por Mario
Note Valencia
El término feminismo es utilizado por primera vez
en Francia durante el siglo XIX por Hubertine Auclert; sin embargo, las
acciones anteceden a la abstracción del término, pues en 1791 Olimpia de Gouges
presenta la “Declaración de los derechos de la mujer”, en respuesta de que para
la Revolución Francesa se decretaron los derechos humanos en los que se abolía
la esclavitud y, entre otras cosas, la posición de la mujer, sin ser explícito,
quedaba anónima. A la par de Olimpia de Gouges, en 1792 la inglesa Mary
Wallstonecraft aporta a la comprensión de la causa. Tiempo después, en 1848, se
lleva a cabo una declaración en Séneca Falls, Nueva York.
El interés actuante del
feminismo recae en volver a construir la historia de las mujeres, al mismo
tiempo que hace evidente cómo los sistemas de sexo-género son una red de prácticas
culturales que estructuran cómo funcionan las sociedades, provocando así maneras
de discriminación y exclusión. De este modo salen a relucir los detalles
cotidianos en los que se reproduce como elemento
natural la marginación del ser de la mujer; de hecho, una de las
abreviaturas masculinas que ha sobrepuesto el hombre con respecto a la mujer es
la naturaleza biológica, de modo que (ejemplificando) la mujer es sedentaria,
educadora y débil por naturaleza, y salirse de esos parámetros significaría
actos instintivos. Por supuesto, el sentido humano nos reprocha esta
aseveración.
¿Por qué hacer una
revisión de los roles de género? El género
es un constructo social en el que se determinan, culturalmente, roles de
actividad; en el caso de hombres y mujeres cada rol puede estar bien delimitado
por valores en esferas de la acción pública, es decir, dependen de la cultura y
su contexto. Los estudios de género específicamente se encargan de preguntarse
y dar respuesta sobre los hechos de la sociedad en los que se mueven estos
valores supuestos, por ejemplo en la política o en el campo de trabajo. El
feminismo hace una revisión crítica en estos puntos.
Hay que mencionar que la
cultura ha reproducido lo que se supone arraigado al germen de la vida en
sociedad; pero estos supuestos, sin duda, no han convenido a la historia en
cuanto a que ha desplazado roles de género. De ese modo comprendemos el
análisis crítico del feminismo, en cuanto a que, con suma conciencia reflexiva
describe los detalles cotidianos que (por cotidianos) se han pasado por comunes
o naturales. En “Ejes de la territorialidad patriarcal” Lucía Guerra (1995)
expone de manera oportuna cuáles son estos ejes que tomaron territorio durante
mucho tiempo y cuya base era tener en el centro al género masculino.
El eje masculino, como
señala Lucía Guerra, despliega una serie de connotaciones culturales en medio
de la ambivalencia del ‘bien’ y del ‘mal’, pues antes de mantenerlo como un
problema metafísico del acto en la sociedad, aterriza en la corporeidad donde
el lado derecho es bueno y el izquierdo es maligno; así fue como simbolizaron,
desde épocas precolonistas, las oposiciones, sólo que el eje patriarcal se
ubicó y desarrolló su lucha en lo ‘derecho’, como lucha del bien, sublime y
heroica. Lo opuesto, que era lo supuesto débil de los hombres, fueron
impregnadas (con voluntad masculina, por supuesto) a los roles de la mujer. De
este modo, la simbolización de la cultura revive y hace funcionar ideologías en
todos los quehaceres humanos, tanto en el hogar como en el trabajo.
Una de las fuentes más
importantes de la cultura sin duda es la literatura oral, escrita y pictórica.
En ella, a través de su discurso, entendemos un aspecto del contexto en el que
emerge, ya sea por ser retrato fiel o por contraponer valores. Analicemos la
siguiente imagen, al mismo tiempo que ponemos en nuestra mente obras de arte
emblemáticas que nos hablan de su discurso a partir de estos ejes:
La cultura occidental
se ha encargado de que los seres humanos soñemos con las divergencias de la
naturaleza atribuidas siempre a los roles de género, sin que tengamos que hacer
reflexión al respecto; por ser parte de nuestros sueños, lo consideramos
natural. Por ejemplo, el sol y la luna, como cada una de sus cualidades, son
progenitores de los sueños más profundos y que, sin embargo, reproducen la
visión patriarcal, o como diremos ahora: falogocéntrica. El sol es para los
héroes, los dioses, la conciencia, la claridad, la pasión, lo generoso; la luna
es lo siniestro, lo oculto y secreto, es ‘femenina’ por su relación con la
fertilidad y la tierra, lo inamovible, lo inconsciente. La declaración falocéntrica
engendró esta visión en la cual el hombre es el centro y la mujer complemento.
Para hablar de una
explicación sobre cómo se dieron estos sistemas de simbolización, hablaremos de
la idea colonizante del Otro. Colonizar al Otro es y fue contraponer, de
acuerdo con Lucía Guerra, los valores negativos de quien coloniza sobre el
colonizado. Si el hombre coloniza, la mujer, por lo tanto, es lo negativo, lo
que no puede ser el colonizador; de este precepto se explica por qué la mujer
era primero habitación del deseo, de lo maternal, lo angelical, y por qué se
reproduce en el arte, como la pintura, en posturas exclusivas para la mirada
masculina. La idea colonizante falocéntrica proyecta en la mujer lo deseado y
lo temido.
Ejemplos sobre el campo
de acción del feminismo podríamos apuntar sobre el rol del amor que vemos en Diccionario para ociosos de Joan Fuster.
Ahí, el escritor apunta sobre las ideas acerca del amor hechas por el hombre y
que el feminismo puede deshebrar:
Lo importante
[del feminismo] no es que las mujeres voten –cosa que para las “sufragistas”
constituía el ideal de la plenitud social
de su sexo–: lo importante es que, hoy, la mujer se ha desprendido de muchas
sujeciones, legales o no, y se enfrenta al hombre en un tuteo perfectamente
equilibrado. La igualdad es, en estos momentos, relativamente tangible entre
hombres y mujeres. Y es en este punto donde el “amor” empieza a ser imposible.
Porque el “amor” –“cortés”, “romántico” – presuponía el marginalismo de la
mujer. La “enamorada” ama, puede amar o no, su amor –su decisión amatoria– es
decisivo: pero siempre y solamente en
cuanto sea solicitado por el “amor” del hombre, del macho (1979, p.16).
Joan Fuster condena la
tradición occidental que ha proliferado en ideologías sobre el amor, cuestión
de siglos y de clases dominantes. En los reproductores de esta desigualdad
amorosa ubica primero a los poetas de cada época, más a los del romanticismo,
luego, ya en la actualidad, a las películas cuyo discurso se propaga entre la
sociedad. Al mismo tiempo Fuster reconoce que la mujer siempre ha sido la
adorada y reverenciada, pero que dicha apropiación ha conseguido una
mixtificación acerca de la mujer.
La cultura es efímera.
Nuestro aporte crítico consiste en reconocer los procesos de simbolización y la
revaloración de los objetos cotidianos, en nombrarlos
con su propia razón de existencia y luego adecuarlos a nuestra experiencia
cotidiana. Desde ahora, ningún símbolo de “bueno” y “malo” puede pasar de
manera ingenua ante nosotros. No se trata de arrancar las cosas de tajo, sin
embargo. Nuestro objetivo vital es promover la comprensión de la cultura y la
convivencia adecuada con el Otro. Buena suerte en su empresa.
Bibliografía recomendada:
- Conway, Jill K.; Bourque, Susan C.; y Scott, Joan W. (1997). “El concepto de género”. En El Género: La construcción cultural de la diferencia sexual (pp. 21-33). México: PUEG
- Fuster, Joan (1970). “Amor”. En Diccionario para ociosos (pp. 11-18). España: Ediciones Península
- Guerra, Lucía (1995). “Ejes de la territorialidad patriarcal”. En La mujer fragmentada: historia de un signo. México: Cuarto Propio
- Gutiérrez Estupiñán, Raquel (2004). “Literatura, teoría y crítica feministas”. En Una introducción a la teoría literaria feminista (pp. 59-74). México: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
No hay comentarios:
Publicar un comentario