jueves, 31 de julio de 2014

La máquina moral de la cultura

por Mario Note Valencia


Me comentaba un amigo que una de las torturas más inusuales del siglo XX consistía en utilizar un tocadiscos para reproducir voces y ecos cuyo único objetivo era mermar la percepción de realidad del apresado o para insuflarle determinadas ideas; esta grabación contenía frases, sencillas o extensas, que se repetían una y otra vez hasta el cansancio. “Ahí estaba la voz en el tocadiscos –me cuenta–  taladrando la mente sin descanso”. De esa manera, le comenté, creo que se hace presente nuestra máquina moral de la cultura.

La cultura es esa voz inmaterial e inaudible que despliega en nuestras noches sus ideas, queramos o no, porque es durante los sueños donde resuenan sus formas morales, la arquitectura del bien-estar y bien-hacer social. Nuestra cultura dice que hagas esto y dejes de hacer lo otro, o te dice cosas y frases atropelladas en su vicio: “olvídate de ti y trabaja para tu familia”, “confiésate”, “no hagas cosas buenas que parezcan malas”; así de precario todo lo demás. Esas frases, fórmulas comunes, las escuchamos sin saberlo, y nosotros mismos las reproducimos en la cotidianeidad. Llegan estas ideas, queramos o no otra vez, hasta nuestros aposentos; al tratar de no hacerles caso, tropezamos en otros puntos igual de viciosos que de los que nos alejamos. Una cosa por otra.

Quizá valga la pena pensar primero quién o quiénes son los autores de estas frases bien hechas y derechas, fórmulas equiparables al pan de cada día, que condicionan y ponen en constante juicio nuestros actos. ¿Quién se ha ganado la estrellita del buen temperamento? Si lo que queremos es ser reconocidos como los “bien portados”, ser aceptables (porque ser “bueno” no garantiza lo sociable) basta con hacerle caso completamente a esas voces reguladoras de la cultura.

Ser moralmente aceptable implica hacer lo bueno, y este bien-hacer con parámetros establecidos por la cultura en la que se vive. Por ejemplo, en una parte del mundo (una cultura en específica) ven bien que alguien consuma carne de cerdo, mientras en otra cultura lo ven como malo, inaceptable. Así que la moral (desplegada en frases-fórmulas comunes) corresponde al lugar donde se gesta. Lo que es inmoral en un lado puede ser moral en otro.

Habría que vivir y reencarnar varias veces sobre la Tierra para limpiar el supuesto karma en cada una de las culturas, hasta haber hecho bien en todas partes. Sin embargo –otro pesar para el reencarnado– la cultura está en constante movimiento, trasformación: lo que fue considerado bueno hace unos años quizá ya sea considerado malo.

Así que, ¿queremos realmente ganarnos una estrellita de buena conducta?, ¿es ésta nuestra gracia? Nuestra cultura, la mexicana moderna, nos dejaría al desnudo, despojados de deseos, porque esta cultura nos dice, entre otras cosas, que desear y hacer las cosas para conseguirlo es ser egoísta. Si yo no hago caso, si no me inclino a la iglesia católica, digamos, estaré siendo “moralmente” inaceptable. Pero me acerco a la iglesia católica y ya otros estados religiosos consideran muy malo no inclinarme hacia ellos. Al final de cuentas poco importa hacerse padre o pastor, cuando en lugar de estar en comunicación con Dios, deberíamos estar comunicándonos con los demás, los Otros, quienes están entre nosotros en la morada mortal.

De nuevo, ¿quién o quiénes son los autores de los mandamientos culturales? Todos y nadie en particular. Las normas culturales, es decir, la moral que califica nuestra conducta, se gesta en lo social, entre la comunicación de todos. Esta arquitectura moral repercute como una convención y creencia en los pechos de quienes la reconocen. De manera que cada persona reproduce (con o sin conciencia) los códigos para ser moral; las personas en su hablar delatan a qué arquitectura responden, qué edificación los desata o los repliega en la frustración.

El disgusto (porque algo ha de haber incómodo en todo esto) es que frente a las expresiones de la autenticidad, la persona (incluso el fiel aguerrido a su cultura)  se priva en sus actos, tropieza al enfrentar lo que desea verdaderamente con el edificio moral en el que vive. Nuestra cultura está permeada de trampas que con una mirada crítica podría comenzar a desmenuzarse.

El problema de ser “bueno” en nuestra cultura es que persisten normas que anulan la presencia del Otro. No es que alguien diga “Haces bien en ignorar lo que pasa alrededor, en no fijarte hasta dónde repercuten tus acciones”, sino que se ve como “normal” o “común” trabajar para ganarse la vida, no merecerla, sino aprender a sortear las reglas secretas de la cultura (las letras chiquitas, los términos y las condiciones) aunque no haya escuela alguna especial que nos advierta ni prepare para eso. Habría un término que tendría a la vista sus especificaciones secretas. Imaginemos:

1. Usted es libre* (Vea por favor la nota al pie).
*Sí, usted es libre, pero en cuanto a nuestro código cultural**, no incluye las perspectivas de otras culturas.
**Nuestra cultura le permite ser libre, o por lo contrario sea apresado en disgustos si no lo acepta.
            Nota al pie: para ser libre basta con que se apegue a… etc., etc., etc.

Por eso, quizá, los proyectos vitales son frustrados. Vemos a nuestros conocidos decir “no tuve opción” o “ya ni modo”; uno mismo dice “el tiempo apremia”. La angustia de ir al tiempo de la cultura, a sus normas para conseguir algo útil (y no precisamente humano) provoca que muchas de nuestras amistades mutilen sus deseos, den por sentado la realidad y se dejen llevar en la corriente.

No necesitamos estrellitas, por lo general adquirir estrellitas implica ahogar otras necesidades. La respuesta está en volver la vista a esta cultura, adentrarnos en ella, comprenderla y reflejarnos, en el sentido de crear una reflexión. No se puede transformar algo si sólo se le desprecia y conoce superficialmente. Si la cultura tiene mandamientos secretos, nosotros contamos con manos y formas secretas para mover los engranes de la moral. Decía un filósofo michoacano que hay que ser adecuadamente malvados. Ser malvado es crear un supuesto mal con conciencia, pero este mal esté seguido quizá (conscientemente) de la libertad; la maldad de por sí ya hace temblar las bases de lo que debe ser bueno y malo. La autenticidad es la jugada de lo malvado; lo auténtico no responde a las normas buenas y malas.

La respuesta, otra vez, está en conocer nuestra cultura y contenernos de estallar violentos, porque muchas veces la cultura planta terrenos para que esto se dé. Hay que resistir y no permitir que los empleados del hotel donde nos hospedamos intuyan que sembramos un temblor en la Plaza Pública de la Cultura. Hay que ser residentes adecuados. ¿Cómo iniciar? Quizá sin libros, por supuesto, sino en la experiencia vital, en la calle, con algún pensamiento que ponga en riesgo nuestras fórmulas morales. Ya decía Pito Pérez: no confío en el gobierno ni en la iglesia, porque uno me ofrece la cárcel y la otra el infierno.  

jueves, 24 de julio de 2014

La sumisión de lo íntimo frente a la institución

por Mario Note Valencia


Los alcances de la hegemonía comprenden lo público y lo privado. Estas revelaciones suceden en las tensiones cotidianas frente a una institución legitimada y legitimadora de los esfuerzos de dominación. Uno de estos rasgos en la idiosincrasia mexicana, al menos, es el desdoblamiento del individuo frente a la forma hegemónica de algún sujeto que suponga una posición o lugar alto en instituciones.

Lo que el individuo arroja como excusa o explicación para alguna respuesta a su incumplimiento al pacto (con el que estuvo de acuerdo al ingresar a la institución) es, sobre todo, su vida privada real o ficticia. Porque incluso cuando es ficticia, persiste el hecho de que el individuo tenga que inventar una serie de eventos correspondidos para justificar su falta.

Muchas veces desbaratar de esta manera lo íntimo frente al orbe público no sirve de nada. Nuestra cultura nos ha enseñado que cuando se llega tarde a la escuela o al trabajo debemos decir que fue por distintos efectos sociales reales (pero de igual manera íntimos): “no pasó el autobús a tiempo”, “hubo un choque en el camino”, “hubo tráfico” o “un familiar enfermó gravemente”. La institución, como se ve en su burocracia material, nunca ha estado para estas explicaciones.

miércoles, 16 de julio de 2014

Institución e instalaciones: el alcance de las ideologías

por Mario Note Valencia


¿Por qué no aceptamos las instalaciones materiales de cierta institución o sujeto mediador legitimado por ésta? Aceptar la invitación de una institución legitimada para sus esfuerzos de dominación y abarcamiento inadecuado, como elemento de crecimiento de su capital a través de ideologías comunes, implicaría algo más que una claudicación simbólica de ideales propios, más que un corrompimiento  de la autenticidad.

Lo que se hace, al aceptar un devenir material de este tipo de instalaciones, es legitimar su alcance de dominio. Dado que si se tratara de una minoría radical, la institución no legitima esta minoría, sino a la inversa; incluso, si la institución provee las herramientas para la expresión de lo radical, lo que hace es legitimar su acción “incluyente”, “protector” y, por supuesto, de dominación.

Si la hegemonía expresa y dirige sus esfuerzos a través de las herramientas materiales de su propiedad, su dominación en espacios para la “libre cultura”, para la expresión supuesta disonante, involucrarse entonces con alguno de sus materiales implicaría una alienación hacia la institución. Valores propios y esfuerzos auténticos se verían atrofiados porque a través de su consumación, se pone en un cristal que funciona como filtro.

La actividad cultural queda secundada. Esto es peligroso por el grado de tentativa que representa un vaso de agua en medio del desierto, pero cuya agua es salada. El grupo radical ni siquiera pasaría más allá de una nostalgia si acaso se vanagloria con su vinculación con la hegemonía ya de por sí inadecuada. 

miércoles, 9 de julio de 2014

Transgresión de lo cotidiano a través de la literatura

por Mario Note Valencia


 Se han dicho muchas cosas acerca de la obra literaria, la mayoría viciadas y otras medianamente certeras dependiendo de la perspectiva. A veces definir la importancia de la literatura cae en lugares comunes como “ayuda a imaginar”, “nos hace libres” o “nos redime del momento histórico”, pero también cae en generalizaciones o particularizaciones inadecuadas.

Lo cierto es que algo sucede y ha sucedido todo este tiempo. ¿No será que en la literatura se encuentra la manera de ser más humano? Concretamente no. Por lo general se entiende que humano es ser más civilizado, y “ser civilizado” tiene raigambres en la ideología burguesa del siglo XIX (en ese tiempo el arte tomó esa curiosa dirección de no ser un fin, sino un medio de producción: se pensaba en el piano y ya en el pianista como mercancías).

La literatura también ha sido dirigida por tendencias en cuanto a las concepciones del arte, y mientras unas formas literarias legitiman su presente, otras maneras de hacer literatura son respuestas (sin tener que ser violentas) estimuladas por el tiempo. Algo de verdad hay en todo esto: la literatura y la experiencia vital son inseparables.

¿Por qué regresamos a las obras literarias?
 Roman Ingarden ha explicado muy bien uno de los variados fenómenos que suceden en la obra literaria y que hacen, al mismo tiempo, que regresemos a ella. Este regresar a la obra ya no implica sólo volver a leerla, sino imaginarla, recordarla, decirla a los demás, evocarla en el cuerpo, traducida en temblores y palpitaciones descomunales. A eso que nos mueve de la obra, Ingarden lo llama “cualidades metafísicas”. Las cualidades metafísicas no se encuentran concretamente, no son visibles, sino perceptibles a través de las palabras, su armonía, disposición en el discurso y su sentido.

Las cualidades metafísicas pueden comprenderse como una atmósfera que cobija la obra. Estas cualidades pueden ser representadas en nuestra vida cotidiana, como cuando un hecho en especial cambia la rutina, transgrede nuestra cotidianeidad: puede ser terrible o muy bello, o terriblemente bello; en ambos casos lo cotidiano se desmorona.

A pesar de especiales, nos damos cuenta de cuándo ocurren estas cualidades metafísicas. Sin embargo, como es tan grande el efecto sobre nuestra cotidianeidad, no podemos contemplarlo con el tiempo suficiente que uno quisiera, acaso para detener el tiempo en el momento justo. Con la obra de arte literaria sucede un poco diferente, porque allí las cualidades metafísicas suceden y están a disposición y tiempo de quien lee, es decir, de quien contempla. Aquí me parece un punto cumbre de la teoría de Roman Ingarden: la contemplación.

Es necesario también, por supuesto, hacer un distanciamiento. Cuando uno presencia una obra teatral trágica, dice Ingarden, bien podemos impresionarnos tanto con las emociones (con esas cualidades metafísicas concretadas), aunque pasado un rato podemos continuar con nuestras tareas normales. Sin embargo, otra vez, en ambos casos (vida diaria y literatura), tras las cualidades metafísicas vividas, no volvemos a ser los mismos.

Lo literario que tienen las experiencias cotidianas
En las últimas ocasiones dentro de este blog he deseado no cerrar un diálogo, sino dejar un rellano más sobre el camino en escaleras. En esta ocasión comparto un parágrafo completo de La obra de arte literaria, obra reflexiva del filósofo Roman Ingarden. Consideremos mucho antes que es un privilegio para el filósofo poder llegar a ese grado (o ubicación) de reflexión que se vuelve impermisible no vincularse con la experiencia cotidiana. Es decir, el parágrafo que presento en su integridad antecede a las explicaciones que surgen de la experiencia y resurgen en la literatura.

No olvidemos que lo cotidiano es la forma como sucede la vida con regular frecuencia, rituales inconscientes que se convierten en rutina; tampoco olvidemos que las reflexiones de estas cualidades metafísicas van encaminadas a explicar un fenómeno literario, sin estar fuera de lo que ahora mismo podría explicar de nuestras vidas.

El siguiente texto es reproducido con fines estrictamente culturales y adecuados.

* * *

48. Las cualidades metafísicas (esencias)

por Roman Ingarden en La obra de arte literaria

Existen cualidades sencillas o “derivadas” (esencias) como, por ejemplo, lo sublime, lo trágico, lo espantoso, lo impactante, lo inexplicable, lo demoniaco, lo santo, lo pecaminoso, lo triste, la indescriptible brillantez de la buena fortuna, tal como lo grotesco, lo encantador, lo luminoso, lo pacífico, etc. Estas cualidades no son “propiedades” de objetos en el sentido usual del término, si son, en general, “rasgos” de un estado psíquico, sino más bien, suelen revelarse en dispares situaciones o eventos, como una atmósfera que, revoloteando sobre los hombres y las cosas involucrados en estas situaciones, penetra e ilumina todo con su luz.  En la vida cotidiana usual, orientada hacia los “pequeños” fines prácticos y su realización, las situaciones en que estas cualidades se revelan ocurren con muy poca frecuencia. La vida fluye y nos pasa –valga la expresión– sin sentido, gris e impertinente, sin tomar en cuenta las grandes obras que pudieran realizarse en esta existencia de hormiguero. Entonces llega un día –como una gracia– en que, quizá por razones corrientes y sin notoriedad, casi siempre encubiertas, un evento nos envuelve junto con nuestras circunstancias en semejante atmósfera indescriptible. Sea lo que sea, la calidad particular de esa atmósfera, si es espantosa o encantadora, se distingue como un esplendor brillante y lleno de colores que, frente a lo grisáceo de nuestros días cotidianos, hace de este evento un punto culminante de la vida, aunque la base sea un homicidio brutal o el éxtasis de la unión con Dios. Estas cualidades “metafísicas” –como nos gusta llamarlas–, que se revelan de cuando en cuando, son lo que hace que valga la pena vivir la vida; y, querámoslo o no, el secreto anhelo para que su revelación sea concreta vive en nosotros en todos los aspectos de nuestra vida, en todos los asuntos y en todos los días. Su revelación se constituye en la cima y lo profundo de la existencia. Cualquiera que sea su posición metafísica, cualquiera el papel que juegue su revelación y su realización en la vida humana (o en la vida en general)   –todo ello lleno de problemas con los cuales no estamos preparados para tratar aquí y que no atañen al asunto en cuestión–, podemos, en todo caso, afirmar lo siguiente: (1) Independientemente de si en sí mismas tengan valor positivo o negativo, su revelación es de valor positivo en contraste con lo grisáceo de las confusas experiencias cotidianas. (2) En su forma particular, no permiten una determinación puramente racional, y no es posible “asirlas” (como se puede con las fórmulas matemáticas, por ejemplo). Más bien, se permiten ser, sencillamente, se puede decir “extáticamente”, vistas en las situaciones determinadas en que son realizadas. Además, son perceptibles en su particularidad, específica, incomparable e indescriptible, sólo cuando en nosotros mismos viven primeramente en una situación dada o, por lo menos, cuando nos sentimos como alguien que vive en tal situación y no averiguamos las cualidades metafísicas más cercanas a nosotros y perceptibles en su forma más elemental cuando no las tratamos temáticamente, sino simplemente somos “asidos” por ellas. (3) Sea cual sea, la naturaleza de estas cualidades se caracteriza también por el hecho de que  –para emplear una frase muy trillada y no muy significativa–  revelan un “sentido más profundo” de la vida y la existencia en general, debido al hecho de que ellas mismas constituyen este “sentido” escondido. Cuando las vemos, estas profundidades y fuentes primarias de la existencia, frente a las cuales solemos ser ciegos y que apenas sentimos en nuestra vida cotidiana, son “reveladas”,  como lo dijera Heidegger, al ojo de la muerte. Pero, no solamente se nos revelan; al verlas y al realizarlas, entramos en esta existencia “primaria”. No meramente vemos manifestado en ellas lo que de otra manera nos quedaría como misterio; más bien, ellas son el elemento primario mismo de una de sus formas. Pero nos serán manifestadas solamente cuando lleguen a ser realidades. Así que las situaciones en que se realizan las cualidades metafísicas y se nos manifiestan son los puntos cumbres de la existencia desarrollándose. De la misma manera, los puntos cumbre de lo que nosotros mismos somos, representan los puntos cumbre que proyectan su sombra sobre el resto de nuestra vida; esto es, evocan las transformaciones radicales  en la existencia que está sumergida en ellas, sin importar si traen liberación o condena.
            Su realización, sin embargo, es, como la hemos caracterizado, una “gracia”. Esto no es decir que se realizan o se manifiestan de repente, o sin causa, o que se dan, en algún sentido mítico o religioso, por algún poder (divino, angélico o diabólico) como regalo o castigo. Se trata solamente de establecer el hecho simple de que no podemos evocar deliberadamente, por sí mismas, las situaciones  y/o experiencias en que estas cualidades metafísicas se realizan. Y es precisamente cuando estamos esperando y deseando su realización y la oportunidad de contemplarlas, cuando no se nos aparecen.
            En la vida real, como ya hemos dicho, las situaciones en que las cualidades metafísicas se realizan son rarísimas. Además, su realización nos afecta demasiado como para experimentar plenamente la totalidad de su contenido. Hay un anhelo secreto en nosotros para su realización y contemplación, aun cuando nos espantan. Pero, cuando llega el momento para que sean reales, su realización, o mejor, ellas mismas apoyándose a sí mismas, llegan a ser demasiado poderosas para nosotros, nos toman y nos abruman. No tenemos la fuerza, ni tenemos el tiempo, por decirlo así, de perdernos en la contemplación; sin embargo, vive en nosotros, por alguna razón, un inextinguible anhelo precisamente respecto a este perdernos en la contemplación. Este anhelo es la fuente secreta de muchos de nuestros actos. Pero es también la última fuente,  por un lado, de la comprensión filosófica y el empuje hacia lo cognoscitivo; y, por otro, de la creatividad artística y la satisfacción en ella –la fuente, entonces, de dos actos psíquicos que son totalmente diferentes y, sin embargo, dirigidos al mismo fin–. El arte, en particular, puede darnos, por lo menos en microcosmos y como reflejo, lo que nunca podemos alcanzar en la vida real: una calmada contemplación de las cualidades metafísicas.

Bibliografía:
Ingarden, Roman (1998). La obra de arte literaria. México: Taurus / Iberoamericana