martes, 14 de marzo de 2017

Migrantes

por
José Calderón Mena


Ésta no es una crónica de viajes, tampoco un relato de aventuras en un crucero vacacional. Ésta es la historia de la muerte de Yuhanna Assis Mafud, quien partió de su amada ciudad de Hama, Siria, a principios del siglo XX, con la esperanza de encontrar una nueva forma de vida y con la fe puesta en el viejo refrán fi al-haraka, baraka ("el que viaja cosecha bienes").

La idea de emigrar no había sido totalmente suya. Él formaba parte de un grupo de parientes y amigos quienes, cansados de la situación política y económica de Hama, se aferraron al anhelo de iniciar una nueva vid en la lejana América, de la que no tenían una idea muy clara, pero intuían que era tierra de oportunidades.

Su primera escala la hicieron en el puerto de Marsella después de recorrer el norte de África. Tenían cierta familiaridad con el idioma, puesto que los franceses dominaban a su vecina Líbano, y así pudieron embarcarse hacia América, tocando La Habana, Cuba, antes de llegar al puerto mexicano de Veracruz.

En Veracruz alguien más los esperaba, alguien que había hecho el mismo recorrido unos años antes y que de alguna manera los había convencido de los beneficios que había obtenido al emigrar.

El nuevo guía estaba establecido al otro lado de la tierra mexicana, en el Istmo de Tehuantepec, bañado por las aguas del Pacífico, y hacia allá guio los pasos del grupo.

Eligieron el sur del país porque se sabía que el norte empezaba a ser inseguro a causa de la naciente Revolución.

Pronto se adaptaron a su nueva tierra, aprendiendo poco a poco el idioma español y el zapoteco, y ejerciendo el oficio que mejor conocían: el comercio.

A los pocos años (y sin conocimiento exacto de los medios de comunicación de que echaron mano) hicieron saber a sus familias el deseo que tenían porque viajaran y vinieran a reunirse con ellos.

Calculando el tiempo que duraría la travesía, se trasladaron a Veracruz para esperar el barco que les traería a sus esposas e hijos que se habían quedado en Hama, cuatro o cinco años atrás.

Hama está situada en una franja fértil entre la costa mediterránea y el desierto, cerca de Homs y Damasco. Es una ciudad pequeña atravesada por un río; tiene un sistema de distribución de agua a base de norias; su clima es templado y por las noches sopla un viento frío desde el desierto.

Con esas imágenes en su mente, y una rara opresión en el pecho, Yuhanna mira el horizonte esperando ver el barco que le trae a su mujer, Sara, y a sus hijos, Yuhanna y Kamil, con quienes ha hecho nuevamente la travesía en su imaginación: su embarque en el puerto de Lattaquié, su recorrido por el Mediterráneo hasta Marsella, de ahí a La Habana y, finalmente, Veracruz. Junto a él, sus primos y su cuñado Isaac, también esperan a los suyos.

Después de varios días de espera, por fin aparece el barco y con él la certeza de que jamás volverían a su tierra. Al lado de su familia, con mayor razón no tendrían por qué regresar a la ahora lejana tierra de Siria.

Cuando Yuhanna Assis vio aparecer a su mujer y a sus hijos, se le aceleró el pulso de forma incontrolada. No lo podía creer: los niños que había dejado en Hama se habían convertido en jóvenes adolescentes y su mujer había encanecido.

A medida que su familia se aproximaba al encuentro, el dolor en su pecho aumentaba hasta hacerse insoportable. El viento de su antiguo desierto lo fue llenando de frío, y las imágenes de sus hijos se desvanecieron hasta desaparecer.

domingo, 5 de marzo de 2017

Reflejos

por 
José Calderón Mena


Existe una creencia popular que sostiene que en el mundo hay, por lo menos, cinco personas físicamente iguales. No sé en qué se base esta suposición, pero como toda conseja popular tiene su grado de credibilidad, sobre todo cuando queremos suponer que es real. Yo, por lo menos, en una ocasión pude encontrarme con una de ellas.

A principios de los años 70 tuve la oportunidad de realizar un viaje al otro lado del mar, un viaje que había deseado y planeado durante mucho tiempo.

Al llegar a la ciudad, de la que alguien dijo alguna vez que bien valía una misa, el grupo del que yo formaba parte decidió dar un paseo en lancha por el río que la cruza, tranquilo y sereno como la tarde y el paisaje que transcurrían a través del cristal del techo del navío.

En esa contemplación estábamos cuando vimos que se acercaba, en sentido contrario, una lancha igual a la nuestra. En ella viajaba un grupo de muchachas que nos saludaron agitando las manos y gritando algo que no entendíamos a causa del ruido de los motores, pero que supusimos era un saludo a manera de bienvenida (o por lo menos eso quisimos creer).

Casi olvidado el incidente, nos dedicamos a recorrer la ciudad: a admirar sus palacios y monumentos, sus museos y maravillosas plazas y jardines, disfrutando su encanto y su perfume, y el lejano fondo musical de un acordeón callejero.

Como buenos y aplicados turistas nos dispusimos a visitar la emblemática torre de la urbe, símbolo y orgullo citadino, pero por la que el gran Maupassant sintió tanto repudio que decidió abandonar la ciudad porque "la horrorosa torre le aplastaba la cabeza con su vulgaridad".

Esperamos el elevador que nos llevaría a lo alto de la torre. Cuando por fin llegó y se abrió la puerta, dejamos pasar a quienes bajaban. Nuevamente sorprendidos vimos un grupo de chicas que nos saludaban. Tampoco entendimos nada, ya que mientras ellas bajaban nosotros subíamos al elevador; más intrigados continuamos nuestro recorrido.

Después de visitar los barrios de la ciudad, enclavados en los montes circundantes, nos dirigimos a la catedral que se encuentra en una isla a mitad del río. Contemplamos la belleza de su arquitectura y sus grandes vitrales que producen una luz casi irreal al interior del edificio. A un costado, dentro del templo, encontramos una descuidada capilla guadalupana y al centro, en lo alto, el Cristo delante del cual se dio un tiro Antonieta Rivas Mercado.

Al salir de la iglesia nuevamente el encuentro: los saludos y los gritos ininteligibles de muchachas que ya se estaban volviendo costumbre, pero que no dejaban de intrigarme.

Después de recorrer algunos otros países del continente, regresamos a México y me reintegré a mi trabajo.

A los pocos días atendí a una clienta que me comentó que acababa de regresar de un viaje y había sido testigo del gran éxito que estaba teniendo un cantante argelino, con quien, por cierto, me encontraba gran parecido. Se llamaba Enrico Macias.

Sorprendido por el comentario, me dirigí a la Sala Margolín, una de las pocas tiendas de discos importados que había en la ciudad de México. Pregunté si tendrían algún disco de Macias y, de pronto lo tuve ante mí: lo vi, me vi. Lo vi viéndome y, al fondo, la torre, la catedral, el río.