por Mario
Note Valencia
Éste es el
comentario que pude compartir con Frank, amigo letroso, sobre su poemario Caratango hace unas semanas cuando nos
encontramos los dos, de nuevo, en el puerto de Manzanillo, Colima.
Pienso que hay que resistir, éste
ha sido mi lema,
pero hoy cuántas veces me he preguntado
cómo encarnar esta
palabra, cómo vivir la resistencia
E.
Sabato
Habrá que resistir
entonces. Me parece que la anatomía general, la unidad, de Caratango de Frank tiende a
ser una coraza sincera para quienes buscan y escarban entre las criptas, para
quienes buscan como herramienta las espátulas que deshebran la vigilia, el
momento en que no se sabe si está despierto o completamente dormido. Pero ese
delirio es tan real, Frank, que recuerdo las incontadas veces que veíamos
premoniciones en la arquitectura de un sueño, en el rompimiento de una taza o
la forma instantánea de la borra del café desfallecida. Mirábamos, no sin
hartazgo de saberse profeta, que algo habría que pasar. Y pasaba. Habrá que
resistir si eliges este camino, Frank; así lo hemos hecho desde entonces, hemos
intentado hacerlo desde ese acuerdo, hace más o menos tres años.
Caratango está puesto en esa línea de delirio activo, siempre
imaginación progresiva que puede volverse hábito. Para Gaston Bachelard sólo
conviene vivir el instante en tanto que se vuelve un hábito hacia delante,
hacia el reconocimiento de que en ese punto sin tiempo, valor de la poesía, “el
pasado y el porvenir están completamente muertos”. Decía Octavio Paz, Paul
Valéry, López Velarde y muchos poetas más que podríamos barajear ahora, que el
poema renace con la lectura. Vive y sobrevive o “yo soy y me dejo vivir” dijo
Borges, esta pequeña Oda a la vida. ¿Desde qué ángulo lo hace? Desde el más
radical en la poesía: la conciencia de la muerte.
Potro, testigo ritual en el Hellstery |
La anatomía de Caratango se sostiene como un ser
propio, pero también como la extremidad de algo más grande. Este algo tiene que
ver con la poética que respira y exhala el poeta, incluso cuando no se le
encuentra con el bolígrafo despuntando sobre el campo de la hoja. De algún
modo, el tiempo compartido con Rafael Frank me hizo adivinar cómo, entre otras
obsesiones, experimentaba los eventos más insospechados que trastocan la vida
cotidiana. Ante o frente a un evento siempre me decía y nos decíamos cosas que
no recuerdo ahora pero que tenían que ver con la muerte y su suplicio, con la
muerte y su manera de franquearla para resistir en vida. Recorreré, entonces, brevemente
el cuerpo nupcial de Caratango.
Cuando conversamos de
un poemario, hablamos de una unidad que extirpar un poema (a menos que lo haga
el propio autor), incluso si le damos un nuevo orden, el sentido general de la
obra cambia, o al menos se le da una visita nueva. Lo que no nos detiene es
revivir el poema cuantas veces queramos, ese poema que ha dado en la médula
porque nombra para bien o mal, no sabemos, la experiencia terrible, execrable,
que identificamos en nuestra propia vida. Ahora bien, entendemos que si algo o
todo nos agrada es porque, desde la sinceridad, nos sentimos escritos,
entendidos. Éste es el grado comunicacional de la poesía: tendrá, por muy
abstracto que parezca, que hablar de nosotros mismos. El otro grado, la otra
dimensión, de la poesía es que parte, bella ilusión del acto de escribir, de la
experiencia personal del autor que comunica y nos llega de modo universal. El
autor muere y vive en un instante porque cuando la poesía se vuelve nuestra no
existe más que nosotros y, por cierto, el tiempo muere en el incendio del habla
poética. Hablamos de un lenguaje universal: aquí y en China bien sabemos lo que
significa llorar y reír.
Caratango
abre su universo con el poema titulado “Plaza
Mayo”, y ya de por sí la palabra plaza conmemora
la necesidad sincera de comunión. Es decir: hablo
yo para que tú respondas. La imagen de la plaza nos envía a las imágenes
que tenemos de los centros, de las antiguas ágoras y los lugares recónditos en
donde solían reunirse nuestros antepasados: las cavernas y las grutas, la
primera de múltiples cámaras y la segunda de una sola. Al final: imagen del
ermitaño que tiñe su vida en la oscuridad alumbrado por el fuego original.
Durante el recorrido de
Caratango encontraremos intuiciones sobre el tiempo y su
piel perecedera. En el poema “Flama” dice Frank: “El segundo a domicilio /
llega con su luto plasma”. El autor se ensaya en dos de las grandes obsesiones
del ser humano: el tiempo y la muerte. Pero ¿qué caso tiene que un poeta del
siglo XXI hable de la muerte como lo han hecho otros en otro tiempo? El trabajo
del poeta consiste también en revivir según su contexto y aportar una nueva
mirada. Es eso lo que nos llama: la novedad.
Lectura de “Gemelo”. (Nota:
en la presentación Frank leía los poemas
aquí citados).
Intuimos que en este
poema existe una incubación de la muerte en tanto que se le abre paso al
avance: se aguza terrible el instante, pináculo de “Plaza Mayo”, poema que,
como dije, en su inicio se incendia el poemario. También vemos una plenitud
benigna en “No necesito arruinar mi cadáver / poniéndole el mejor traje”. Asimismo
con “tira el cartuchito vacío de tinta, /llena el otro de balas” se desvela la
poética de creación según Rafael Frank. Vale decir que esta poética está
segregada en el resto del poemario y responde a la pregunta: ¿cuál es el acto
de creación?
Lectura de “Muertos la
pupila y el botón”.
En este poema sobrevive
la dialéctica de la fotografía que amenaza, como sabemos, detener la
contingencia, eso que pasa sin retorno, asesina al dios del Tiempo que ahora
mirará con resentimiento al poeta. Así mirará al lector que lo revive. ¿Estamos
listos, pues, para jugar a ser dioses? ¿Para practicar el parricidio? ¿Degollar
al hermano? ¿A la madre? La poesía es perversa, dice Roland Barthes, porque nos
multiplica. En el poema “Citadino” me parece que cuando Frank escribe “Un
cuerpo recostándose: /la cama, / el vientre materno; / apelación al vino”
reafirma su poética de escritura. Pero en el poema “Ostra” ensaya por fin la
situación del poeta en el mundo:
Lectura de “Ostra”.
Ese “habrá que caminar /
por pabellones de Jazz” en “Plaza Mayo” renace vivo en “Ostra”. Vemos cómo se
abre el poeta y se inclina al viaje de la poesía, las ganancias y las pérdidas.
Donde ha dicho, por ejemplo, “jugando a que mis otros muertos / no me ignoran”
nace la conciencia auténtica de la muerte. Y creo que esta conciencia da más
vida que la simple apreciación de que vivimos en apretados calendarios. En los
versos “convertirse en hedor, / en una flama verde de grafía” presiento su
biografía inscrita. Supongo que esa flama verde me recuerda al bolígrafo de
color con el que lo vi escribir en diversas ocasiones. Vi a Frank rebanarse los
sesos frente la página.
En Caratango contamos con la sinestesia, los rituales de café y su
oficio artesanal de poeta. Bastará decir que la caligrafía de Rafael Frank no
intenta segregar al mundo, sino que su bolígrafo abre la cicatriz para
expectorar la pus del otro, su semejante, para que no cierre la herida pero que
la ámpula epidérmica desaparezca. Quizá el trabajo de Frank está precisamente en
los albores de un bandoneón: esa conciencia cultural que se sabe, se reconoce,
y sólo así puede y podrá hacerse una revolución también finita. He aquí el
movimiento, volver a levantarse de entre los muertos. Pero no claudicar
sencillo, galopar hasta los míticos páramos negros de Antonio Colinas. Frank
deshebra al lenguaje, toca, rasga, lo que en un momento no tenía nombre.
Escribe, atina y canta: “Entregarse a los mares de polvo / buscando el
descanso”.
***
Lo siguiente no se leyó en público.
Carta
a Rafael Frank:
Frank,
a los veinte años de mi vida ya había muerto veinte veces. A los veinte entró y
salió la muerte, con su herida latente de quien extiende su mano para fundar el
campo vacío. Entonces a los veinte aquí también reinó
el silencio del espejo que mira incluso a través de la sábana que la cubre.
Al
mirarme en la luna del espejo le pedí a mi madre un mausoleo, que el epitafio
se inscriba con ceniza y que, sobre todo, ella no se vaya conmigo.
A
los veinte años en el horizonte arden los segundos, crecen los matojos del
instante, desplaza ecos, aplasta vidas, danza al fin a lo que no se multiplica
ni duele ni perece: la infinita y vieja Nada.
Vi
a Frank arrojarle piedras al tiempo cuando los dos teníamos veinte. Lo vi
decirme el anuncio de una muerte y la esperanza de otra cosa también hecha de
ceniza y polvo.
A
los veinte seguimos moribundos, más de veinte hombros tuvimos para llenar de
lágrimas y más de veinte hombros fuimos para que nos llenaran divididos.
Frank y Note entre vulvas urbanas |
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