por Rafael Frank
A través de mis ojos la fiebre
conformó un laberinto en cuyo centro habitó el minotauro de la ceguera. Pasé
los meses trepando siluetas y colores, resignándome a la claridad de las
distancias cortas. Las luces del orbe vibraron en mis cuencas acuosas. Tuve
ante mis córneas nubladas un mensaje transparente: imita con la vista los
sonidos en el aire.
Me di a la fuga, sin gafas, entre
calles que pude ver antes, calles que había escuchado, busqué para cada hercio
un color. Jugué con mis ojos y el sonido artificial del mundo, todos los días.
Después de crear con el ruido mi propia ciudad dibujada, me vi obligado a
renovar la función de mis extensiones visuales.
Me hice de cristales nuevos,
tristemente vi cómo el haz de luz adelgazaba y fragmentaba. Pero también, con
mi cuerpo magnético toqué los nuevos objetos. El sonido se me fue de los ojos.
Comencé una misión, busqué un tesoro
en una isla.
Alojada en un cubo con columnas
clásicas, ahí dentro reposaba Remedios Varo. En el terreno, el sol fundía una
masa informe: la galería con motivos barrocos separada a una acera de un templo
gótico imprudente; coronando, una batalla contra las suites de los edificios
bancarios. El suelo desprendió su aroma a fósil carbonizado, como una trampa para hacerme retroceder.
Remedios, en el interior, quería
encontrarme, acariciarme el iris con su terciopelo, filigranas de oro y
esmeralda fundidas en un mineral novedoso. Envió a los búhos para arrancarme
los ojos, quedaron mis cuencas como pirámides abandonadas.
Crecieron alas en mi cuerpo y durante
el vuelo la luz abraz(s)ó el túnel vacío de mis pupilas. Remedios alzaba la voz
con sus hechizos; me convirtió en pez, en nube, en polvo. Los espectros nos
guardan en un frasco, allí bailamos.
Mi-Re, Sol, Si/Fa/Re, Si, Mi-Fa,
Sol-Fa.
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