por
Mario
Note Valencia
La pregunta es: “¿Cuándo un organismo
colegiado tiene el derecho o puede legítimamente llamarse Universidad?” – Humberto
Giannini, filósofo chileno.
Comenta Humberto Giannini que la
universidad en sus inicios se creó como una “asociación de los iguales”,
personas de diferentes oficios, por ejemplo, que deseaban conocer más. Esto era,
en un principio, armónico donde los mismos institutos elegían a sus maestros y
rectores.
Sin embargo –explica el filósofo chileno–
la universidad comenzó a profesionalizarse. En el siglo XV, los sacerdotes de
las universidades deseaban el ingreso de interesados para crear, precisamente,
más sacerdotes; entonces, la educación libre se convertía en ideología,
dirigida intelectual y moralmente, del mismo modo como una universidad, en la
actualidad, le conviene tener más abogados o empresarios, por ejemplo.
La realidad inmediata nos hace volver la
mirada a los cimientos, esto aunque no queramos. He visto que, incluso, en la
arquitectura y diseño (industrial o gráfico) existen las bases estéticas
humanas. He visto estudios para arquitectos en formación que son una serie de
postulados filosóficos para comprender las razones (muchas veces pasionales) de
levantar una casa o trazar una ciudad. Mucho tiene que ver en la construcción
con la armonía formal con nuestro cuerpo, antropometría.
De acuerdo con Humberto Giannini, dado
que es sobreentendido que el individuo es traído al mundo (porque Él no lo ha
decidido), la sociedad debe encargarse de concederle todo el bien posible: «por
lo tanto, una sociedad siempre tiene el deber de educar, y las universidades
pagadas están haciendo todo lo contrario. Están creando enormes distancias,
tremendas distancias entre los seres humanos».
Cierta idea de esta profesionalización consiste
en aprender una profesión para “ganarse la vida”. Entonces, la universidad ya
no aparece en la forma en que nació; donde se iba para conocer más a sí mismo, es decir, intereses humanos
como la biología y la astronomía, la necesidad de conocer los microcosmos de
los organismos como la macro estructura (igual de delirante) que es la galaxia.
Es, pues, la “utilidad” la que desvía los intereses humanos. Como dice
Giannini, es un derecho no privarse de los deseos de imaginar, de conocer.
Sobre esto dirijo mi atención, por
ejemplo, a las carreras de literatura que al final de cuentas no crean literatos,
sino lectores asiduos; de la misma manera no crean críticos, sino comentaristas
pasivos. Los problemas no recaen, intuyo, en los profesores ni en los
estudiantes por completo, sino en la ideología imperante de la institución –y
ni esto por completo–, ya que la ideología se expresa, se vitaliza y reafirma
en la acción (eventos, incluso a través de los condicionamientos o políticas de
educación que deben afianzar los profesores). De ahí, quizá, que ya se le
conozca con el nombre de academia y no de universidad.
Reflexiona Giannini, respecto a este “ganarse
la vida” (estudiar para el trabajo), que es esta misma idea la que sofoca a los
profesores que injustamente son llamados ‘incultos’. Muchas veces se trata de
la institución, del sistema que arroja a los profesores a trabajar más horas
para poder vivir de acuerdo a las exigencias económicas, por lo que no queda
tiempo para la vida culta; mientras que veinticuatro horas de labor sería lo
adecuado, el profesor tiene que trabajar cincuenta horas semanales. Imposible,
dice Giannini, que se pueda leer un libro con tan poco tiempo. Aunado a eso,
señala el hecho de que se tiene que tratar con grupos de cincuenta alumnos;
además de que allí, probablemente, no se lleva de manera íntegra y adecuada la
relación profesor–alumno.
Podemos comprender que los elementos
materiales, en diálogo con nuestra experiencia corpórea, dotan de memoria vital
nuestra experiencia cotidiana. Lo cotidiano es corpóreo en tanto que nuestras
manos, por ejemplo, expresan un síntoma de nuestros deseos. Así como hay
límites formales que encaminan nuestra experiencia (la anchura de la casa, el trazo de la
ciudad, nuestro cuerpo mismo en sus dimensiones), hay límites formales que encaminan
nuestra resolución imaginaria en el mundo: ¿cómo catalizo el hecho de que la
pérdida de un objeto (público o secreto) deviene en mí en transfiguraciones
internas? Esto porque, sencillamente, somos humanos; los estudiantes y los profesores
son, antes que nada, humanos, y un humano es, como todos los objetos, respuesta
constante a los movimientos exteriores, desplazamientos, cuya pérdida (pública
o secreta) puede ser recibida sobre alguien más como transfiguración interna.
Recuerdo mucho a Juan José Arreola:
«El
verdadero maestro no es un depósito de conocimientos estancados, no es el muro
impenetrable y macizo que detiene las aguas en la represa, sino el vertedor en
demasías de lo que en su alma es plenitud. Maestro es el hombre henchido que
desborda, si no sabiduría, afán de comprender el mundo y hacerse comprensible a
los demás», así dijo.
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