por Óscar
de la Borbolla
Existen innumerables
instituciones dedicadas al desarrollo de lo que en general se denomina “la
conciencia ecológica”, sin embargo, ninguna ha puesto en la mira la luz; se
habla mucho de las especies que están a punto de extinguirse, del calentamiento
global, del deterioro de la capa de ozono, de la contaminación del aire, de las
islas de espuma de detergente que bogan por el mar, de los desechos
radiactivos, de las toneladas de plásticos que minuto a minuto generamos, del
ruido en las urbes, de las baterías que irresponsablemente se desechan y se
tiran en cualquier parte y hasta de la contaminación visual que enmascara con
su fealdad publicitaria las fachadas de los edificios o el paisaje, sin
embargo, poco o nada se ha dicho de la luz como un factor que altera el
equilibrio natural del día y la noche.
¿Qué pasa con la luz
artificial que trastoca la noche? Miguel de Unamuno en su novela Niebla se
refería al árbol desvelado por un farol encendido que todo el tiempo le decía:
“Tú no eres tú”. Pues pasa que las noches del siglo XXI son menos oscuras que
las de antes; y “menos oscuras” es un decir, pues las ciudades, en el día, son
manchas gigantescas de cemento y por las noches manchas deslumbrantes de luz:
Las Vegas, Nueva York, Tokio, Paris, el DF pueden apreciarse desde la Luna.
Entre todos le decimos a la noche tú no eres tú. Y esto, obviamente, tiene sus
consecuencias.
En el mundo de los
coleópteros, las luciérnagas son las que más han resentido el cambio y, entre
ellas, las hembras, pues, al resultar visibles sin necesidad de encenderse, han
comenzado a perder su brillo. Y se puede observar que en su ritual de
apareamiento la bioluminiscencia ha perdido importancia, ya que, iluminadas por
la luz de millones de focos que aclaran la noche, se aparean sin sus destellos
autóctonos. Aunque una de las transformaciones más graves que puede llegar a
ocurrir y sus consecuencias son hoy impensables, es en los murciélagos. Muchos
se volverán videntes y aquel extraordinario mecanismo para esquivar los
obstáculos a partir del cual inventamos el sonar dará paso a que sus ojos
negros y opacos como de rata comiencen a ver. Parvadas de murciélagos en pleno
mediodía atravesarán el cielo y atacarán a tórtolas y golondrinas.
Todavía no se
cuantifica ni se hace un inventario completo de los efectos de replegar la
noche: no sabemos qué pasa con los periodos de sueño de los animales ni acerca
de los efectos de “histeria” que se están ocasionando en las plantas: sólo ha
llamado la atención el hecho de que en los campos de girasoles ya no todos se
orientan hacia el sol: parecen varas de pasto desflecado mirando con
indiferencia hacia cualquier parte, como puede notarse ya.
Es necesario que en la
lista de preocupaciones que la conciencia ecológica fomenta esté también un
reclamo más: el derecho a la oscuridad, pues ese resplandor provocado por todos
no sólo está afectando las reglas del planeta y con ello las posibilidades de
supervivencia, sino que incide en asuntos tan sutiles como la sensibilidad
poética y, aunque esto sólo preocupe a unos cuantos, ese generalizado desdén no
lo vuelve menos importante: ¿cómo inspirarse cuando las avenidas del noctámbulo
están bañadas por esa luz grosera y amarilla que despiden las lámparas de vapor
de sodio?, ¿cómo encontrar la imagen que revolucionará el lenguaje si la noche
blanqueada por la potencia de los reflectores impide que veamos el universo que
se abre arriba de nosotros?
No vemos el universo que se sobre nuestras cabezas, pero sí el que se abre sobre nuestros pies.
ResponderEliminarAun así me emociona conocer más sobre esto, los murciélagos por ejemplo, me encantaría poderlos ver dando vueltas como a las palomas antes de llegar a su nido. Ojalá siempre pasara un poco de todo. Gracias por compartirnos a Óscar de la Borbolla.
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