por
Mario
Note Valencia
Voltaire lo dijo claro: es bueno saber
que no siempre pensamos. Mentirosos los que digan “yo siempre estoy pensando”.
Pensar, lo que se dice pensar, pues
no. A veces, por los duros o suaves estímulos en nuestro devenir cotidiano,
como transitar una calle atestada de personas (vendimia, cocina y algarabía),
no discriminamos arteros ni ponemos verjas alrededor de todo lo que viene a la
cabeza. Hablo de los pensamientos indeseables, los picapedreros.
Los pensamientos son íntimos, naturalmente,
como canteras informes de nuestro paisaje mental. Nada hay que se haga público
a menos que le apliquemos el verbo, oral o escrito, aunque siempre nuestra boca
se quede corta por “el peso del peso que hay que poner sobre la lengua” (Paul
Valéry). Existen los momentos puramente mentales en donde las emociones pasan
por la asimilación de imágenes y formulación de juicios, como la nostalgia de
volver a algo o a alguien, a la experiencia de la calle abigarrada, a la
añoranza del tránsito pasado entre los tenderos del mercado y la mano inquieta
del amante, valuando ciegamente, con el pulso del pecho apasionado, lo que debe
seguir en la memoria.
Existen estos pensamientos de las causas
perdidas, aquellas idas y venidas sobre asuntos pequeños de la vida diaria:
molestarse, por ejemplo, porque se nos ha manchado la camisa justo antes de
salir de fiesta. Dudo que nunca nadie se haya molestado por cosas que después
las sabemos insignificantes; si no fuera el caso y alguien más lo niega, que lo
diga ahora para ensartarlo en la Hoguera de los Engreídos.
Yo también me hurgo la nariz cuando
nadie me ve, con la rara constancia con que pierdo la cabeza atendiendo
dilaciones que no valen la pena. Me digo un “vaya, esto no debería importarme”, pero cómo le gusta a mi memoria
embadurnarse, trayendo a colación (y colisión) escenas de la vida diaria
fustigadas por la imbecilidad de los hombres (la suya, por ejemplo; la mía,
incluso, más, todavía).
Un método (inestable como la belleza)
para no pensar ni gastar energías con pseudoproblemas, consiste en ocupar el
tiempo en actividades que impliquen movimiento físico o, por otro lado,
enfrentar espiritual e intelectualmente el asunto en un estado de suma reflexión;
sin embargo, las cosas, cuando están irresolutas o demasiado calientes, pueden
salirse de control si tenemos la mala idea de ahondar en el escollo sin filos
ni navajas.
Profundizar en la basura sólo asegura lo
difícil que será asearse de nuevo: me refiero a la vagancia de andarse en fútiles
dilatorias. Es cierto que merecemos enojarnos por la camisa recién manchada
antes de salir de fiesta o porque alguien más arruinó nuestra comida, pero es
preferible irritarse en secreto (como hurgarse la nariz) si está en juego
evidenciar públicamente nuestro mal gusto de desfigurarnos por cosas que no
valen la pena.
So, za-zá, fiu-fiú, frac and crack, my
darling team, ¿qué cosas sí valen la pena?
Bueno, tanto así como apenarse y que nos guste, no. Valer la pena supone un
sacrificio (esto es: engrosar las
energías para exprimir el pensamiento), y si algunas almas, un poco torpes y
quejumbrosas, de ésas que lloran antes del golpe, buscan y encuentran indulto en
donde nunca hubo infamia, no hay manera de considerar adecuado aporrearse con
pesos ligeros.
La realidad es que por estos
pensamientos de albañal, cestos y cloacas, se pierde el sueño y se malgasta la
noche. Picapedreros: las canteras falsas sólo expiden polvo y ocupan espacio en
el paisaje. No se lee, no se escribe; la boca advierte cuando su dueño no la
doma y despotrica desnortada. Lo mejor es tomar una siesta. Si, en cambio, los
pensamientos no dejan dormir, entonces ponerse de pie, hacer actividades que,
como dije antes, impliquen movimiento y cansen el cuerpo hasta que dormir sea inevitable,
como salir a caminar o darle una mano de gato (esperen, los gatos tienen patas,
corrijo), una pata de gato a la
bicicleta, los zapatos, la repisa.
Una vez que conciliemos el sueño, nuestra
cabeza se desinflará de fiebre, descansará en el paraíso. Hay personas que
encuentran soluciones en el sueño o placer en ausentarse de la ruda vigilia,
esto para que pase el tiempo y se apaguen las brasas de la pasión (no del amor,
sino de las otras pasiones deletéreas como la venganza, el rencor, la ira, los
celos, la envidia, etc.).
Endemoniados pensamientos: a ustedes
habría que saber domesticarlos y que sirvan en la Hacienda de Nuestra Patética
Diatriba. Lo mejor, pues, en todos los casos, es no bajar la barbilla y azotar
al toro que entra resoplando furia en nuestra tienda de cristales. Ponga usted –como
diría el médico veterinario– a ese chango molesto en el zoológico, quíteselo de
la espalda, pierda peso. O haga como yo y mis amigos del Club de los
Degenerados: llame a alguien y meta al diablo en el infierno.