por Mario
Note Valencia
Adulto
y adusto no son sólo dos palabras que se parecen.
Las muchas veces que
uno escucha “Te comportas como niño” o “¡Pero qué niñería estás haciendo!”, el
apelativo niño se utiliza sin duda,
en este campo de acción, despectivamente. Ya es momento de que se aleje de
estas funciones groseras el adjetivo niñerías.
Aquí no se le pide opinión a los infantes, primero porque son ajenos al
contexto. La tensión a resolver es privar a los adultos, quienes ejercen “la
ley y el orden”, de que sigan llevándose a los niños entre los pies. Aquí
aparece una injusta guillotina que
corta la cabeza de los progenitores y la deja caer sobre sus hijos.
Decir que este problema
es vano, es desmeritar a los sujetos invocados inadecuadamente: los niños. Este
decir que “eres como niño” de manera peyorativa se parece mucho a los poetas
que traen a su boca palabras mayores o menores, pero que no le pertenecen. ¿Un
niño podría ofender a otro niño si le dijera “Te comportas como adulto”?
Antoine de Saint-Exupery inicia El Principito
con la nostalgia de la infancia, la melancolía del no poder regresar; sin
embargo, por eso mismo, se trata de un libro para adultos. No es el pequeño
príncipe quien narra su historia, porque eso implicaría un esfuerzo
epistemológico (exclusivo de la infancia) incluso para el escritor
Saint-Exupery. Los niños, si leyeran la viva voz de este hombrecito que vino de
un especial asteroide donde vive con una flor, un baobab y un volcán, no se
preocuparían de estar nostálgicos por la adultez. La precocidad, en cambio,
puede ser esa manía infundada por los Otros
(adultos) de crecer. Creo que Vicente Fernández vivió desesperado la
precocidad, consumiendo la infancia, o según interpreta en su canción “Las
botas de charro” (por eso, niños, estas canciones son de adultos para adultos,
naturales o precoces).
Comportarse como un
adulto, en términos populares, implicaría al final de cuentas soterrar la
exposición al mundo, al genuino mundo de lo hipersensible y sensorial, en la
que catedrales góticas habitan dentro de las cáscaras de nueces, y si se acerca
al oído se puede escuchar un río Sena y a Notre Dame desde las alturas. Este
reconocimiento de lo genuino quizá viene de verse en los demás (espacio-temporales)
lo que ya no somos: infantes.
No comparto la idea
romántica de regresar a la niñez, sobre todo porque sospecho que la nostalgia
de la edad infantil en un adulto proviene muchas veces de su cursilería.
Reconozco en cambio los actos cuyo eje es la autenticidad y que provienen de
los fantasmas de la niñez, por más que se diga que no se ha tenido.
Hay eventos corporales
que se aprecian en el adolescente, por ejemplo, que ya de por sí no le
pertenecen a las posibilidades de la infancia. El ideal del niño eterno, a
primera intuición puede ser inoperante, porque las reflexiones verdaderas sólo
vienen de la periferia y no de las deducciones de la niñez en las que ya se
está ocupado experimentando al mundo, al mundo en un abanico de esperanzas y desilusiones
al instante, de árbol frutal rebosante de deseos. Por otro lado, el corrido
popular “Pancho López” es viva alegoría del vivir aprisa, e inquietante imagen
del niño que se engulló al mundo desde muy pequeño. El mismo Pancho López (que
era chiquito pero matón) es imagen ranurada de la perversión adulta, de ese
vicio de desvestir o vestir a los niños “para verse como adultos”.
Los pequeños concursos
de belleza para niñas de tres a nueve años de edad (y para su sexualización
velada-dirigida por los adultos) son o eran comunes, que por comunes ya no
sorprenden tanto, aun si se trata de abolir estos concursos. Pero en la
cotidianidad mucho más inmediata hay objetos particulares de la intervención
adulta en la experiencia del infante: a) la
sonrisa que ocasiona ver a niños actuando como adultos; b) el juego del papá y la mamá (cuántas veces he visto que los
niños en este juego se comportan como cada uno de sus padres en la casa, donde
incluyen frases violentas e incluso alusivos a la infelicidad); c) una niña con voz de soprano,
hipermoralizada, con vestido de noche, interpretando con su voz única una historia de amor.
La niña soprano por su
breve edad “conmueve” al público, la adoran. Debajo de esa adoración (por
adultos) se encuentran apretados algunos vicios: la fantasía de la nostalgia de
la niñez y el ideal de la infancia eterna. La niña en este caso, como en muchos
casos más, se convierte sin desearlo un producto de consumo y, como tal, en
algún momento será crudamente inservible para los Otros, porque “se permitió
crecer y ya no es lo mismo”.
Como estos casos de
consumo abundan en el mundo. Siempre habrá una institución (lícita o ilícita,
aunque cuando se trata de contaminar la infancia ¿qué es lícito?) encargada de
comprar y desechar, de ofrecer a los mejores postores cuyo capital es motor del
mundo: las familias. La familia es protectora o expectorante. La familia es tan
inmanente como trascendente. La familia puede apoyar o atar, siempre en una
madeja atractiva de la que cada Uno en su individualidad la toma o la deja. No
todo se aprende en la familia, pero no todo se aprende en la calle. Hablo de la
familia más allá de lo biológico, de la hermandad y protección genuina; incluso
no hablo de personas exactamente.
Cuidemos hasta cierto punto
la infancia que esté a nuestro alrededor. Transformemos actos, por ejemplo, que
“Te comportaste como un (a) niño (a)” o “Fuiste muy infantil” sea elogio a la
autenticidad.
Apostillas:
A continuación comparto discursos inadecuados en imágenes que se reproducen en varias plataformas de comunicación ordinaria. El problema no está, muchas veces, en lo que expresa sino en la mano que construye esa idea o la boca que la reproduce. Hay que tener intuición incluso en lo más mínimo.
Nos quedamos más con el "hacer mil preguntas". Sin embargo, hay que notar que "mil" es una cifra desmedida compuesta de la razón geómetras de los adultos. |
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