martes, 19 de agosto de 2014

Academia: la ruptura de la Universidad o la profesionalización de la vida

por Mario Note Valencia

  
La pregunta es: “¿Cuándo un organismo colegiado tiene el derecho o puede legítimamente llamarse Universidad?” – Humberto Giannini, filósofo chileno.

Comenta Humberto Giannini que la universidad en sus inicios se creó como una “asociación de los iguales”, personas de diferentes oficios, por ejemplo, que deseaban conocer más. Esto era, en un principio, armónico donde los mismos institutos elegían a sus maestros y rectores.

Sin embargo –explica el filósofo chileno– la universidad comenzó a profesionalizarse. En el siglo XV, los sacerdotes de las universidades deseaban el ingreso de interesados para crear, precisamente, más sacerdotes; entonces, la educación libre se convertía en ideología, dirigida intelectual y moralmente, del mismo modo como una universidad, en la actualidad, le conviene tener más abogados o empresarios, por ejemplo.

La realidad inmediata nos hace volver la mirada a los cimientos, esto aunque no queramos. He visto que, incluso, en la arquitectura y diseño (industrial o gráfico) existen las bases estéticas humanas. He visto estudios para arquitectos en formación que son una serie de postulados filosóficos para comprender las razones (muchas veces pasionales) de levantar una casa o trazar una ciudad. Mucho tiene que ver en la construcción con la armonía formal con nuestro cuerpo, antropometría.

De acuerdo con Humberto Giannini, dado que es sobreentendido que el individuo es traído al mundo (porque Él no lo ha decidido), la sociedad debe encargarse de concederle todo el bien posible: «por lo tanto, una sociedad siempre tiene el deber de educar, y las universidades pagadas están haciendo todo lo contrario. Están creando enormes distancias, tremendas distancias entre los seres humanos».

Cierta idea de esta profesionalización consiste en aprender una profesión para “ganarse la vida”. Entonces, la universidad ya no aparece en la forma en que nació; donde se iba para conocer más a mismo, es decir, intereses humanos como la biología y la astronomía, la necesidad de conocer los microcosmos de los organismos como la macro estructura (igual de delirante) que es la galaxia. Es, pues, la “utilidad” la que desvía los intereses humanos. Como dice Giannini, es un derecho no privarse de los deseos de imaginar, de conocer.

Sobre esto dirijo mi atención, por ejemplo, a las carreras de literatura que al final de cuentas no crean literatos, sino lectores asiduos; de la misma manera no crean críticos, sino comentaristas pasivos. Los problemas no recaen, intuyo, en los profesores ni en los estudiantes por completo, sino en la ideología imperante de la institución –y ni esto por completo–, ya que la ideología se expresa, se vitaliza y reafirma en la acción (eventos, incluso a través de los condicionamientos o políticas de educación que deben afianzar los profesores). De ahí, quizá, que ya se le conozca con el nombre de academia y no de universidad.

Reflexiona Giannini, respecto a este “ganarse la vida” (estudiar para el trabajo), que es esta misma idea la que sofoca a los profesores que injustamente son llamados ‘incultos’. Muchas veces se trata de la institución, del sistema que arroja a los profesores a trabajar más horas para poder vivir de acuerdo a las exigencias económicas, por lo que no queda tiempo para la vida culta; mientras que veinticuatro horas de labor sería lo adecuado, el profesor tiene que trabajar cincuenta horas semanales. Imposible, dice Giannini, que se pueda leer un libro con tan poco tiempo. Aunado a eso, señala el hecho de que se tiene que tratar con grupos de cincuenta alumnos; además de que allí, probablemente, no se lleva de manera íntegra y adecuada la relación profesor–alumno.

Podemos comprender que los elementos materiales, en diálogo con nuestra experiencia corpórea, dotan de memoria vital nuestra experiencia cotidiana. Lo cotidiano es corpóreo en tanto que nuestras manos, por ejemplo, expresan un síntoma de nuestros deseos. Así como hay límites formales que encaminan nuestra experiencia  (la anchura de la casa, el trazo de la ciudad, nuestro cuerpo mismo en sus dimensiones), hay límites formales que encaminan nuestra resolución imaginaria en el mundo: ¿cómo catalizo el hecho de que la pérdida de un objeto (público o secreto) deviene en mí en transfiguraciones internas? Esto porque, sencillamente, somos humanos; los estudiantes y los profesores son, antes que nada, humanos, y un humano es, como todos los objetos, respuesta constante a los movimientos exteriores, desplazamientos, cuya pérdida (pública o secreta) puede ser recibida sobre alguien más como transfiguración interna.

Recuerdo mucho a Juan José Arreola:
«El verdadero maestro no es un depósito de conocimientos estancados, no es el muro impenetrable y macizo que detiene las aguas en la represa, sino el vertedor en demasías de lo que en su alma es plenitud. Maestro es el hombre henchido que desborda, si no sabiduría, afán de comprender el mundo y hacerse comprensible a los demás», así dijo.

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