martes, 28 de julio de 2015

Somewhere over the seed

por  Rafael Frank


En esta ciudad, cuando es azotada por las lluvias, es imposible anticiparse al caos que se desatará por las calles, los inevitables árboles caídos, que si no han muerto, no les queda a las autoridades otra opción más que destazarlos y llevarlos al basurero; mientras, a bordo del bus, mi camino se incrementa veinte minutos por la desviación que causa el tronco derribado, en ese transcurso confirmo dentro de mí lo cruel que resultaba llevar un árbol a la muerte definitiva, habiendo, pues, posibilidades de reubicación si el cuerpo vegetal lo permite.

Las consecuencias llegaron a casa: un joven aguacate dobló su tronco en nuestro patio. El tronco permaneció doblado durante algunos días en espera del dictamen médico, que después de una semana se resolvió y fue un llamado al que atendí sordo. Eutanasia. No había más remedio para el árbol que conducirlo, cual valkiria, hacia una muerte digna. El acto no se realizó de inmediato, hubo el tiempo suficiente para pensar las cosas, quizá, para crear una estrategia de alta jardinería y llevarnos el árbol al sombrío terreno de la muerte. Recordé a los verdugos medievales y me sentí hermanado, soñé con Francia y Bretaña, «decapítalo, decapítalo» me gritaba la muchedumbre, así son los héroes.

El día llegó, no hubo más tiempo para meditaciones ni tiempo para el sadismo de elegir las armas; el asesinato tenía que consumarse lo más pronto posible. Fui llamado, como los jueces llaman a sus hombres, como los generales a sus soldados. Hadas Oscuras me ataviaron de gris y botas, me entregaron la sierra letal. Cuando pisé el lodo que rodeaba al árbol pude escuchar cómo llegaba la vibración de mis pasos hasta el núcleo terrestre. Golpeé uno de los tallos más anchos y no se quebró; me detuve un momento cuando el árbol se agitó para mover sus ramas como director de orquesta y traer los espirales infinitos de Melnyk y los jardines de Wonder.

Me quedé callado en el llanto. Las ramas cayeron. Arrancamos la raíz, pretendí ocupar el espacio en la tierra con mis pies.


El olor fue contundente: cuando aprendí a sembrar el mismo perfume subía a mi nariz; el brotar de las semillas, los cotiledones. En el aroma se reunieron todas las partículas del nacimiento y la muerte.

sábado, 25 de julio de 2015

El valse del error en el Jardín de Niños

por Mario Note Valencia


A las primeras horas de la mañana, como no es de costumbre, las madres y las madrinas van a la estética más cercana o bien con su estilista de confianza para que les planche el cabello o les haga un peinado nuevo. Maquilladas, surcan el albor de dejarlo todo preparado en casa para cuando lleguen las nueve y tengan que tener al niño o a la niña, según el caos, según el engendro, bien vestidos y formados para su graduación del Jardín de Niños.

Por las calles ya se ven los globos y los regalos, las madrinas y los padrinos, los grandes vestidos, el camino a pie y las zapatillas torciendo sus patitas en el empedrado; otras mujeres más perspicaces, y no enjutas a la opinión pública, deciden caminar descalzas con sendas zapatillas en la mano o llevar huaraches y sandalias con los zapatos en una bolsa.

Con un retraso ritual de quince o veinte minutos, poco a poco, como chapoteando, llegan los chiquillos a la escuela. Alrededor ya hay decenas de personas, ajenas o familiares, que esperan con abolengo  estoicismo el inicio del pequeño festival. Por un momento creo no haber llegado al lugar exacto, al ver a tanto animal, entre conejos, mariposas y leones, agarrados de la mano de su madre. Se trata, por suerte, de otros niños de grados inferiores que servirían de piscolabis, de primera entrada antes del plato fuerte que es el valse entre los niños graduados. Efectivamente es un jardín de niños y no un pequeño zoológico improvisado.

En otro momento creo, al ver a tanta monería pintada hasta los pies, que estaba en uno de esos restaurantes familiares en los que cada domingo, a eso de las tres de la tarde, hay "variedad", es decir, travestis que alegran la comida con sus parodias de personajes de la farándula; no falta en esos restaurantes la presentación de "Paquita la del barrio", "Juanga", "el Buqui" y el dueto de Pimpinela que siempre termina con la dramatización desencarnada de golpes y azotes contra el suelo. Si los grandes griegos Esquilo y Eurípides hubieran vivido para ver esto, habrían visto con orgullo que veinte siglos después haya triunfado la tragedia en su forma más ambigua del melodrama.

Pero me dejo del drama y las tragedias, me alejo de Shakespeare y doy con que unos albañiles, con antonomasia pero indiferencia, escarban a un costado del patio cívico como los sepultureros en Hamlet; en mi delirio y en el mareo de ver a tanto ser humano silvestre, de verlos entre tanta complejidad cosmética y arreglos en sus trajes, por poco caigo en ese pozo y desentierro un antiguo cráneo que me haría preguntarme, si lo encontrara, sobre el sentido y sinsentido de la vida... "Morir es dormir; tal vez soñar", así ha dicho Hamlet. Por un momento me viene la idea de que, considerando los múltiples hallazgos de restos prehispánicos en las tierras solares de este pueblo, encontrarían una nueva Petra y la atención pública del festival se dirigiría entonces a ella, al pozo, no por el asombro sino por el impulso de saquearlo.

Una mujer se habrá ahogado aquí, me digo. Pero un empuje de señores tratando de encontrar el peor ángulo para una fotografía, me quiebra y caigo en el siglo XXI, siglo del progreso y sin embargo qué tan cerca estamos de los años 90, con sus siempre fallas técnicas a la hora de emprender el festival. Tras buscar espacio entre la multitud, muevo una carretilla vieja llena de escombros, pero un albañil me detiene y me dice que él lo mueve; así lo hace, así yo entro en la avalancha de gentes y sudores, perfumes penetrantes y sedas irresistibles de las madres que bien o mal buscaron una prenda que hiciera juego con su peinado. De nuevo formo parte de esa ola que no respeta la línea pintada en el suelo por la que entrarán los niños graduados.

Una voz de ultratumba me hace mirar hacia el lugar donde se encuentra una tierna directora del pequeño Jardín de Niños, que trata de callar a la multitud impacientada. Entre los desfases del sonido, se dan aplausos para que comience el festejo. Los pequeños niños vestidos como primeras damas y señores burocráticos, se sientan en una hilera al lado de una orquesta de sapos y ranas (no hay diferencia), y  en el otro confín yacen desconcertados los conejos, las mariposas y los leones. 

Al iniciar el primer número de los desorientados sapos, estoy seguro que por los movimientos autónomos y autómatas de los niños, más de alguno entre el público y las maestras habrá pensado que el mejor disfraz hubiera sido el de los cigotos cuando, entre luchas egotistas, viajan al óvulo para fecundarlo, o ya por no decir que en vez de trajes de ranas y de sapos (no se diferencia) hubieran optado por renacuajos. Sin embargo, nadie parece notar sino la bien soportable ternura de estos seres: seguro que su baile se llama "La condición del Mexicano".

Para el segundo número sale la jauría de felpa. Una estampida demora en concordar las leyes de la naturaleza para bailar al son y ton de la música fabulada. A estas alturas ya hay niños entre la multitud que se pierden de sus padres a seis metros a la redonda. Por un instante fui padre de una niña que, desorbitada y atenta a los animales del patio cívico, me tomó de la mano al tiempo que su verdadero padre la jalaba del brazo: Disculpe, joven...

Por fin llega el valse, aquel mítico valse que recordarán todos los que alguna vez fuimos presos de ese primer universo, fuera de casa, que se llama Jardín de Niños. Parece que no hemos surcado el siglo XX: la misma música, los mismos pasos, y no sé por qué es tan ritual y necesario, como parte de la liturgia mediocrentista, que la música deje de sonar a media pieza o simplemente parezca rayado (antes eran los cassettes que sin previo aviso la grabadora solía escupir su cinta). Hoy, aunque se trata de un Disco Compacto (CD), por los horrores musicales parece más bien la mágica intervención de un niño travieso sobre un disco Lp de un antiguo fonógrafo. La directora del plantel se disculpa, tal como lo ha hecho los últimos años; su forma tranquila de tomar las cosas la delata.

Esos errores técnicos parecen ya cosa del demonio, porque sin duda aquí Dios no ha pasado, o eso escuché decir a los albañiles que, de vez en cuando, apartaban la vista de la tierra para medir y comparar el encaje, la delicada hechura de los vestidos de las mujeres y las muchachas; por sus ojos dilatados pienso que en otra vida debieron haber sido sastres acomedidos.

Según la Historia de la civilización contemporánea, se han enviado ondas electromagnéticas al espacio, fotografiado con gran nitidez la inmensidad de las galaxias y sin embargo aquí, en mi pueblo, no ha caído sino la errata técnica: la música siempre malfunciona cuando se trata del valse entre los niños. Si levantara una encuesta ahora mismo, notaría que once de cada diez personas sufrieron la misma situación cuando se graduaron del Jardín de Niños. Yo mismo tuve que vivirlo para que no me lo contaran.

Después de cinco intentos, los niños graduados pueden terminar lo que iniciaron: ese indeciso caminar y difícil paso de baile que consiste en llevar un pie adelante seguido del otro hasta que den una vuelta al patio y salgan de las cámaras y la vista de los padres de familia. Con gran orgullo aplauden: el valse se ha llevado a cabo según lo planeado, no hay heridos ni imágenes perdidas.


Miro al tropel de niños todavía bien vestidos: tienen su mirada en la infinita pared del sanitario, su vista traspasa los cuerpos, el cuerpo de los familiares, el de las maestras, el de la directora. Meditabundos se reponen poco a poco del desbarajuste técnico a medio baile. Yo los miro y por fin aplaudo. Ya se irán acostumbrado a las inconsistencias sociales.

miércoles, 22 de julio de 2015

Crónica del mosquito crónico

por Mario Note Valencia

al Chikungunya,
por su ocio de viajar
de cuerpo en cuerpo

Julio, de nombre así por el soberano Iulius Caesar, es el mes que pone un paso más cerca del año nuevo próximo; el mes que indica que aquí en México pronto las calles se llenarán de lentejuelas tricolores y banderitas desechables. Reconocemos su aliento a medio año porque apenas termina junio y ya barajea sus primeros síntomas de calor tropical.

Más allá del dengue hemorrágico, hace unas semanas apareció otro mosquito que lo desplazó a buen ojo y que parece, a boca de loco, inversionista chino: el Chikungunya. Pero nosotros, que no queremos oro ni plata, no necesitamos más China Town a cada torcer de esquina, a menos que se trate de la comida que preparan en Tijuana, exquisita, inigualable. Se me ha acusado de vérseme por esos lugares, pero aseguro que no soy yo sino la prueba fehaciente de aquella risible penitencia del crucifijo globalizado. Así me lavo las manos. Así es julio, así los otros meses. Como dice mi abuela difunta, en las noches en que me visita, que llega enero y se va el año, naturalmente. Por suerte, las genealogías lingüísticas me salvan, y no voy a buscar a Tijuana sino al sureste de África de donde proviene la palabra chikungunya, lengua de los makonde en Mozambique, cuyo significado es sencillamente "doblarse" u "hombre que se dobla".  

Las movilizaciones de los organismos de salud estatales, una vez que comprueban que por el virus realmente la gente se dobla de fiebre y dolor en articulaciones (sume a eso, señor juez, que las incapacidades laborales se pagan mal), no han sido sin embargo tan afanosas como las medidas tomadas cuando ocurrió la pandemia de la influenza A H1N1 en el año 2009; fue una gripe que, por porcina, su virus confundió el cuerpo de los gentiles hombres y los hizo pasar por cerdos. Se cerraron temporalmente restaurantes y se cancelaron fiestas multitudinarias, incluso en las iglesias se prohibió el ceremonial saludo de mano, ese acto que pronostica la salida próxima de la sesión católica.

En las escuelas se pidió que se tomaran medidas sanitarias como el uso excesivo de gel antibacterial para las manos y el uso estricto del cubrebocas. Para ese tiempo lo que tenía en mis manos no era alcohol en gel sino páginas amarillas de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, y esa epidemia invisible en el país me puso a quemarropa la decisión de besar en la boca, pese al riesgo, a una muchacha que era mi novia y con la que recién iniciaba una relación efímera. En los parques, caminando riesgosamente de la mano, nos escondíamos detrás de los escenarios vacíos de los parques para besarnos. Nos decíamos de vez en cuando, ingenuos, las advertencias que aparecían en los periódicos locales y en las noticias nocturnas de la televisión abierta. Quizá por eso experimenté la noción de saberme casi muerto, como Florentino Ariza, en tanto que buscaba lo vivo y fugitivo de la experiencia amorosa. 

Si el calor del día, que irradia luz y encandila hasta al más ufano en utilizar lentes de sol por el camino de estas calles polvorientas, debería funcionar para que, durante estos días de claridad más largos del año, llegando la noche quede un poco de brillo retozando en los cuerpos de los seres y las paredes de los edificios. Se ha comprobado que los fotones de luz viajan y, al hacerlo, cubren de su esencia luminosa a los cuerpos por los que se refleja; aunque, dicho está, el ser humano se devanea en su ínfima percepción fusible de los ojos (quién como los sapos que pueden ver el espectro ultravioleta). A esto, ya una señora, ama de casa, de la colonia Tuxpan ha advertido el mal funcionamiento del alumbrado público en su manzana. En una calle, a oscuras, cuenta, la banqueta ha sido lugar los últimos días para que borrachines y jeringueros de heroína se entreguen a su hábito en la oscuridad, en las penumbras de lo secreto. Yo celebro, sin embargo, el pudor que estos seres tienen con respecto a las demás personas, los servidores públicos deberían aprender algo de ellos. No conforme con esta infección social, solar, la señora ha visto otra plaga que le da nombre de homosexuales, asustada. Encuentra condones y ropa interior cada mañana, que los niños llevan y traen con asombro de sorna durante los tiempos de ocio en que no tienen por qué ir a la escuela, ya sea por vacaciones o por paro laboral del magisterio público.

La naturaleza selecciona, es cierto, por lo que se debería mirar con fe la posibilidad de que Dios quiso que así fuera en todo México. No como en otros lugares de aquí, Tecomán, en la que me han dicho los mayores, que Dios pasó corriendo; aunque es cierto que he visto algo de su presencia divina en las carnes magras de mi abuela difunta. Mi abuela me advirtió siempre que las cosas se repetirían con los años, que retornaríamos a las cosas pero con nombres diferentes: una vez fue el dengue, otra la gripe de la influenza, ahora el mosquito portador del Chikungunya.

Mientras todo pasa y hay enfermos, mientras las tiendas de medicinas genéricas atienden más temprano y más de noche a los pobres seres que buscan paracetamol y agua de coco, el bochorno de la tierra por los trópicos, su cinturón de fuego en las costas, ha cambiado como siempre los humores, pues hace hablar a la gente sobre curiosas y retornadas reflexiones acerca del clima caluroso. Da para conversar con los taxistas, siempre, da para justificar incluso la terrible condición de la transpiración húmeda y la llegada impuntual a los compromisos. Pero una trasegada de lluvia moja las lenguas que hablan del chapoteo y trombas inesperadas. La conversación entonces cambia y va hacia las esperanzas de que salga el sol tan rápido para que la ropa, después del enjuague, se tienda en las azoteas y haya uniformes secos; calles transitables, sin lagunas, para volver al trabajo rutinario. Así, unos y otros ven con benevolencia o recelo las primeras nubes que se aglomeran y orquestan las prometidas lluvias de San Juan para la gente que se dedica al campo.

Pasada la lluvia, llega de nuevo el calor sofocante y nacen las nuevas, quiero decir repetidas conversaciones entre pasajeros y transportistas. En otras partes han crecido autodefensas, e intuyo que han sido causas más por el clima político del país que el clima enviado por la madre Gaia. Esto, habrá que decirlo, es común. Sin embargo, llama la atención que un grupo de autodefensas de un pueblo costero se hiciera llamar "Los inmaculados de Troya", porque si su emblema está en ganar batalla al crimen organizado haciendo igual manera uso de armas ilícitas (¿qué arma, empero, es humanamente lícita?) para protegerse de las injusticias que nacen como tubérculos, más tendidos a la generación espontánea que al uso común de los campos mexicanos.

No sé si esta organización de autodefensas conoce vis a vis, ya no la obra épica de Homero y Virgilio, sino la histórica resolución que tuvo Troya. El nombre es destino, pero también conciencia. Bien se sabe que los dioses, unos en pro y otros en contra, dotarán de designios nefastos para quien está destinado a hacer grandes cosas; por más que pongan su dedo imperial y olímpico en nuestros lomos perecederos, si héroes, sabremos llevar a cabo el destino aun si eso consta de peregrinar veinte años para volver a la Ítaca perdida. Los Tucanes de Tijuana lo más probable es que no hayan reflexionado sobre el idealismo de Platón cuando escribieron y cantaron "eres mi amor platónico, eres la fruta prohibida"; así, el grupo de autodefensas "Los inmaculados de Troya" jamás habrán advertido que antes de Roma hubo fuego, devastación y muerte. Pero hasta el jade, advierte Netzahualcóyotl, se rompe. Roma dirigió su ascendencia, antes del mismo Julio César, sobre la espalda de Eneas. Quinientos años después sucumbiría por algo que, se sospecha, es lo mismo que sucede con estos grupos de autodefensas armados: la traición.

Ojalá alguien traicione al China Town, porque seguramente este mosquito del Chikungunya fue traído gracias a la globalización desmesurada del capitalismo. Pero lo bueno es que, a pesar de ello, también nos traen curas y remedios: paracetamol, puro paracetamol. Yo, por si las moscas o los mosquitos, pondré muy pronto un tianguis de paracetamol dado su escasez en los centros de salud. Lo más probable es que quiebre y me declare en bancarrota a la primera semana, cuando el Estado me exija expedir facturas y registrarme en Hacienda. Del mismo modo, y sin acabar la cena, quebraré cuando el Estado me pida que asegure al IMSS al señor que barra el pedazo de calle antes y después de poner el changarro. Entonces ya no habrá ni Seguro Social ni puesto de medicamentos, y también entonces, cuando el Chikungunya rece por mí, iré al Hospital Regional y no tendrán de lo que yo vendía.
           
–Lo que no pasa desapercibido es el calor, joven, ¿ha visto cómo suda la gente?, ¿ha visto cómo compra agua de coco? –un taxista dixit.

¡Oh, señor taxista, líbrenos de todo mosquito!