domingo, 28 de julio de 2013

El sentido de la brevedad

por Mario Note Valencia


Lo bueno, si breve, dos veces bueno…
Sí, pero no abusemos de la brevedad.  El silencio también forma parte del discurso y  no sólo se trata de una omisión de la palabra; es el rellano del diálogo. Sin generalizar, no todo silencio es descanso y no todo silencio debe ser activo, dirigido. La brevedad, sin duda, tiene que ver con el movimiento del silencio. En esta oportunidad de ser breves, deberíamos observar dos de sus extensiones más comentadas:

·        Lo bueno, si breve, dos veces bueno: aquí es necesario revisar primero qué es bueno, después revisar su extensión. Por lo común, lo bueno interviene en la percepción de quien emite el mensaje y olvida a quien lo recibe. Decir «Ya pasó todo», no nos salva de que alguien más, fuera de contexto, desee saber qué fue lo que ha pasado ya. Seamos breves y justos.

·      Economía del lenguaje: en este caso, el objetivo es “economizar” el empleo de las palabras. Ya no se trata de ahorrar las expresiones para usarlas después, sino de evitar su empleo. Esta economía también beneficia al lector, sobre todo.

Ser breve significa, en primera instancia, dar oficio a las extensiones menores. ¿Y si no somos breves? Sin preocupaciones, todo recae en la conciencia, siempre la conciencia, que exista en el escrito.

Entonces, ¿tiene sentido darle ‘vueltas’ al asunto y nunca llegar a lo que quiero decir?, ¿tiene sentido sólo decir lo que quiero sin ‘perder el tiempo’ en otras aperturas del diálogo? Todo esto depende de cada persona. Cada hablante decide sobre la extensión de su mensaje, y tiene sentido en tanto que es significativo para su voluntad.

¿Tiene sentido que yo decida ocultar muchos aspectos en un mensaje? Seguramente, si no deseo que se enteren de algo más, optaría por ser breve y directo; no ofrecería detalles que permitan a mi escucha intuir que le oculto algo. O tal vez yo no sea breve porque deseo hacer notar que un simple hecho está rodeado de explicaciones que la justifican, como una cadena de consecuencias.

La brevedad, en cambio, no funciona sobre la deshonestidad. El mentiroso auténtico debe crear una cadena de consecuencias, entre ficticias y reales, que conduzcan a que un hecho pase por verosímil. La mentira (el engaño que siempre tiende a lo perjudicial) se sirve de ser breves una vez, luego de que esa brevedad se explaye en una explicación convincente.

Debe haber un sentido de correspondencia entre la intención y lo expresado: la conciencia de que nuestro mensaje es tal como debe ser. ¿Somos buenos o malos constructores?, eso lo vemos en nuestro uso de la lengua oral y escrita, cómo nos adecuamos al discurso necesario. Honestamente.

Por cierto…
Un filósofo michoacano cree que debemos juzgar a las personas no por sus respuestas, sino por sus preguntas. Podríamos decir, entonces: dime qué preguntas y te diré cuáles son tus intenciones. Quizá, ¿cierto?, pero no se vale generalizar. 

miércoles, 24 de julio de 2013

La violencia de reconocerse en la mirada

por Mario Note Valencia


En un debate acerca de la violencia, los participantes comentaron sólo a través de la perspectiva física de los golpes, del lenguaje de exclusión o la fabricación de armas para la guerra. Eso fue, hasta que alguien más tomó la palabra para citar un poema en el que se describía la violencia con que un recién nacido irrumpe el vientre de su madre para salir al mundo. En ese momento, la violencia quedó en un plano más auténtico.

Aquel diálogo, por cierto, se abrió con la reflexión de un filósofo en el que describía la tensión inmediata que existe en el acto de mirar a otra persona. Mirar, pues, a los ojos como un acto de reconocimiento y de mutua confirmación de que, al menos, “yo no podría asesinarte; pero no sé si tú lo harías en contra mía”. En la mirada con el Otro*, sin duda, ambos pueden llegar a pensar lo mismo. Sin embargo, lo que no permite que uno le provoque violencia física al Otro es y ha sido la ética. En esencia, esa tensión, ese reconocimiento, es una manera de violentar nuestro entorno.

Así como el niño recién nacido violenta el mundo con su introducción al mundo, del mismo modo hay violencia en la manera en que nos comunicamos a través de la mirada: entrar en la vista de alguien más. Si observamos bien, quizá la ver como “hermoso” la violencia iluminada del parto, se acompaña de la noción de que allí nace, y viene a nosotros, un ser en el que quizá algún día nos podríamos sentir reconocidos.  Hace falta la voz de alguien más para que diga que existimos, para que nos nombre.

Sólo en el diálogo encontramos el reconocimiento, sólo en la comunicación con el Otro sabemos que ‘somos’. Esto lo dijo un filósofo alemán, al mismo tiempo que afirmaba que el ser humano es, por naturaleza, un ser violento. El lenguaje de la palabra, y el hecho de ejercerla, también es una manera de violencia, cuyo rompimiento, igual que en el parto, da a luz a un conocimiento nuevo. Los nombres de las cosas, para señalarlas y reconocerlas, provienen de este tipo de violencia. La palabra, el discurso, es una forma de violentar nuestra lengua con el pensamiento. No habría este tipo de rompimientos si no hubiera un motivo soberano: el de entablar diálogo con el Otro.

Los objetos que utilizamos (hasta los más naturales) son violentados en el mismo momento en que ‘nos sirven’ para algo. La utilidad proviene de un sobre-entendimiento, y de un sentido de conocerlo. Así que estar en el plano del conocimiento consiste en haber ranurado la corteza, el límite.

Con buena suerte y esfuerzo, quizá volvamos a experimentar el rompimiento del vientre, a salir de un claustro en el que se ha pasado suficiente tiempo, y el gran tamaño de nuestro espíritu exige, con natural violencia, ocupar un espacio en otro lugar. No olvidemos que, después de eso, estaremos en el mundo que siempre nos espera, y con el único mundo en el que podemos saber que somos. Honestamente.

*Cuando hablamos de “el Otro” (con inicial mayúscula), aquí nos referimos a las esencias vivas, las dotadas de razón humana: una persona.

domingo, 21 de julio de 2013

Niño por un día

por Itzayana Delgadillo


Hace unos días, mientras observaba a los niños jugar en el parque, descubrí que me había olvidado de lo que es divertirse despreocupadamente, ¿tú lo recuerdas?

Cuando era pequeña me encantaba jugar en la tierra, arrastrarme en el suelo y ni qué decir de los pasteles de lodo; sí, hoy suena un poco asqueroso, pero cuando era pequeña la verdad es que eso no me importaba. Aún recuerdo a mi abuela regañarme por usar sus plantas para jugar a la comidita, a mis hermanos jugando futbol conmigo en la lluvia y  a mi madre regañándome porque dejaba asquerosa la ropa; ésa sí era vida.

Ahora dejo que la etiqueta de “adulto” me absorba: vivo los días muy de prisa, siempre tengo demasiadas cosas por hacer y casi siempre estoy cansada; pero lo peor de permitir que lo adulto me domine, es que las reglas que rigen este tipo de vida marcan la mía y, me temo, ya no disfruto de algunas cosas como cuando era pequeña.

Sin embargo, después de observar a los niños divertirse, decidí tomarme un día para volver a disfrutar la vida como enano. Ventajosamente tengo tres hermanos menores que facilitaron mi aventura y con ellos jugué a redescubrir el mundo: fuimos piratas que navegaban por el maravilloso mar azul,  astronautas que viajaban entre estrellas, conductores de carros de carreras, chefs de un famoso restaurante (sí, hice muchos pasteles de lodo), también fuimos soldados, futbolistas y buzos. De igual forma, comimos demasiados dulces, disfrutamos de un frutsi congelado, nos revolcamos en el lodo y tuvimos una guerra de globos de agua.

Al final del día, tenía la cara y la ropa llenas de lodo, sólo que esta vez mi mamá ya no estaba regañándome; al contrario, pude notar cómo su mirada se llenaba de ternura, pues a pesar de mi edad, ella siempre me ha visto como su bebé. Después de un baño, nos sentamos en familia a ver “Buscando a Nemo”, mamá nos consintió con un poco de chocolate caliente y papá me acurrucó entre sus brazos, debo decir que es una maravilla ser o sentirse niño.

Cuando se es niño, las preocupaciones son menos, los prejuicios no te afectan –bueno, no tanto–  y todo pasa más rápido. Los niños tienen la habilidad de perdonar los errores, de aprender con facilidad, de curar  heridas, de regalar sonrisas y de dar felicidad; no digo que los adultos no lo hagan, los niños hacen que todo parezca muy fácil y hay cosas que a los adultos, y a los no tan adultos, se nos complican un poquito.

Propongo que una vez al año –por lo menos– nos tomemos un día libre y lo disfrutemos como niños. Lo cierto es que para disfrutar la vida como niños, no hay necesidad de embarrarnos con lodo (aunque eso hace que todo sea más divertido, no es necesario), pero para escaparnos de la vida adulta –aunque sea por unos segundos– lo único que se necesita es caminar por la línea amarilla de las banquetas, ver y disfrutar de una película infantil, saborear una golosina o disfrutar de un día de lluvia (me refiero a salir y caminar –o bailar– bajo la lluvia), no es tan difícil y la satisfacción que eso te da  mejora tu vida de manera significante.

Sentirse niño de nuevo es mirar las cosas de diferente manera, es ir más despacio, es observar cuidadosamente las huellas que vas dejando en la tierra. Sentirse niño es re-descubrir el mundo y darte cuenta de que las cosas no van tan mal como parece. Sentirse niño es creer en la magia y dejar que esa magia ilumine tu vida; anímate a vivir la vida como un niño. 

jueves, 18 de julio de 2013

De la decadencia en la arena

por Rafael Frank


En la lluvia la ciudad se me inundó de otro cáncer, huí como aquellos que cuentan en su calendario sólo trescientos días, cegué la cuenta de los años bisiestos y cuando tuve por fin el vigésimo noveno día mirar cómo muere la nieve fue el único refugio; mis poros, hundidos en los líquenes bajo cero colaboraron siempre con el ofrecimiento de los siempre llorones sauces; dentro en la niebla de alguna urbe milenaria y hechizada, habría prometido un cielo bajo otra orografía, bajo otra hidrografía.

He deseado que el río no sea más que un listón del color igual al techo que hoy me cubre, ante eso cedería; que la piel sea listones, eso también he deseado. Que entre el gran cauce y los jirones de tela siempre haya un punto donde puedan fundirse las sentencias que por muerte hacen suyas las nevadas; así, mirar derretirse la blancura sólida.

A las rocas el río las ha vuelto finas en su superficie, son testigos únicos de la paciencia hidráulica, entre el agua viajera desaparecieron las aristas y vértices que sobraron a las piedras que hoy son esferas. En la corriente de este río se agotan los ópalos pulidos que llevamos en el rostro, entre miradas y noches suspendidas por parpadeos. He deseado tanto que sea un listón, para que no puedan escaparse por allí los libros en su tradicional tendencia a naufragar en pares.

La humedad es fiel a su juramento, enajenada en su actitud cordial, invade. A los huesos de calmada cronología los agrieta y entre cada fisura los consume hasta el tuétano. Cuando el centro esponjoso de la osamenta había desaparecido, recorrí uno a uno los túneles y entre pequeñas luces aceitosas entregué mis respiraciones.

Envuelto en iluminación de lava, el polvo blanco de la nieve, de los huesos y de los libros viejos se agota poco a poco a través de un delgado viaje, en el destino la humedad reclama sus derechos de ciudad; allí, girar el reloj no dejará caer nuevamente la arena.

sábado, 13 de julio de 2013

Reloj

por Karo Velázquez


Cada mañana el reloj está ahí. Tic tac, tic tac. Escucho el movimiento de las manecillas. Es muy extraño cómo un objeto inanimado puede provocar tantas cosas en nosotros.

Si tenemos prisa, nos agobia. ¡Qué rápido avanza el tiempo! En cambio, si queremos que el tiempo avance lentamente, parece que aún no ha terminado de dar el primer “tic” cuando ya está sonando el “tac”.

Cuando preservamos un reloj, preservamos con él muchos momentos: la hora del nacimiento del primogénito, las doce campanadas, la noche vieja y la llegada del año nuevo… También esas veces que una madre miró desesperada la llegada de la media noche para iniciar la serenata por los 15 años de su hija. ¡Sí que son muchas cosas!

Quizás no notamos la ausencia del reloj hasta que no lo tenemos con nosotros, hasta que sentimos la mano desnuda por la falta de aquel pequeño reloj de pulsera. Considero que en ese reloj, en ese accesorio, se conserva lo más valioso que uno tiene: el tiempo.

Si no medimos el tiempo somos capaces de emplear mucho tiempo en asuntos innecesarios, dejando de lado las importantes: las pequeñas, grandes y verdaderas cosas que nos llenan la cara de felicidad.

Amemos al tiempo, amemos ese reloj de pulsera, ese reloj de pared… El reloj digital. Hagamos que ese “accesorio” sea importante para nosotros por el simple hecho de recordarnos que todo tiene su tiempo y su lugar. Por recordarnos que no podemos adelantar pero tampoco podemos atrasar las cosas.

Valoremos el tiempo porque no siempre estará con nosotros. Valoremos ese reloj que ha estado con nosotros desde mucho tiempo atrás, que quizás también nos recuerde que fue el primer regalo de nuestra madre cuando entramos a la adolescencia, que es el objeto que más veces hemos mirado y no nos habíamos dado cuenta…

Apreciemos ese reloj, escuchémoslo y hagamos cosas verdaderamente plenas con el tiempo que nos marca, antes que la manecilla se detenga y tu tiempo no camine más. Tic, tac…

miércoles, 10 de julio de 2013

Una Adelita de la Revolución Mexicana

por Karo Velázquez


Popular entre la tropa era Adelita 
la mujer que el sargento idolatraba 
porque además de ser valiente era bonita 
y hasta el mismo coronel la respetaba…
(Corrido de la Revolución Mexicana)

¿Qué sabemos de la Revolución Mexicana?: que fue un movimiento armado, que mi bisabuelito estuvo ahí, mes de noviembre, y que Porfirio Díaz era un hombre muy malo.

A más de 100 años de este suceso, muchos hombres han sido reconocidos como héroes nacionales, y con el tiempo parece que se ha dejado de lado el recuerdo de la participación femenina.

Ciertamente es que, allá cerca de 1910, las mujeres vivían en desigualdad social e intelectual, pero nada les impedía tener carácter y valentía suficientes, pues un buen día decidieron demostrar y apoyar a nuestro México, liberarlo de las garras de un dictador que, hasta entonces, nos había impedido el derecho a la “no reelección”.

Y es que, reconózcanlo o no, la mujer tuvo un papel importante dentro de la historia nacional luego de que los hombres se fueran al frente de las batallas, mientras dejaban sus empleos, los cuales fueron ocupados por mujeres (entre esposas, hermanas, hijas y cuanto personal femenino estuviera presente y disponible para el trabajo). Aunque también hubo personal masculino que ocupara estos empleos abandonados. Las mujeres tenían iguales, o quizás mayores, actividades a las desempeñadas por los hombres.

Si buscamos un poco más de información, nos aparece que el papel de las mujeres fue de lo más básico: cocineras, enfermeras, secretarias, madres, esposas, maestras… ¿Básico?

Lo cierto es que, básico o no, el personal femenino es, ha sido y será, activo partícipe en la vida social, económica y política del país. Si no lo creen así, recordemos a María Arias Bernal, mejor conocida como María Pistolas, quien se desempeñó como maestra, ya de por sí muy respetable, hasta 1909 cuando se unió al movimiento maderista iniciando después una lucha incansable por derrotar al movimiento de Victoriano Huerta. También declaraba discursos, leía poemas y composiciones en reuniones de cada semana, a las que una vez asistió el general Álvaro Obregón cuando él mismo entregó su pistola diciendo: «Esta arma que ha servido para defender la causa del pueblo, la entrego a esta valerosa joven porque aquí en México sólo puede ser confiada en manos de mujeres». María Pistolas murió joven, ejerciendo el altruismo hasta los últimos años de su vida.

Como vemos, mujeres guerreras (en muchos sentidos) existen. Generalizando un poco más, no por falta de personajes sino de espacio, ponemos en alto el nombre de Adelita, pues representa a todas aquellas mujeres que lucharon amplia y arduamente por el México que tú y yo estamos viviendo.

Entonces, mujer moderna que estás leyendo esto, propongo que te pongas de pie, agarres tus armas y defiendas tus derechos, convirtiéndote así en una verdadera Adelita de la Revolución Mexicana… Claro, metafóricamente.

sábado, 6 de julio de 2013

La ciudad: sobre el viaje y los tipos de viajeros

por Mario Note Valencia


Hasta el día de hoy caí en la cuenta de que la ciudad me mantuvo en la periferia. Como un nuevo invitado en la casa, estuve en la antesala, antes de pasar a los lugares íntimos: como el comedor, la cocina, el sanitario, las habitaciones (hay lugares en las que el extraño nunca podrá explorar, y eso es comprensible). La ciudad me recibió desde antes de que yo abordara el autobús hacia ella, y toda la noche, durante el viaje, no soñé más que en las expectativas que formulé semanas antes. Me vino también el recuerdo de dos años atrás y la difícil experiencia que tuve durante una breve estadía. Ahora, en este nuevo viajar hacia ella, las circunstancias y motivos son otros; se puede decir que la ciudad iba por fin a entrar en mi pecho, definitivamente, y durante toda mi estancia yo estaría desgranando su sustancia, la que pudiera, ya sin expectativas.

Así fue como se me han ido borrando las expectativas, y el lugar de mi experiencia comenzó a llenarse de instantes verdaderos. No es funcional llegar al lugar de la experiencia y contar con que podamos expresar: “así me imaginé que lo sería”. La sorpresa puede llegar de dos maneras: o somos tan ingenuos para no intuir lo común, lo ordinario, o la ciudad a la que se viaja realmente no guarda nada metafísico qué ofrecer; sin embargo, es probable que, ante opiniones negativas de las ciudades, se encuentren con que son en realidad viajeros inadecuados.

No importa hacia dónde y qué dirección se viaja, poner los pies sobre nuevas tierras implica el sentido renovado de la experiencia. Recorrer las calles diciendo: “se parece tanto al lugar donde vivo” cubre de una falsa impresión, provocada sólo por el viajero;  lo mismo sería si uno, en cuanto conociéramos a una persona, le dijéramos que se parece tanto a otras personas que conocemos, colocándoles al instante una máscara con anticipación. No nos reservamos el hecho de pensar que cada persona es, en esencia, única. Los espacios habitables también son únicos. Allí se ve, pues, una falta de respeto al prójimo y a los espacios ajenos a nuestro conocimiento, por eso exhorto a los lectores efímeros para que no lo hagan, o para que no compartan experiencias con este tipo de viajeros que no pueden desprenderse de su tierra materna. Además,  por cierto, concordemos algo real y seguro: si son malos viajeros, son malos residentes en su tierra.

Habrá, en cambio, buenos residentes que sólo les haga falta acondicionar sus sentidos para recibir los nuevos lugares. Esto no se logra antes de la experiencia, debe haber una exploración real (buena o mala) y, como en mi caso, aprender si es necesario de  difíciles golpes hasta sensibilizarme, hermanarme (si vale la expresión) con la ciudad.

Perderse en ella, angustiarse los primeros días, sentirse en el exilio, o simplemente temerle a la gente de la ciudad, ya es ganancia. No queremos llegar a una costumbre, porque sería disfuncional acostumbrarnos a la paranoia. La paranoia causada por las condiciones de la nueva ciudad constricciona la experiencia del viaje. Aunque fuera el viaje hacia la provincia, la paranoia puede aparecer en la imaginación de que la tranquilidad y el silencio es signo certero de que algo anda mal. Como siempre, recordemos, no todos los lugares (pequeños o grandes) tienen por qué parecerse entre sí. Tan sólo hagamos la prueba: mantengámonos un tiempo en la periferia, como en los suburbios, y luego habitemos el corazón de la ciudad. Los días y las noches tienen otras iluminaciones, otros matices de silencio y bullicio.

No hace mucho, un conocido se burlaba de otra persona que viajó a la India (es decir, al otro lado del mundo) sólo para encontrarse con un paisaje muy parecido a su lugar de origen, de manera que, al enviar fotografías de su nueva estancia, no se encontraba (en apariencia) diferencia alguna con la ciudad que había dejado. Yo esperaba que esta persona no se creyera en la creencia de que fuera así, pero, desafortunadamente, fue esta misma persona que dio la idea a los demás acerca de que su viaje “había sido en vano”. Entonces ¿qué tipo de extravagancias deseamos encontrar en los viajes? En ese caso, basta con visitar los grandes centros comerciales donde los aparadores (con luces e imagen) se renuevan de acuerdo a las tendencias de la moda.

Para algunos viajeros los atractivos de las ciudades han sido las mujeres, la condición política y la expresión artística. En Tijuana todavía hay turistas (en especial extranjeros) que por la noche salen en busca de algún voceador que, afuera de bares, tugurios o men´s club, anuncien el tan mitificado “Donkey Show”. He sabido de personas que abordan taxis y preguntan por lugares secretos donde realizan ese tipo de presentaciones sexuales; los taxistas prometen llevarlos a un lugar en las afueras de la ciudad fronteriza, donde sólo ellos están acreditados para saberlo, pero cuando están solos en la carretera, estos precavidos conductores asaltan a sus pasajeros, entonces en lugar de encontrar un “Donkey show”, encuentran la mala experiencia de no intuir al mismo tiempo el hecho de que una presentación de tales condiciones, estaría (más por higiene que moral) prohibido por la ley. Sin embargo, las lenguas más sabias de Tijuana aseguran que hace muchos años llegaron a realizar una presentación (incluyendo un “Dog Show”) en un conocido bar del centro. Pura publicidad.

Quienes buscan este tipo de extravagancias tienen con claridad una expectativa de la que no se despegan hasta volverla real. El transcurso de ida se vuelve ansiedad. Los espacios de las ciudades, las calles, se vuelven para ellos una especie de caricatura, irreal, como una pintura surrealista que apenas acabada de pintar la colocan verticalmente para que se escurra; cualquier movimiento puede ser señal de lo que buscan. Piensan en una ciudad de la que pueden abusar como les plazca, porque ellos son los viajeros y la ciudad está para servirles. Falso. La ciudad hace lo posible para recibirnos, y si tenemos que esperar en la antesala, debemos esperar antes de causar incomodidad por la impaciencia.

Esperar en la periferia de la ciudad para poder entrar al centro lo he percibido como una purificación y, al mismo tiempo, una preparación. Ahora veo que abordar directamente el corazón de la ciudad hubiera sido un cúmulo de ansiedades, desorbitación natural. En mi antigua estadía me entró la ciudad, como suele pasar, por la ventana. Hoy me hospedo por la calle Bolívar, una calle, que hace una semana, cuando pasé rápidamente, me pareció inhóspita. Pero esta mañana, después de abandonar el pasado hotel, he podido beber el primer café de la ciudad, y he podido entrar en la intimidad de la misma. El hotel es otro espacio por donde se entra a la experiencia de la ciudad.

Honestamente.

miércoles, 3 de julio de 2013

Las líneas de los mapas

por Mario Note Valencia


Las líneas de los mapas indican una ruptura, casi siempre imaginaria*, del terreno. Más allá de fragmentar la visión del lugar y debatir contra ello, confieren un sentido de estadía; de manera que podemos decir: “antes estaba allá, ahora estoy aquí”. El “allá” y el “aquí” casi siempre, también, son espacios trazados por líneas. Cada lado de la línea adquiere color y tono propios. La cerca de madera que puede existir entre los patios de un vecindario, puede ser el ejemplo más próximo a esta visión. El pasto recortado de un lado de la pequeña muralla, no se atiene al crecimiento silvestre que sucede del otro.

Para intensificar el trazo sobre los mapas, basta con construir una barrera. Las casas están construidas sobre un proyecto arquitectónico previamente acordado. Las habitaciones por lo general tienen su propio aire, su propio color y tono, dependiendo de quién la habite. Por eso, en un espacio en donde lo público es riesgoso, lo privado se vuelve esencial; lo privado no se gana, se construye, y la exclusividad, por ejemplo, comprende desde cerrar la boca para comer, como dormir con la puerta cerrada para que nadie entre mientras el cuerpo resbala en movimientos caprichos e imprevisibles.

A mayor escala hay líneas sobre mapas que más bien parecen cicatrices. Las cicatrices, como las líneas, también son imaginarias; sin embargo, la herida intensifica más el espacio que el sensible dibujar de los territorios. Hablar de territorios es hablar con la conciencia inmediata de fragmentos, porque es muy difícil saber cuáles fueron las causas primeras que conducen a la separación cultural.

La ciudad de Tijuana me dejó en un principio con el espejismo de una frontera franqueable, a tal grado que abandoné los mapas para recorrerla, cuando se pudo, en automóvil. Hubo una línea, sin duda, que se impuso con violencia a todas las líneas de mapas que conocía hasta ese momento. El camino a las playas me condujo paralelo al muro que define dónde termina México y dónde comienza Estados Unidos. Quizá, por conveniencia, sea necesario adoptar a esta línea como la cicatriz de dos territorios, y contar con que, la frontera norte de México no es donde termina, sino donde comienza; quizá sea necesario voltear hacia el sur, o a cualquier otro lado, y pensar por un momento que se trata de una enorme cerca que divide dos patios distintos, y no una pared que divide habitaciones**. Honestamente.

Notas:
*Imaginaria porque las líneas concretas pertenecen a las realizadas por la propia naturaleza: las costas del océano, el trazo de un río o los muros erigidos por caprichos territoriales.

**Las culturas como habitaciones del mundo puede ser una macro-concepción de las líneas divisorias.

lunes, 1 de julio de 2013

Sobre la estimulación de la ciudad (1ª impresión)

 por Mario Note Valencia


En un breve pasaje literario, leí lo que alguien más ha reflexionado: las personas estimulan la arquitectura de la ciudad. Si es así, podemos ver cómo los transeúntes locales se desplazan con naturaleza, con sobre-entendimientos en los eventos más inesperados que pueden ofrecer las avenidas, o los pequeños flujos de transporte de las calles aledañas.

La ciudad es motivada. La estimulación le llega en un primer plano de la conveniencia de quienes la habitan. Para qué los jardines, para qué las plazas y sus quioscos, las fuentes, escalinatas y camellones, adustos algunas veces. Si hay calle, hay camino, así como hay quién camine por él.

La arquitectura del domicilio, de la casa, es motivada también por quienes viven allí; en otras ocasiones, esta medida de conveniencia parece no ajustarse, como es el problema del espacio privado en viviendas pequeñas. Si las paredes se movieran, seguramente ensancharían su simetría si no fuera porque choca con otras paredes que también, sofocadas, desalojan el eco de los apretados.

Hay ciudades que son motivadas por los signos de extravío, por este peculiar signo particular de los peregrinos, los foráneos, que la visitan y la pueblan. Eso es, el peregrino que en su paso por las calles descubre la condición vitalicia de los días: cómo se vuelve un desierto la ciudad cuando es domingo por la tarde, y cómo el lunes, muy temprano, regresa la graciosa racha de individuos.

Personalmente, ¿cómo sería la ciudad de acuerdo a nuestros movimientos, motivaciones? Sería interesante saber cómo cada uno resuelve el diseño de la ciudad de acuerdo a su propia conveniencia y deseo.