por Montse Jiménez
Luces brillantes, pupilas contraídas.
Avanzas por la acera que parece no tener fin. Los edificios se levantan ante ti
como olas en el mar, danzan. Danzan al ritmo de las bocinas furiosas y las
voces aguardentosas de los transeúntes que creen tener prisa. Pies por aquí,
allá. Ojos vacilantes, miradas vacías.
Ahora mismo desearías estar en otra
parte. Lejos, muy lejos. Pero no puedes. Tal vez sea el humo seduciendo tu
rostro o las gotas de lluvia resbalando por tu cuerpo lo que te hace
retroceder. El viento revoloteando tu cabello. Tu cabello.
Lentamente recorres las calles. El
vaivén de los autos escasea a medida que la Oscuridad avanza. Entonces te das
cuenta. Se posa ante ti. Tan rumiante, tan desnuda, tan tuya. Cuántos pasos
construyen sus caminos. Cuántos secretos construyen sus muros.
Con los pies descalzos, y
visiblemente cansado, sigues la delgada línea que dibuja el horizonte.
Esperando, entonces, volver a ver las luces de esta ciudad.
Muy bonito. Acertado con lo de la oscuridad que ni sientes cuando de pronto es de noche.
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