por
Rafael Frank
Sobre
la superficie inquieta del café, puede verse el reflejo del luto, el vapor tenue
que no se altera cuando el efecto luminoso reposa sobre él. El sonido del jazz
inunda desde su resplandor, como luz atravesando un ágil humo morado, entre
cada intervalo de nudos y volutas nos comenzamos a rodear de plasma. La melodía
colisiona en las paredes, el efecto reparte las notas, caen al suelo, impregnan
las suelas de los zapatos que caminan en este concierto, los espectadores
reparten el polvo de la música por las aceras y cruceros, allí dejan esporas
para los automóviles, la ciudad se tambalea en campanadas, el viento es el
encargado de remover el sonido y volatilizarlo.
En
la noche el rocío asignará a cada roca una melodía. Durante el frío más oscuro,
entra el jazz por las ventanas, se deposita con calma en los pulmones, los
ronquidos ahora están en los saxos barítonos, en las exhalaciones el saxo alto
se apodera de la primera voz y de los insomnios, la disonancia es neblina
matutina.
Por
unas horas los pasos del jazz están cubiertos por la capa espesa. La niebla es humedad,
el rocío es humedad, el vapor es humedad, una masa de punteos en la visión de
quienes permanecieron velando la noche y anhelan los sueños. En el amanecer
descansan los restos mojados del jazz, y en otras curvas del mundo, el sol nos
entrega su óptica rojiza, dedicados a los primeros tintineos de las recientes
pupilas encandiladas. La liturgia árabe entra en el cenit, los últimos
vestigios húmedos del jazz se conectan con el vapor que explora las superficies
inmutables del café. La música comienza, nueva.
¿Hechizos para la fertilidad?
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