por
Mario Note Valencia
"El anciano de los días" del terrible William Blake |
Todos los días del
calendario (en su traspaso por el corredor de la luz a las penumbras, luego el
alba, el nacimiento, la tarde recta y de nuevo puesta del sol mortecina) suceden
en el cielo, variables, los rituales de la búsqueda amatoria que mueven al sol
y a la luna. A veces, un eclipse nos hace ensoñar en que por un instante se han
arropado en un halo luminoso. El eclipse fecunda en sombras. La sombra originada
mueve cuerpos terrenales a buscarse el amor de las horas o a poner hojas de
acero afiladas debajo de las camas de mujeres encintas.
Los amores contrariados
se desplazan de esa manera, emulando la órbita de los astros sobre la tierra contraída,
perecedera; por algo estamos sujetos a ser enterrados, por algo se nos
demuestra que quien vuela alto se consume en la plenitud de su felicidad
instantánea, como la libélula que por conocer el fuego se entrega a la flama
que la devora.
Está muy bien que así
se busquen los cuerpos, intuyendo que en el otro queda fuego para quitar los
rastrojos del tronco que crece indómito bajo nuestra piel, de ese tono café del
tallo que a la primera herida se desvela clara y verde, casi transparente.
Cuando no es la sustancia lechosa de las ramas corrompidas, brota del contacto
la resina que guardaba: delirio coagulado de colores, ese síntoma de eternidad
a la que le hará falta tierra, lluvia y un mar que la sedimente. Agregaremos a
la receta un tanto de tiempo, miles de años, para que se descubra en el futuro con
el nombre del ámbar.
Se le ha dicho ámbar a la tela sonora desplegada en la
puesta del sol. El sol es el ser masculino que se incinera, en su último ahogo,
para que venga la luna, femenina, a redimir las consecuencias del paso diurno
sobre las jardineras, sobre las ciudades que se han buscado en la luz del
mediodía y convienen, en última instancia, reposar la medianoche junto a ellos,
como maldecidos por la luz directa.
Podríamos contar los
efectos del sol y la luna con la imagen de extremidades invisibles que nos acarician.
Las bondades y las injurias de los astros apenas son prejuicios que guardamos
para justificar eventos descomunales que trastocan nuestra experiencia
cotidiana. Por motivos de transmisión generacional y cultural se nos ha
enseñado que la luna es femenina y el sol es masculino, pero también estas designaciones
forman parte de los prejuicios emanados con el pulso de nuestro corazón oráculo.
Ciudades que se
trazaron con la simetría de los cielos, ciudades que se fundaron con la muerte
de un sol o el arribo austral de la luna. Así, como las ciudades, los cuerpos
se fundan y se hablan de desorbitados paréntesis estelares. Si yo veo una luna
resbalada al pie de mi cama, podrá ser que, durante mi delirio, la luna ni
siquiera cuente con dimensiones sexuadas.
La luna, como el mar, siembra
sueños. Quizá porque la profundidad está enraizada con la oscuridad, es más
sencillo para el soñador entregarse al paraíso inmenso de la creatividad desmedida.
He compartido con mis compañeros alumnos, a los que un día veo y otro no, la
bondad de asistir a clases de literatura de siete a nueve de la mañana.
Encuentro estimulante despertar con la temperatura de los sueños y con esa piel,
intuyo, todavía tibia por los acontecimientos oníricos, se recibe mejor la estética
del asombro literario. El cuerpo está más dispuesto en esas horas ulteriores, incluso
del natural desvelo, a dejarse llevar por las vocales de invisibles melodías encriptadas
en el cobertizo de los textos.
En esas horas del alba
después de las seis, he coincidido, sin proponérmelo, escapar de las casas
donde he pasado la noche en un convivio con amistades, y no precisamente me
escapo y fugo al hogar donde resido. En las últimas semanas, sin embargo, a
esas horas he escapado de mi casa, sin necesidad de brincar bardas ni abrir puertas
con cuchillos, para esperar a los nuevos estudiantes que entran por la puerta
del salón de clases; estoy seguro que en intermitencias e intervalos sin medida
vendrán de nuevo los días en que me tendré que escapar al alba con la argucia
de abrir ventanas (haciendo palanca con la boca de una botella) para salir a la
calle en gallicinium o abrir el
cancel de candado robusto para llegar puntual a clases. Algo raro navega en el
aire que no se consigue en ninguna otra hora. Uno se siente extranjero hasta de
sí.
Sólo una nueva mirada
sobre los objetos del mundo puede poner en juego las reservas con las que
contábamos. La innovación del aire matutino desprende las rocas del suelo, los
valores salen despedidos y no se reconocen, se drena el agua del pozo inmóvil
por un canal que la hace perderse en la corriente de un río. Los sueños que
resguardábamos en la memoria se multiplican o se reducen en una simple
pesadilla informe. Cuando creíamos entonces que el sol y la luna representaban
a los amantes que se buscan, viene a movernos la idea de otra cultura en la que
son percibidos como hermanos. De esa manera los fenómenos son fraguados a
conveniencia por la cultura que modelamos. Antes de que llegara Europa a
América, al menos en la dimensión náhuatl podría explicarse por qué el mundo
florece con la muerte: en aquella senda solar, durante los últimos minutos de
la tarde, caminan las madres que mueren en el parto y los guerreros que se
entregan en la ceremonia de las guerras floridas.
En mi habitación alumbrada
por la flama de una vela, inmerso en las fauces de la madrugada avanzada, voltea
hacia mí la terrible figura perfil de una media luna sobre el escritorio. Por
el rigor del acero modelado me desboca en una sensación bidinámica, lacerada y
magnética, porque el semblante de esta luna es, sin embargo, andrógino y
olímpico. Retirado, al otro extremo, en la paz de los desiertos quevédicos, un pequeño
xolo de arcilla, sonriente y oblongo, pasa la noche despierto con nosotros: la
flama, la luna y mi mano izquierda entumecida. De cuando en cuando su rostro canino
dobla su perfil para atisbarnos: algo llama por debajo de la tierra, en las
tumbas, y reclama su presencia.