por
José
Calderón Mena
Han transcurrido algunos años desde que
ocurrió un evento en mi vida para el que no encuentro una explicación lógica y
del que sólo puedo consignarlo tal como lo recuerdo.
He llegado a pensar que
el tiempo no viaja de manera lineal y que, por el contrario, de pronto nos
atrapa en un laberinto circular que pone en nuestro camino sendas, fugas y
atajos que no buscamos, pero a los que somos arrojados de manera casual o
fortuita.
Sin embargo ¿habrá algo
casual en el transcurrir del tiempo, o existe una pre-determinación que nos
hace viajar, arrastrados por una misteriosa inercia que podríamos llamar destino?
He aquí los hechos:
Después de una semana de
trabajo, quise aprovechar el tiempo de un llamado “fin de semana largo” para
visitar a un amigo al que hacía mucho que no veía. Para ello viajé en mi
automóvil, el mismo viernes por la tarde, a un pueblo cercano donde él vivía
con su familia.
Después de disfrutar de
dos días compartiendo recuerdos infantiles y anécdotas de juventud, emprendí el
regreso a mi lugar de residencia, distante unos sesenta kilómetros de la casa
de mi amigo.
Casi a la mitad del viaje
de regreso vi, con extrañeza, una angosta brecha adosada a la carretera sobre
la cual no había reparado antes. Había recorrido incontables veces la misma
carretera, pero nunca había visto la brecha que les cuento.
Como me pareció que
podría aprovechar las horas que faltaban para que el domingo cerrara con la
noche, decidí curiosear un poco, pues la tarde era apacible y la sinuosa y
arbolada avenida que se extendía hacia adentro invitaba a recorrerla
Al llegar a una pequeña
loma, el camino terminaba de manera inexplicable, así que detuve mi auto y subí
a pie la loma para ver qué había del otro lado.
Observé, maravillado, un
pequeño cuerpo de agua rodeado de encinos florecientes y lánguidos sauces
llorones que daban al paisaje, brumoso y vespertino, algo de irreal y
misterioso. Estuve un buen rato contemplando el extraño y apacible paisaje.
De pronto vi venir hacia mí
un anciano de aire campesino que, apoyado en su bastón, caminaba lentamente con
una sonrisa amable. Tan pronto como nos vimos a los ojos él levantó su mano
izquierda a manera de saludo.
Le pregunté si vivía en aquel
lugar y me contestó que no, que sólo estaba ahí para orientar a los viajeros en
su camino de regreso.
Instintivamente, volví la
cara hacia la brecha que creí haber recorrido para llegar al lugar donde me
encontraba con el anciano, pero no vi la vereda ni mi auto estacionado. El buen
hombre sonrió compasivo y me dijo que no me preocupara, que a esa hora la luz era
engañosa y no tardó en darme instrucciones precisas para dar con mi vehículo.
*
Perdida por completo la noción del tiempo,
llegué a casa pasada la media noche del día que yo suponía era domingo. No
podía estar más equivocado, porque encontré en mi contestadora mensajes de
reclamo y extrañeza por la falta a mis labores en los dos últimos días: ¡era la
madrugada del miércoles!
Al día siguiente justifiqué
mis faltas lo mejor que pude y me reintegré a mi empleo como quien está
dispuesto a ponerse al día. Pero no dejé de pensar y preguntarme qué había sucedido.
La brecha, la loma, el anciano. La tarde surreal de un domingo cualquiera.
El siguiente fin de
semana volví a la carretera para buscar la vereda por la que me había
extraviado. No la encontré. Por más que busqué, no encontré el camino a la loma
ni al lago, ni mucho menos al viejo que me había saludado y dicho el camino de
regreso.
Pero sobre todo busqué
esos dos días de mi vida que no he podido explicarme adónde fueron a parar.