martes, 2 de febrero de 2010

Mi orangután sabe hacer palomitas


A medio día cuando la víspera de la comida orea nuestra nariz y estas apunto de dejar el trabajo para darle placer a uno de los instintos más satisfactorios de la vida como lo es comer, te encuentras en una situación incomoda pues llega clientela a tu trabajo, tu ética profesional te dice que atiendas el caso y tu estómago, si pudiera hablarte seguramente te la rayaría (Como se emplea en el léxico del adolescente).


Como todos los médicos "responsables" hacer pasar al paciente, lo analizas fugazmente con la mirada y preguntas cordialmente con la mayor amabilidad que tu tripa te deja expresar:


-Qué ocurre- después una respuesta con un tono de preocupación describiendo los síntomas, mientras los escuchas analíticamente. La tripa sigue pensando en tacos de frijoles, así que haces pasar al enfermo, anteriormente analizaste la situación y has adoptado ponerle una dosis de "soletil" (anestésico) para hacer una operación rápida; el paciente está en la mesa, lo tranquilizas y le aplicas la inyección para comenzar con la operación. Queda dormido y le tomas el pulso, mientras tanto recuerdas como te decían sus deudos


-cuídelo mucho- En ese momento te das cuenta que no tiene pulso, el tiempo empieza a transcurrir más lento que lo normal, ves como una vida se te va entre las manos y no lo puedes aceptar, entra el nerviosismo pero rápido recuerdas lo que has aprendido; súbitamente le tomas la cara, le cierras el hocico mientras tomas una gran bocanada de aire que le aplicas directo a la nariz- no funcionó- lo vuelvas a hacer y con la delicadeza empleada por un profesional golpeas la caja torácica con una fuerza que podría quebrar sus costillas.


Una gota de sudor corre por tu frente cuando con gran alivio ves como toma aire regresando de la canoa de caronte.


Al final sales con él y le dices a su dueña:


cuídelo como mi vida- ella responde-claro, mi orangután se lo agradecerá.


Mi corazón late igual que el de un animal.



Leox

Experiencia… (Parte II)

La presente redacción la compongo como continuación de mi primer aporte a este espacio en noviembre del año pasado. Lo que me llevó a escribir esto fue porque desde hace días cierne en mi mente cosas que por más pequeñas que sean, me hacen cavilar. Ahora me doy cuenta, de que la vida no se olvida si la redactas.


Después de mi primer encuentro con la señora, la volví a ver varias veces más como supuse tácitamente. Éramos, cuando yo trabajaba en aquel lugar, compañeros lejanos con la idea oreada de que cuando yo necesitara algo podía recurrir a ella (sólo en lo laboral), y que cuando ella necesitara cambio en monedas vendría hasta mi lugar de trabajo. No supe si podía considerarla una amiga y no una compañera.

A veces necesité de su servicio, otras ocasiones requería saludarla todos los días por la mañana para que supiera con mis acciones que mi interacción con ella era altruista.


Mi coexistencia con la señora sólo coincidía en respirar el mismo aire artificial de aquella tienda enorme, y yo olvidaba con eso, poco a poco la vez primera que me habló.


Algunos días pasé minutos –cuando en realidad no tenía nada que hacer– imaginándome su vida, ¿qué escondía en esos años cicatrizados sobre su rostro? Qué tanto podría esconder ella en esas sonrisas furtivas desde lo lejos. En ese tiempo yo no podía medir y cuantificar mi vida, mucho menos la de ella.


No le costaba más de lo que ya le había costado su existencia, articular sus labios y proveer una sonrisa sencilla y grata.


“Trata a tu familia y a tus amigos como tratas a los clientes, y conseguirás el éxito” dice Abe Wagner en una obra. Le doy la razón. A un cliente se le trata mejor que a un amigo, porque si no, se te va del negocio, y el amigo no se aleja aunque lo trates con poco delicadeza.


Honestamente: MarioNote