sábado, 8 de marzo de 2014

Feminismo, género y cultura

por Mario Note Valencia


El término feminismo es utilizado por primera vez en Francia durante el siglo XIX por Hubertine Auclert; sin embargo, las acciones anteceden a la abstracción del término, pues en 1791 Olimpia de Gouges presenta la “Declaración de los derechos de la mujer”, en respuesta de que para la Revolución Francesa se decretaron los derechos humanos en los que se abolía la esclavitud y, entre otras cosas, la posición de la mujer, sin ser explícito, quedaba anónima. A la par de Olimpia de Gouges, en 1792 la inglesa Mary Wallstonecraft aporta a la comprensión de la causa. Tiempo después, en 1848, se lleva a cabo una declaración en Séneca Falls, Nueva York.

El interés actuante del feminismo recae en volver a construir la historia de las mujeres, al mismo tiempo que hace evidente cómo los sistemas de sexo-género son una red de prácticas culturales que estructuran cómo funcionan las sociedades, provocando así maneras de discriminación y exclusión. De este modo salen a relucir los detalles cotidianos en los que se reproduce como elemento natural la marginación del ser de la mujer; de hecho, una de las abreviaturas masculinas que ha sobrepuesto el hombre con respecto a la mujer es la naturaleza biológica, de modo que (ejemplificando) la mujer es sedentaria, educadora y débil por naturaleza, y salirse de esos parámetros significaría actos instintivos. Por supuesto, el sentido humano nos reprocha esta aseveración.

¿Por qué hacer una revisión de los roles de género? El género es un constructo social en el que se determinan, culturalmente, roles de actividad; en el caso de hombres y mujeres cada rol puede estar bien delimitado por valores en esferas de la acción pública, es decir, dependen de la cultura y su contexto. Los estudios de género específicamente se encargan de preguntarse y dar respuesta sobre los hechos de la sociedad en los que se mueven estos valores supuestos, por ejemplo en la política o en el campo de trabajo. El feminismo hace una revisión crítica en estos puntos.

Hay que mencionar que la cultura ha reproducido lo que se supone arraigado al germen de la vida en sociedad; pero estos supuestos, sin duda, no han convenido a la historia en cuanto a que ha desplazado roles de género. De ese modo comprendemos el análisis crítico del feminismo, en cuanto a que, con suma conciencia reflexiva describe los detalles cotidianos que (por cotidianos) se han pasado por comunes o naturales. En “Ejes de la territorialidad patriarcal” Lucía Guerra (1995) expone de manera oportuna cuáles son estos ejes que tomaron territorio durante mucho tiempo y cuya base era tener en el centro al género masculino.

El eje masculino, como señala Lucía Guerra, despliega una serie de connotaciones culturales en medio de la ambivalencia del ‘bien’ y del ‘mal’, pues antes de mantenerlo como un problema metafísico del acto en la sociedad, aterriza en la corporeidad donde el lado derecho es bueno y el izquierdo es maligno; así fue como simbolizaron, desde épocas precolonistas, las oposiciones, sólo que el eje patriarcal se ubicó y desarrolló su lucha en lo ‘derecho’, como lucha del bien, sublime y heroica. Lo opuesto, que era lo supuesto débil de los hombres, fueron impregnadas (con voluntad masculina, por supuesto) a los roles de la mujer. De este modo, la simbolización de la cultura revive y hace funcionar ideologías en todos los quehaceres humanos, tanto en el hogar como en el trabajo.

Una de las fuentes más importantes de la cultura sin duda es la literatura oral, escrita y pictórica. En ella, a través de su discurso, entendemos un aspecto del contexto en el que emerge, ya sea por ser retrato fiel o por contraponer valores. Analicemos la siguiente imagen, al mismo tiempo que ponemos en nuestra mente obras de arte emblemáticas que nos hablan de su discurso a partir de estos ejes:


La cultura occidental se ha encargado de que los seres humanos soñemos con las divergencias de la naturaleza atribuidas siempre a los roles de género, sin que tengamos que hacer reflexión al respecto; por ser parte de nuestros sueños, lo consideramos natural. Por ejemplo, el sol y la luna, como cada una de sus cualidades, son progenitores de los sueños más profundos y que, sin embargo, reproducen la visión patriarcal, o como diremos ahora: falogocéntrica. El sol es para los héroes, los dioses, la conciencia, la claridad, la pasión, lo generoso; la luna es lo siniestro, lo oculto y secreto, es ‘femenina’ por su relación con la fertilidad y la tierra, lo inamovible, lo inconsciente. La declaración falocéntrica engendró esta visión en la cual el hombre es el centro y la mujer complemento.

Para hablar de una explicación sobre cómo se dieron estos sistemas de simbolización, hablaremos de la idea colonizante del Otro. Colonizar al Otro es y fue contraponer, de acuerdo con Lucía Guerra, los valores negativos de quien coloniza sobre el colonizado. Si el hombre coloniza, la mujer, por lo tanto, es lo negativo, lo que no puede ser el colonizador; de este precepto se explica por qué la mujer era primero habitación del deseo, de lo maternal, lo angelical, y por qué se reproduce en el arte, como la pintura, en posturas exclusivas para la mirada masculina. La idea colonizante falocéntrica proyecta en la mujer lo deseado y lo temido.

Ejemplos sobre el campo de acción del feminismo podríamos apuntar sobre el rol del amor que vemos en Diccionario para ociosos de Joan Fuster. Ahí, el escritor apunta sobre las ideas acerca del amor hechas por el hombre y que el feminismo puede deshebrar:

Lo importante [del feminismo] no es que las mujeres voten –cosa que para las “sufragistas” constituía el ideal de la plenitud social de su sexo–: lo importante es que, hoy, la mujer se ha desprendido de muchas sujeciones, legales o no, y se enfrenta al hombre en un tuteo perfectamente equilibrado. La igualdad es, en estos momentos, relativamente tangible entre hombres y mujeres. Y es en este punto donde el “amor” empieza a ser imposible. Porque el “amor” –“cortés”, “romántico” – presuponía el marginalismo de la mujer. La “enamorada” ama, puede amar o no, su amor –su decisión amatoria– es decisivo: pero siempre y  solamente en cuanto sea solicitado por el “amor” del hombre, del macho (1979, p.16).

Joan Fuster condena la tradición occidental que ha proliferado en ideologías sobre el amor, cuestión de siglos y de clases dominantes. En los reproductores de esta desigualdad amorosa ubica primero a los poetas de cada época, más a los del romanticismo, luego, ya en la actualidad, a las películas cuyo discurso se propaga entre la sociedad. Al mismo tiempo Fuster reconoce que la mujer siempre ha sido la adorada y reverenciada, pero que dicha apropiación ha conseguido una mixtificación acerca de la mujer.

La cultura es efímera. Nuestro aporte crítico consiste en reconocer los procesos de simbolización y la revaloración de los objetos cotidianos, en nombrarlos con su propia razón de existencia y luego adecuarlos a nuestra experiencia cotidiana. Desde ahora, ningún símbolo de “bueno” y “malo” puede pasar de manera ingenua ante nosotros. No se trata de arrancar las cosas de tajo, sin embargo. Nuestro objetivo vital es promover la comprensión de la cultura y la convivencia adecuada con el Otro. Buena suerte en su empresa.

Bibliografía  recomendada:
  •         Conway, Jill K.; Bourque, Susan C.; y Scott, Joan W. (1997). “El concepto de género”. En El Género: La construcción cultural de la diferencia sexual (pp. 21-33). México: PUEG
  •        Fuster, Joan (1970). “Amor”. En Diccionario para ociosos (pp. 11-18). España: Ediciones Península
  •         Guerra, Lucía (1995). “Ejes de la territorialidad patriarcal”. En La mujer fragmentada: historia de un signo. México: Cuarto Propio
  •         Gutiérrez Estupiñán, Raquel (2004). “Literatura, teoría y crítica feministas”. En Una introducción a la teoría literaria feminista (pp. 59-74). México: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

miércoles, 5 de marzo de 2014

Octavio Paz: la poesía es ritmo, imagen y sentido

por Mario Note Valencia


Dice Octavio Paz en El arco y la lira que la primera acción del ser humano fue buscar la relación natural del nombre con el objeto que representaba; se trata de una necesidad innata: nombrar la realidad desconocida y servirse de las palabras para ello. Pero las palabras son más que simples formas de expresión, pues van cargando, como Atlas, todo un mundo cultural: convención y funcionalidad proyectada.

Sin embargo, muy curiosamente, hace notar Paz que el lenguaje se ha llenado de «imágenes y de formas verbales rítmicas» (p. 34) que nos hace pensar en su naturaleza poética; el poeta utiliza la palabra para fraguar sus poemas, poemas que tienen su propia razón de ser. El poema es una entidad autosuficiente, un círculo en el que las imágenes del poeta se recrean una y otra vez, por eso la creación poética tiene su lógica, porque es un mundo único capaz de re-crearse cada vez que sea leído.

El poema se funda, como dice Paz, bajo tres imperativos ineludibles: ritmo, imagen y sentido. El ritmo es la cadencia sonora en la que se tensa el lenguaje y se transcribe lo inefable, pues «es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada, ardiente repetición de un pobre sonido: ritmo puro» (p. 90). La imagen, por su parte, es la representación de la frase poética, el significado contenido en recursos estilísticos (metáforas, prosopopeyas, antítesis, etc.) que dicen una realidad de la obra sin apegarse a la realidad externa del lector.

Se dice entonces que en las imágenes hay ritmo, y en éstas un sentido. El sentido es el significado de la frase poética, la explicación de la imagen; imagen y sentido no pueden vivir separados. Según Octavio Paz las imágenes no nos envían fuera del texto, en cambio, nos llevan a confrontarnos con la realidad del poema.

* * *

A todo esto, pienso que los seres humanos buscan cierta simpatía con la poesía, quizá, porque gracias a ella pueden decir lo indecible. Me acuerdo del imperativo de Ludwig Wittgenstein cuando dice que el lenguaje es por sí solo una jaula, un límite; sin embargo, el lenguaje de la poesía es plural y siempre, como toda buena obra literaria, insiste en la diversidad de interpretaciones. El poeta tiene el compromiso de verter en sus versos el lenguaje de la sociedad, ese lenguaje codificado por la cultura. Y mientras esto sucede, otros más buscan también las palabras, ya filósofos, literatos u oradores; sólo el poeta sabe que las palabras siempre estuvieron dentro de él, pues no las escoge, sino que responde a las palabras según ellas manden; también es como si las palabras buscaran al poeta, y éste, la única salvación que tiene es convertirse en servidor de ellas.

El poeta es, creemos, vocero del lenguaje. Las palabras que revela provienen de un lenguaje vivo, porque simplemente no puede utilizar otras palabras que no existan dentro de su comunidad; el poeta puede sublimar el hablar ordinario, le da un tinte personal, sin tener que apuntar o dirigir las palabras a determinados destinatarios, ya que «la palabra es grito lanzado al vacío: se prescinde del interlocutor» (Paz, p. 47). Quiero por último hacer reflexión sobre el poder que tienen las palabras ocultas y que al inmiscuirse en la conciencia se produce la chispa de poesía; la poesía es la reafirmación del ser humano.
           

Sobre la obra citada, legible edición:
Paz, Octavio (2005). El arco y la lira. México: FCE