por
José Calderón Mena
Era la madrugada del Martes Santo, 1950,
cuando se escucharon las vociferantes llamadas de dos mujeres a unos pasos del
molino del pueblo:
–¡Adolfo, ya es hora!
–¿Te quedaste dormido?
Nada. Sólo el silencio y el eco de sus
gritos en la calle, desierta, apenas iluminada por la luna creciente. Como no
obtuvieron respuesta, decidieron golpear la ventana del molino, aparentemente
cerrada. Al hacerlo ésta cedió, abrió su oscura boca dejando ver la huella roja
de una mano en el postigo. Alarmadas, regresaron a su casa con su nixtamal a
cuestas para contar lo que habían visto y para que los hombres de la casa
fueran a buscar a don Emilio, el dueño del molino, que vivía unas calles más
arriba.
Adolfo era un muchacho muy bien parecido,
de unos veinticuatro años, alto, de ojos claros y sonrisa fácil que se fue
ganando la empatía y el aprecio de las clientas del molino. Había llegado de un
pueblo cercano a solicitar el puesto de encargado del molino, y como no tenía
familia en el pueblo, don Emilio le permitió vivir ahí, así que también tenía
el cargo de velador. Serio y responsable con su trabajo, no se metía con nadie
y aceptaba agradecido los bocaditos que le llevaban las señoras para que
desayunara.
Elvira Guillén era una mujer aún guapa
que andaba en sus cuarenta y cinco, y tenía dos hijos rondando los veinte,
ambos de padres desconocidos. Formaba parte de esas familias que son señaladas
como libertinas (y deshonestas) en el infierno grande que suelen ser los
pueblos chicos.
Elvira se prendó a tal grado del joven
molinero, que no pasaba día sin que le llevara algún obsequio o se ofreciera a
ayudarle cuando faltaba alguna empleada, propiciando algunos roces que Adolfo
esquivaba discretamente.
Por esos días empezaron a acompañarla sus
hijos al molino. El mayor, Leonardo, no dejaba de mirarla con enojo y
reprobación; mientras que Martín, el menor, no quitaba los ojos de Adolfo, por
lo que éste empezó a cruzar miradas con él.
Cuando don Emilio llegó al molino y entró
al cuarto donde dormía Adolfo, no podía creer lo que veía: el cuerpo desnudo de
su empleado con la cabeza rota de un tubazo, un corte en la garganta y sus
partes nobles incrustadas en la boca. Y sangre, sangre por todos lados,
iluminada por una lámpara de petróleo al lado de un plato con dos tamales y una
taza de chocolate.
Nadie supo a ciencia cierta lo que pasó,
todo mundo hacía conjeturas y tenía su propia versión; pero el crimen jamás se
aclaró. Sólo unas cuantas mujeres desmañanadas aseguraban haber visto a Elvira
Guillén, en los lavaderos comunitarios del ojo de agua del pueblo, tallando con
fuerza la ropa de sus hijos de la que, afirmaban, salía un líquido oscuro.
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