Hoy probé el sabor de la burocracia: una
tuba sabor fresa. Yo, que evitaba cualquier relación que tuviera que ver con oficinas,
caí al servicio de una secretaria. Acepté el trabajo porque así evitaría otros
asuntos meramente institucionales, lo que tampoco me ayudó a salir del vicioso
círculo institucional.
Papeles, papeles y más papeles.
Carpetas. Ordeno y archivo según sea menester. La secretaria me explica
amablemente cómo debo hacer las cosas. Me presta la engrapadora y los clips;
saco copias, yo y la copiadora nos entendemos: seguimos un aburrido protocolo.
Fotocopio, ordeno, engrapo; fotocopio, ordeno, engrapo; fotocopio, ordeno…
¡Faltan grapas! Y vuelvo al ritmo.
No es culpa de la secretaria que se
estrese por todo lo que debe descansar al día o por lo que tiene qué hacer
cuando llegue a su casa; la razón es el sistema. En un México en el que se vive
a flor de piel la mítica democracia, sus instituciones imponen autoritarismo.
Los inversionistas extranjeros ya ponen un Gualmart, un Kentoky o un
Blockbuster, con la finta de que generarán empleos. Bien, los generan y los
mantienen, pero con una ‘democracia repartida’. Concedo a la ‘democracia
repartida’ como aquélla que no se engendra según el pueblo, sino que se gesta bajo
las condiciones del singular poderío; por ejemplo, cuando una tienda comercial
paga muy a fuerzas el salario mínimo, argumentando que sería peor si no
estuvieran esos empleos. Total, si no me pagan no como. Ésa es una de las razones
por la cual el mexicano se agacha y guarda silencio; sólo cuando llega a su
casa pretende desquitarse con la familia o con la cerveza, gastando lo poco que
le pagan.
Será que en verdad somos así, o más
bien, estamos tan ofuscados que no llegamos ni siquiera a “ser”. La identidad
mexicana es a la vez difusa, un donadie, pero tan arquetípica a la vez: güevón, idealista disfuncional,
irresponsable, conformista, pachanguero… Allí le paramos. Nomás no vemos un
rasgo bueno en ello. A lo mejor alguno dirá que la mejor cualidad del mexicano
es ser nacionalista, cuando ni siquiera el que profiere el aforismo conoce el
himno nacional; en cambio, pone toda su fe en un equipo de futbol. México,
dicen, es el único país que se paraliza por un partido: las escuelas suspenden
labores indefinidamente, y aunada a la inteligente disposición, le sigue la
biblioteca municipal; en los trabajos (sea bajo techo o en el campo) siempre
hay un radio o una televisión que transmite el furor deportivo, mientras en los
bares, el mass-media por excelencia
es pretexto para el embotellamiento de clientela. Si gana México, hacemos
fritangas; si pierde, le echamos la culpa al técnico del equipo.
Y así como un juego, se mueve esto que
llamo burocracia. Acepté la tuba sabor fresa, además del calor, porque nunca la
había probado así: ‘tan fresa’. Era dulce, muy dulce, aunque el cacahuate
mitigó lo meloso del asunto. Más importa el hecho de estar allí: organizando
papeles de otros, mostrándome sumiso y conformista con mi baso de tuba en la mano.
La secretaria me ofreció la bebida de su bolsillo, del dinero de sinuosa
procedencia, de un único poder que controla todo con el dedo índice y manda y
dice, pero nadie dice nada. Allí estuve con mi tuba rosa en la mano, como un
burgués. Nimodo, pensé, hay veces que encaja perfecta esa memorable frase
popular: La ley de Herodes…
Honestamente: Marionote Valencia.