por Mario
Note Valencia
“He
intentado creer en Dios, pero siempre fracaso”
–Jorge
Luis Borges
Quizá porque colaboré con
un amigo en la fundamentación histórica de por qué los ídolos religiosos son
utilizados por el gobierno (a través del clero católico) para neutralizar los
problemas reales del país, se me llamó blasfemo
y la venganza fue que nadie me avisara de la suspensión de labores en la
escuela donde trabajo. Me presenté puntual pero nadie abrió la puerta, tampoco
vi a ninguno de mis alumnos que siempre llegan temprano, mucho antes de las
siete de la mañana. Convencido de la situación y a punto de retirarme, el
alboroto de fuegos artificiales en el cielo, lanzados desde calles aledañas, detiene
mi paso y me recuerdan que mi pueblo festeja a una Virgen que la tienen por
bien venerada. Con el rumor a pólvora, mi memoria anticipa sus reservas para
explicarme el descontento y al mismo tiempo simpática ironía: han pasado
algunos años desde que dejé de seguir a un dios y de amistar con esas
procesiones religiosas de mi pueblo.
No recuerdo qué oscuros
motivos (porque sin duda debían ser execrables) me arrastraron para asistir
constante a la misa católica de seis de la mañana solo, muy de temprano y frío,
en un periodo de mi adolescencia en el que ya tenía sospechas de la existencia
de un dios todopoderoso y omnipresente (qué
indecencia de Dios, dice Borges, eso de estar en todas partes). Ignoro los motivos: no recuerdo a
ningún familiar convaleciente, moribundo, hospitalizado, ni mucho menos una
petición de arreglo sobre mi vida apenas novicia, o se trataba de una simple y
graciosa rendición de cuentas: obligar a Dios para que pusiera su mano ausente sobre
un detalle alrededor del mundo. Qué infamia de ese muchacho, ahora me digo,
cuando podemos deducir que si existe un paraíso perdido, la Tierra es la boca
del infierno y sus militantes católicos son las escorias sociales con mendigos
decorando las calles.
Tiempo antes de mi adolescencia viví atemorizado por la
idea del infierno, por saber que cargaba con el pecado original y viviría, de
por vida, condenado involuntariamente por la genealogía familiar: padres
abandonados, abuelos que se casaban a los trece sin ningún supuesto sacramento,
bisabuelos pistoleros que asesinaron en nombre de la Iglesia y tatarabuelos que
abrieron fuego sobre cabezas y espaldas de otros durante la Revolución Mexicana.
De esta manera, según la fútil fusta del catolicismo, estaba condenado a
reventar mi cuerpo en los lagos ígneos del Averno; un simple niño, sobre todo,
no puede con ese peso.
Supongo que si estamos
preparados para vivir la eternidad en el cielo, también estamos listos para
vivir el tedio del infierno. ¿Acaso no las almas que vio Dante condenadas en el
infierno vivían milenios, adeptas al sufrimiento, pero aburridos de no
conversar con nadie diferente a ellos? El cielo sería la misma cosa, sugiero, asediada
de meloso romanticismo y nostalgia por la vida, y sólo el dolor (ajeno al
paraíso) sería el único síntoma humano porque es, mientras vivimos, perceptible
a esta maquinaria que es el cuerpo; además, si nos vamos condenados, sería un
gusto compartido ver de nuevo a todos los héroes de la mitología y a todos los
poetas imprescindibles, desde Homero y seguidores de Aristóteles, que fueron
excomulgados.
Por otro lado, y para comodidad de todos, no debimos
haber abandonado la cosmología de la maravillosa Grecia Clásica, persuadidos de
que sólo hay un lugar, sin moral ni discriminación, a donde pararemos todos
tras la muerte, en los oscuros antros del río Aqueronte y conducidos hasta el
lugar navegando en la barca de un viejo barbudo que no espanta a nadie (pues la
imagen de la parca, como la suponemos, apareció a parir del imaginario medioevo).
Ahí, en esos lugares de muertos, como lo hizo Aquiles y Eneas, antígonas de
Troya, volveríamos a ver a nuestros familiares sin ningún olvido de nuestra
vida pasada.
La pintura favorita de Adolf
Hitler, cosa curiosa, era aquella que mostraba la entrada rocosa al mundo griego
de los difuntos (La isla de los muertos según
Arnold Böcklin). No era el único obsesionado por ver la muerte, ensoñar con
ella, contar con el cuadro original en su recibidor, pues Ludwig Wittgenstein
decidió por voluntad propia (y sin ninguna necesidad económica) surcar en las
filas de la Primera Guerra Mundial “para ver la muerte de frente, hablar con
ella cara a cara”. Por supuesto, en ninguno de los dos casos existió un
divertimento al respecto, sino motivos y licencias que concede el arte y se
escapan a los confines de la humana pasión individual.
Sólo una vez, en sueños, vi el rostro de una mujer
bellísima que di al instante valor celestial: el cielo existe y ella vino a deslumbrarme, me dije al despertar en
sudores. Después de eso, y desde no hace mucho, sólo toca a mi puerta, en mis
noches de ocio, un Belcebú envejecido. Después de ajustar cuentas en la sala,
de hablar del sexo y de la muerte, convenimos casi siempre en ir a una taberna
de la ciudad donde tocan jazz y venden exquisita cerveza de barril. Aun cuando
estamos delirantes por el amor etílico, Belcebú no suelta palabras en vano: no
me confiesa, por ejemplo, si existe o no un infierno como nos lo han pintado.
A él, precisamente, le he contado varias veces, mientras
ríe enervado y da tumbos de cabeza sobre su tarro, cómo llegué a dejar de
sufrir el pecado de ese catolicismo viciado que me regalaron de
nacimiento. Mi desprendimiento fue en la
adolescencia, Belcebú, entiende, no te rías. Bueno, ríe si quieres, venga, me
gusta que rías. Ah, no cabe duda que la adolescencia es un fuego clave que
incendia en dudas, que sospecha y se entrega a la rebeldía, y si es por suerte
dirigida a excelentes decisiones, despega en grandes consecuencias, felicidades
instantáneas donde los valores del mundo tiemblan y desenmascaran una verdad
más fascinante. La adolescencia puede definir, sin atar, la disposición futura
con el mundo. ¿Qué vas a ser con este fuego, sobrino? ¿Devorarlo y consumirte?
Me cuento entre los jóvenes
que se conciben ya insatisfechos, exigentes con lo cotidiano, tendidos muchas
veces al tedio que aparece de imprevisto en las horas del día, y por eso nos
convertimos en buscadores hambrientos, dionisiacos, del instante: ese espacio
del infinito que cabe en el amor de una mano que nos acaricia el rostro y luego
baja sin reparo por el camino a la perdición trastocada. Me cuento, sin
pertenecer a ninguna grey ni asociación acreditada, entre los que se desviven
por vivir en ese instante pleno, de los que mueren
porque no mueren, habitados de hedonismo activo, sin descanso, hedonismo
sin ataduras o más bien estimulado para sobrevivir al yugo del pujante pasado y
el presente móvil, río abajo. Allá va el rostro sobre la nueva página leída, la
nueva melodía de la música, invisible pero encontrada, sabida pero
intraducible, ornato del jazz siempre distinta cada vez que se ejecuta; mirada
puesta sobre las pinturas del corredor y el cuerpo que se pinta de deseo, el
paladar dispuesto a los sabores y saberes, los sentidos alargados de la nariz y
de la lengua, el lenguaje de la piel y las vocales, del tacto en los dedos (y
en la punta llevan fuego), entregados todos a encriptar deseos fugaces
alrededor de quienes deseamos, igual mortales, para que vengan y nos visiten. Apenas
nos dan una mano, buscamos el cuerpo entero de los espíritus y de las cosas. Tu
corazón es un espacio que cabe en el universo, según el camino sufí.
También me cuento entre quienes ven la negación de Dios,
por medio de la palabra, como un acto erótico. Georges Bataille, filósofo de
esta armonía sobre el erotismo vital, guió sus bases con la idea de que un acto
erótico proviene de la pulsión auténtica y nueva que llevemos a cabo, a través
del cuerpo, en algún momento de nuestra vida cotidiana (no sólo la parte
sexuada, sino actos descomunales como aventarse de un paracaídas), y que por eso mismo nos renueva el espíritu.
Cuentan que él mismo, Bataille, fue un religioso empedernido y llevó a cabo uno
de sus más grandes actos eróticos: ir a una iglesia y gritarle groserías a
Dios, al propio dios que había respetado. Aunque en ese tiempo no era extraño
que alguien lo hiciera, para Bataille significó un desafío. Sólo nos podemos
imaginar el placer que sintió al hacerlo si recordamos los placeres que hemos
experimentado al desdibujar las líneas, vivir al filo de la incertidumbre.
Woody Allen, que nació en hogar del judaísmo, llevó el
mismo erotismo de Bataille al arte cinematográfico, de manera que contadas veces
retoma lo risibles que pueden llegar a ser las reglas judías cuando el simple
ser humano se encara con las pasiones humanas. En una ocasión sus productores
le preguntaron por qué la necesidad de blasfemar en sus películas: “Bueno
–contesta–, Dios sabe que soy su fiel detractor en la tierra”.
No hay cabida, es cierto, para dedicarse a ser un ateo aguerrido,
un ateo oficial y acreditado, porque no podemos perder el tiempo en esos vanos
esfuerzos cotidianos (muchas veces los ateos son tan fanáticos de sí mismos que
se vuelven amistades indeseables para cualquiera). Woody Allen, por supuesto, ni
muchos otros, se dedican a seguir el itinerario del ateísmo, porque es un asunto
superado. Decía el mismo Friedrich Nietzsche que no deseaba simpatizar con simples
y débiles ateos, ni con anarquistas, porque, en efecto, “el anarquismo y el
cristianismo no sólo son palabras parecidas: las dos desprecian la vida”. Desde
ese punto, es desdeñable ir por la vida negándola, ser pesimistas, queriéndose
morir a cada rato con estupefacientes en la mano, síntomas de la decadencia,
“por no resistir los latigazos que da la vida”. El filósofo alemán, como todo
dionisiaco, ni siquiera tocó el nihilismo, sino que hablaba de la redención del
espíritu a través de una conciencia que apreciara la vida y reconociera que,
para lograrlo, debía notar los vicios del cristianismo: humillación ante Dios, ejercicio
de la compasión, de la culpa y la moral, en fin, de todo lo humano, demasiado humano.
Sentirnos dioses,
después de que dios ha muerto y que nosotros, seres de la modernidad, lo hemos
matado, responde a la voluntad de poder ser igual que ellos (evitar la
decadencia) y sólo así estaríamos acercándonos al proyecto vital de Nietzsche.
¿Por qué Nietzsche dedicó su vida para que el futuro se librara de la moral
cristiana? La razón la encontramos en un dato biográfico terrible: su padre,
aferrado a la religión, esperó la muerte asistida por un dios desconocido (y no
por médicos reales). Nietzsche esclareció el hecho de que su padre dijera no a
la vida, muriera, por el fanatismo religioso, por ese tan crecido lema de “será
lo que Dios demande”. Tal crueldad atestiguada, se esparcieron emociones
contrarias en el infante Friedrich, por lo que se internó en el conocimiento
más completo de teología hasta su tiempo; según documentaciones, Nietzsche fue
el joven estudiante más avanzado en las clases de religión, sin sospechar que
ésa sería después su principal herramienta para desmenuzar el cristianismo
desde la raíz hasta sus últimas consecuencias.
El filósofo alemán realizó
una gran reflexión sobre cómo la cristiandad ha cosechado hombres débiles y esclavos,
sobre cómo arrebata vidas en la tierra asegurándoles pases de cortesía en el
cielo. Hecha pública su revelación, lo llevaría a perder los pocos amigos con
los que contaba y directo un progresivo delirium
tremens motivado por la soledad e incomprensión de sus coetáneos, sus
propios viejos amigos, de los que tuvo que alejarse para vivir y concretar su
filosofía. Como bien escribió un escritor mexicano: “Nietzsche primero tuvo que
ser un gran ángel para llegar a ser un gran demonio”. Friedrich Nietzsche amó
al ser humano y regresó de las montañas como Zaratustra, pero al verse
rechazado comprendió que, primero, llegó demasiado pronto y, segundo, acaso
podía amar a los hombres del futuro si desgajaba por completo la inútil coraza cristiana
(matriz de lo católico).
El amor sincero al otro
no se mide en cuerpos divinos (lo
expresaba así Cabrera Infante para soltar los cuerpos desnudos de tensiones
innecesarias), pero hay instantes, es cierto, en los que creemos ascender a
lagos septentrionales, beber de esa agua infinita, absorber la eternidad
escondida en los cuerpos e invocándola, tras rituales, para que venga, se
venga, a nosotros, buscadores del instante. Lo divino es para los dioses, pero
hurtamos el fuego como el osado Prometeo para regalarlo a los mortales. El
fuego no sólo puso la luminosidad en las penumbras, también entregó el
conocimiento y las artes, el amor febril y la soledad habitada del eremita.
Recibo todo en el mismo segundo en que truena una luz en
el cielo, se desfragmenta en centellas de colores y, con la pólvora a mis pies,
me recuerdan que definitivamente no habrá labores escolares por motivo, entre
otras cosas, del festejo religioso. Cuando me digo, entre sonrisas, que cómo
son las cosas: yo que me vestí uniformado y me peiné con tropiezos, llega a mi
pecho la soledad habitada en mis noches de ocio y al momento me habla la imagen
de mi pequeña niña Lulú, una frenh poodle encantadora, que me espera en casa
con el miedo al ruido de los cohetes. Retorno al camino a mi morada, recuerdo
de tanto en tanto la primera vez que un dios fue desplazado de mis días. Surco
las calles, me acerco a mi destino, alcanzo las primeras sombras de luz que me
reciben en mis aposentos abovedados, como la rata divertida que me miró esta
mañana a través del espejo: me hundo entonces en la música de Chet Baker y,
tranquilo, con Lulú en mi regazo, ensueño mis horas sin tiempo, las del niño con
el cuerpo de veinte años o la del adolescente de diecisiete que se sintió como
de cinco. En lugar de estar impartiendo clases, aquí me encuentro escribiéndote
esto.
Woody Allen, en una de
sus cintas, sabe cerrar este caso: Balbuceo, casi un rumor desde el asiento
trasero.
–¿Qué pasa?
–No sé. Nada. Sólo me he estado preguntando
–dice el pasajero al taxista– lo extraña que es la vida, sus misterios, sus…
–Señor, la vida es:
como todas las cosas.