por Mario
Note Valencia
«Al
asumir como proyecto político un “nacionalismo cultural”, el Estado tiende a
interpretarlo como cultura auspiciada por él. Difícilmente puede separarlo de
una cultura oficial, destinada a mantener la cohesión de la nación bajo el
dominio del Estado existente», Luis
Villoro.
La cultura oficial
mexicana, la hegemónica, la dominante, la esparcida y reproducida públicamente,
la encontrada en murales, en el cine y en la literatura, la revivida en la
casa, con la pareja amada; esta cultura del Estado y sus “políticas culturales”
han ensalzado hasta el cansancio el tipo de mexicano que conviene que exista,
al mexicano supuesto “auténtico”, sustraído de su lugar supuesto “mítico” para ponerlo
nostálgico frente a la industrialización desmedida.
A este mexicano mítico,
que antes de llegar a ser nunca ha sido, a este mexicano alineado en las filas
del capitalismo, como consumidor y sirviente, lo crearon en contraposición a su
imagen. La burguesía dirigente lo pintó trágico, pero feliz, pobre pero digno. La
burguesía pidió a los artistas que pintaran a un mexicano provinciano
contrariado con la ciudad, a un proletario que soñaba con la vuelta de la revolución.
Pero esos retratos, que podemos ver en cualquier museo “sobre lo mexicano”, en
los libros de primaria, en Diego Rivera y Frida Kahlo, no fueron más que un
proyecto para justificar el dominio del Estado, asimismo para concentrar a los
mexicanos en una sola imagen y poder nombrarlos fácilmente. Basta entonces de
supuestos sombreros, nopales y cervezas para todos, ¿quién se ha creído lo de
José Guadalupe Posada? Mientras más nos parezcamos a esas calaveras fiesteras y
sombrerudas, más fácil darán con nosotros.
El Estado mexicano,
cuyos movimientos son dirigidos por intereses particulares, tiene como fin homogeneizar
la cultura mexicana, o dicho de otro modo: conviene más que todos, los Otros,
sean iguales. En las escuelas se reproducen los intereses del Estado, ya que la
educación es por donde se enseña a ser “bueno” para el Estado, y se enseña, por
lo tanto, la cultura supuesta mexicana. Entonces cada escuela ideológica
(ideología es idea falsa) afianza un
sentido de ser mexicano a través de prácticas costumbristas como “el día de la
bandera”, “el grito de independencia”, “inicio de la revolución mexicana”, y
demás; dirigen las estrategias de enseñanza por medio de un nacionalismo
ideológico, directo a justificar la sumisión del individuo frente al Estado, aunque
los profesores mismos no lo sepan.
La cultura ideologizada
es aquella que el Estado dirige y pone sobre tarimas en cada una de las plazas
centrales de la ciudad. “Esto es fomento a la cultura”, “Cultura y deporte”,
son expresiones bien conocidas por la burocracia del Estado y construidas de
acuerdo a una visión burguesa de la cultura: cultura como signo exclusivo de los
altamente “civilizados”. Y aquí y ahora quien se crea civilizado no pasará de
ser más que un ciervo en el corral.
La cultura oficial es
hegemónica porque dirige un cierto tipo de intelectualismo y moral, en fin: una
manera de “deber ser” para ser contado. Por supuesto, el Estado cuenta con su
propio séquito de analistas culturales y artistas que, bien o mal pagados (“becados”
es lo de hoy), responderán a los intereses particulares. Hay que tener muy
claro que estos intereses particulares no son más que económicos de personas
contadas y concretas, y que sus supuestas ayudas al pueblo son formas que, si se analizan bien, dan cuenta de un
sistema de justificaciones para el dominio. Incluso los mismos individuos
dominados repiten esta fórmula consigo mismo, con sus semejantes de carne y
hueso, al demostrar públicamente que pueden dar una moneda a los vagabundos, o que,
del mismo modo, echa el diezmo en la canasta de la iglesia (otra institución
que sobaja las cabezas y las domina).
El Estado, a través de
sus secretarías o institutos de cultura, se apresura en convocar a concursos donde
el objetivo sea vanagloriar el lugar donde viven. Las convocatorias rondan a través
de un concurso localista de fotografía, de literatura regional, en fin, de cualquier
producción metida a concurso que demuestre “orgullo del lugar mágico” donde
viven. Curiosamente, gana el participante que más resalte el costumbrismo, a
veces desaparecido, del lugar. La intención es volver a los mexicanos una sola
masa contraída, aprisionada, pero distraída con cerveza y sombreros, con
fiestas cada año y con entretenimiento “libre-cultural” hasta su casa. Dice
Luis Villoro al respecto: «Los medios informativos se encargan de difundir una
cultura uniformizada, comercializada, desprovista de valores superiores, que
las ciudades exportan al resto del país».
Una cosa es la cultura
oficial mexicana, y otra muy aparte la cultura auténtica mexicana. ¿Cómo
entonces saber quiénes somos? Quizá el asunto está en buscar donde no haya
estereotipos del mexicano. En la praxis cotidiana de todos estos años no ha
habido ocasión para constatar sinceramente que no hay cabida, en la cultura
oficial, para el mexicano de carne y hueso, quizá: el indivisible, el apátrida,
el buscador de lo inmediato, el ya cansado hasta los sueños del águila y del
nopal, de una tela ondeante que llaman bandera de México.
Veamos que esta cultura
oficial mexicana quiere al mexicano en su sentido embrionario, enfrascado y rotulado.
La cultura oficial aprecia mucho al mexicano inerme, al perezoso, a quienes
hacen su habitual escándalo de domingo. Esta es la identidad que se cosecha, la
que aglomera gente y las incita al grito, la identidad misma a la que se le reprime.
¿Quién se esconde detrás de un idilio mexicano inexistente?