hechos:

Después de una semana de trabajo, quise aprovechar el tiempo de un llamado “fin de semana largo” para visitar a un amigo al que hacía mucho que no veía. Para ello viajé en mi automóvil, el mismo viernes por la tarde, a un pueblo cercano donde él vivía con su familia.

Después de disfrutar de dos días compartiendo recuerdos infantiles y anécdotas de juventud, emprendí el regreso a mi lugar de residencia, distante unos sesenta kilómetros de la casa de mi amigo.

Casi a la mitad del viaje de regreso vi, con extrañeza, una angosta brecha adosada a la carretera sobre la cual no había reparado antes. Había recorrido incontables veces la misma carretera, pero nunca había visto la brecha que les cuento.

Como me pareció que podría aprovechar las horas que faltaban para que el domingo cerrara con la noche, decidí curiosear un poco, pues la tarde era apacible y la sinuosa y arbolada avenida que se extendía hacia adentro invitaba a recorrerla

Al llegar a una pequeña loma, el camino terminaba de manera inexplicable, así que detuve mi auto y subí a pie la loma para ver qué había del otro lado.

Observé, maravillado, un pequeño cuerpo de agua rodeado de encinos florecientes y lánguidos sauces llorones que daban al paisaje, brumoso y vespertino, algo de irreal y misterioso. Estuve un buen rato contemplando el extraño y apacible paisaje.

De pronto vi venir hacia mí un anciano de aire campesino que, apoyado en su bastón, caminaba lentamente con una sonrisa amable. Tan pronto como nos vimos a los ojos él levantó su mano izquierda a manera de saludo.

Le pregunté si vivía en aquel lugar y me contestó que no, que sólo estaba ahí para orientar a los viajeros en su camino de regreso.

Instintivamente, volví la cara hacia la brecha que creí haber recorrido para llegar al lugar donde me encontraba con el anciano, pero no vi la vereda ni mi auto estacionado. El buen hombre sonrió compasivo y me dijo que no me preocupara, que a esa hora la luz era engañosa y no tardó en darme instrucciones precisas para dar con mi vehículo.

*

Perdida por completo la noción del tiempo, llegué a casa pasada la media noche del día que yo suponía era domingo. No podía estar más equivocado, porque encontré en mi contestadora mensajes de reclamo y extrañeza por la falta a mis labores en los dos últimos días: ¡era la madrugada del miércoles!

Al día siguiente justifiqué mis faltas lo mejor que pude y me reintegré a mi empleo como quien está dispuesto a ponerse al día. Pero no dejé de pensar y preguntarme qué había sucedido. La brecha, la loma, el anciano. La tarde surreal de un domingo cualquiera.

El siguiente fin de semana volví a la carretera para buscar la vereda por la que me había extraviado. No la encontré. Por más que busqué, no encontré el camino a la loma ni al lago, ni mucho menos al viejo que me había saludado y dicho el camino de regreso.

Pero sobre todo busqué esos dos días de mi vida que no he podido explicarme adónde fueron a parar.