Hesíodo, en Los trabajos y los días,nos cuenta que Pandora al verse horrorizada
por el mal que emergía de su caja la volvió a cerrar inmediatamente; sin
embargo, al cerrarla quedó, en el borde, la esperanza sujeta para siempre. A
este mito regresamos, a veces sin saberlo, cuando decimos que “la esperanza
muere al último”.
La literatura es la
esperanza atrapada en el borde de la caja de Pandora: aunque no podamos poseer
esta esperanza, sí podemos llegar a ella más de una vez. No es lo mismo esperar
a morir sólo una vez, que la oportunidad de renacer todos los días. Por ser
fuente de vida, a la literatura también se le llega de manera ritual, danzando
para que llueva sobre nosotros y a veces lo hacemos (qué bueno) sin estar
consciente de ello.
Suspende lo cotidiano,
redime del tiempo común, de esa amalgama de acontecimientos que suceden todos
los días mecánicamente. Algunos viven en el ayer, otros anhelan el futuro,
somos esos seres que, de acuerdo con Pascal, no sabemos vivir en el presente.
La literatura sólo se vive en el instante, por eso nos enseña a vivir y
adecuarnos a lo inmediato, adosarnos (cómo decirlo) a la eternidad.
La creación literaria
verbal, escrita y visual, deja en el aire aquello que pasa todos los días, porque
las expectativas dejan de ser comunes y por fin a la experiencia vital le
incumbe cómo nos vamos desenvolviendo en el mundo. En lo práctico, es la
literatura (y no uno) la que echa sobre la maquinaria cotidiana alguna herramienta
misteriosa y descomunal, a veces fantástica, para que se detenga y descomponga,
para que no avance.
En el acto de leer (de
lanzar ese riesgo) estamos en el delirio de si se entra o se sale (nunca hay
certeza pero sucede algo), como estar en una puerta que medio se abre o medio
cierra, exacto, quiero decir, en el ensueño: la vigilia colgando de un hilo,
trastornada. La literatura resignifica y aporta un sentido siempre más allá de
lo habitualmente conocido. Por ejemplo, después de Hesíodo escribiría Virgilio,
en torno a la esperanza, que “Una única salvación queda a los vencidos: el no
esperar ninguna” (Eneida).
Murales cerámicos del Sol y la Luna, 1958, Sede de la Unesco en París
Creo
que las cosas, cuando son auténticas, crecen dentro de uno mismo, pese a todo.
Luego lo que hay que hacer es dejarlas libres, que vuelen, que vuelen.
Joan Miró
Contadas son las ocasiones en las que un espectador ha logrado entrar, o
siquiera imaginar, en la intimidad de los artistas. Se les ve en fotos o en
entrevistas, gracias a estos medios se sabe que Joan Miró fue un hombre afable,
apasionado e imaginativo, un hombre que siempre tuvo una gran furia interna. Un
artista experto en crear con sus pinturas, grabados y esculturas un mundo
colorido, un universo que pareciera ser el sueño de un niño.
Joan Miró fue uno de los grandes representantes del surrealismo, un
hombre capaz de transformar un lienzo en blanco o una plaza pública en un una
maravillosa pieza de arte. Pero no es necesario acceder a una entrevista o a
las fotos de Miró para saber acerca de su forma de ser, basta con mirar su
trabajo porque, finalmente, la intimidad más profunda de un artista no está en
su vida sino en sus obras de arte.
Me pregunto si todos los artistas buscan un fin, ¿será que el escritor
quiere que lo lean, el músico que lo escuchen y el pintor que lo vean? No lo sé
con certeza. Joan Miró menciona que "no hay un fin previo, lo que hay es
la imperiosa necesidad de seguir el impulso que me arrastra"*, hay una
fuerza que se apodera de él y se hace presente en sus cuadros, a través decolores, formas y texturas. Una vez Efraín
Huerta dijo "si el poeta no vibra, no es poeta”**, si traslado esta frase
a la pintura, podría decir que si el pintor no vibra no es pintor,y Joan Miró estallaba en
cada uno de sus cuadros.
La idea de que sus cuadros colgaran en la sala de un banquero acaudalado
era desagradable para Miró, quizá porque quería que su trabajo fuera contemplado
por todo el mundo otal vez en verdad le
desagradaban estas personas, no lo sé. Lo que sí me atrevo a afirmar es que las
obras de arte están mucho mejor en los espacios públicos, allá donde cualquier
persona puede disfrutarlas, desde el niño que se dirige a la escuela hasta el
sabio de la ciudad.
Los cuadros de Miró deberían estar en las calles donde todo el mundo
pueda ser espectador y testigo del mundo onírico que habita en ellos, donde
junto al pintor las personas puedan estallar y subvertir mediante la
imaginación el mundo que habitamos.
Femme, 1981
escultura en bronce.
*Joan Miró en Fernando
de Ita. El arte en persona. 1991
**Efraín Huerta en
Mónica Mansour. Efraín Huerta: Absoluto amor. 1984
Un parámetro de
geometría fugaz son los dos giros que da la llave, la puerta se abre y brota el
maullido de un bengalí. Al fondo espera una sopa incontrolable, es el cráter de
un volcán que durmió en el hielo con los mamuts y los avestruces. Voy, recorro
los caminos rectos, allí, en el vacío austral se muestran las escamas luminosas
de serpientes que nacieron entre uvas y diamantes.
Hay más, es el fuego la
roca donde emanan cantos y sombras adormecidas, caen en el sueño vencidas por
una armonía de crujidos circulares, los sonidos caben en el suelo como huellas
espirales.
Los únicos pasos que
escuchamos son las gotas de un líquido vaporoso al caer en un jarro, su humo
desaparece, es la frecuencia redonda que impacta contra ángulos que parecen
infinitos al tocarse.
Son los puntos luminosos
que abren sus manos para cobijar la roca del fuego. Aquí no se toca la luz,
canta.
Decía Gaston Bachelard
que no hay otra manera que leer soñando
la poesía que el poeta escribió desde el ensueño. Aquí inicia la alquimia del
cuerpo: reconocer los sentidos, nombrarlos y acariciar el éter, la sustancia
invisible, la manifestación del alma en el universo. Caminos del sufismo
aclaran que el corazón es un espacio que cabe en el universo.
Aquí revivimos la
búsqueda del agua, que es hielo, luego vapor, y el instante apenas dura lo que
una gota cortada antes del suelo y de nuevo agua. A través de la poesía de
Jesús Leticia Mendoza Pérez en su poemario Ensoñaciones
de Primavera y Otoño Reflexivo (2014), aprendemos a ser el agua, a desear
la búsqueda, a comprender el deseo vital de la palabra que es manifestación del
cuerpo, traducción del alma. A veces somos agua que olvida que fue lluvia, a
veces somos esta alma que olvida que somos libres.
El instante ritual de
Jesús Leticia a través del orden sincrónico que ella misma le dio a sus poemas
es uno de los vínculos sinceros que puede uno tomar para revivir las ensoñaciones
cósmicas, es decir, las de la infancia, la primera, la que recupera al paraíso.
Decía también Bachelard que un niño es un ser de ensoñaciones cósmicas por
excelencia, y que acaso en la poesía sólo atravesamos esa puerta que nos separa
del goce si recordamos y revivimos cómo soñábamos cuando éramos niños, porque ahí
el mundo se abría y se ensanchaba con nuestros ensueños.
El estado de hielo y
vapor son resonancias del agua; los poemas de Jesús Leticia son resonancias de
su ensoñación y de la mía, cuando me acerco. La ensoñación reconoce y comunica:
triunfo de la poesía. Pero la lluvia y la resurrección del poema es el instante
indescriptible, lo que pasa, sucede, se escapa, la presencia invisible,
volátil, que nos acaricia y nos dice que estamos soñando despiertos y vemos,
sentimos, cosas que no podemos contar porque son inefables. Pero el poema es
así, una topografía de un suceso, es como ver una pintura y sus trazos, ¿cuál
fue el primero y cuál el último que fundó la obra? Es recorrer las calles que caminó
Dante en Venecia, imaginar que siguen ahí los pasos inadvertidos y que nunca
terminan de volver a pasar, es imaginar a Jesús Leticia escribir y poner, como
artesana, el fuego en cada palabra para que la obra suceda.
Necesitamos tener una mirada
de artista, quiero decir, igual de ensoñadora para poder revivir los ensueños de
la poesía de Jesús Leticia. Esta mirada necesaria vale también sobre el cuerpo
de las personas que amamos; podría sugerir, por ejemplo, que quien no sabe leer
ni acercarse a la poesía del reposo, no sabrá entonces descubrir los cuerpos deseados
por más que se empeñe en explorarlos físicamente. Hay un mundo adosado a éste
al que escapamos todos, sólo quienes nos dedicamos a ser jardineros de nuestros
paraísos.
Aquí en nuestras manos
(la derecha, la izquierda) cabe un paraíso y busca y encuentra su deseo, e
intuyo que la maestra Jesús Leticia lo sabe muy bien a través de su poesía. La
poesía no reconoce lo bueno ni lo malo, sino lo que hace vivir en un tiempo
propio. El calendario gregoriano no nos alcanza para dividir los días en una
gran biblioteca de momentos.
Es un gusto haber leído
su obra, maestra Jesús Leticia, y haber recuperado mis primeras ensoñaciones.
Tiene usted en esta obra, extraña por su recopilación temporal pero sin
cronología del hábito, lo que Roland Barthes llamó “el grado cero de la
escritura”, ya que él había notado que la literatura (francesa en su caso)
había pasado por tres estaciones: 1) como objeto de contemplación, 2) como un
hacer, y 3) como una deconstrucción del lenguaje. Por lo tanto, el grado cero
de la escritura es aquella que no pretende nada, la revelación de conseguir un
lenguaje que sueña, que es capaz de soñar. Es la voz sincera y natural, un goce
inmediato, una poesía que no busca porque todo ya lo consigue en su acto mismo
de escritura, una literatura como su poemario, maestra Leticia, que se escapa y
encuentra cauce en la poética de la ensoñación, una ensoñación como lo
entendería perfectamente Gaston Bachelard y quienes nos dedicamos a ensoñar
todos los días.
La ensoñación, recuerda
Bachelard, es en esencia femenina, el anima
frente al animus (de acuerdo con
Jung); sin embargo, esta armonía de imágenes y palabras es conseguida por la
búsqueda de parejas. En su propio título (Ensoñaciones
de Primavera y Otoño Reflexivo) ya lo presenciamos y somos objeto de
contemplación, el título es en sí una demostración de la armonía, es decir, “Ensoñaciones
de Primavera y Otoño Reflexivo”: la aglomeración de las palabras posiblemente sexuadas,
femenino y masculino, su resolución en la conformidad atrayente y fugitiva, en
la aglomeración de la flama y su fuego, de la veladora y el espacio lúcido, de
la contemplación en el reposo y el temblor de las reflexiones. ¿Acaso en otoño
como en primavera uno no recuerda las lunas transparentes?
Y así vivo y siento que
es su poesía, maestra Leticia, a la que me preparé acaso como ayuno durante
nueve días y sus noches, comí, bebí y dormí poco, pero cuando lo hacía cada
rastro nocturno me sabía sustancial, los sabores se expandían, cómo decirlo,
deseaba leerla bien e hice este ritual como para merecerme su lectura, estar en
el estado de la ensoñación cósmica para respirarla y conocerla.
Me acerqué a su velo
poético, a su mundo femenino, la impronta que sigo. Me acerqué y de inmediato
sí era y no usted al mismo tiempo. Me llevé sonrisas a los ojos, respiré
palabras del pasado que para mí eran por vez primera una revelación de mí
mismo, como si yo participara en la creación, como si usted me hubiera dejado
correr en un jardín laberíntico del tiempo en el que a cada paso gano y pierdo
extensiones, las recupero y olvido, las invoco, como ese poema “Palabras / Las
busco en la oscuridad / ¿En dónde se ocultan?” (p. 73).
Me sentí soñado cuando
habla del amor, de los que se van o de los que vuelven y se quedan. Me angustié
cuando descubría los datos biográficos que alguna vez, en conversaciones, reconocí
en sus versos, incluso cuando los versos hablaban de cualquier otra cosa distinta
del universo. Pero ahí en cada rasgo era usted auténtica. El grado de recuperar
la poesía pasada y sincera imagino que es un triunfo para usted como traer un
paraíso a la tierra, un fragmento de infinito, de instante fugaz, donde con el adecuado
ojo del corazón sólo puede participar en su creación.
Quiero decir ahora
mismo como alguien más, además de usted, lo ha dicho bien. Ismael Lo canta
sobre el término de una fiesta en Tajabone, donde se ayuna y ora: Y lo que suele pasar con todas las bellezas
del mundo es que, sencillamente, te dejas llevar incluso sin entender nada de
su mecanismo interno. No hay que entender, porque sólo es belleza y bondad.
Es su nombre: Jesús Leticia,
la que mora, la que habita. Leticia de las manos floreadas, los pies descalzos
en la arena, suaves y en comunión. La que demora en morar por completo, la que
paciente espera y gana su paraíso, y la que apenas tocando con su sombra se
reconoce en los lugares que la claman. Es Leticia la mujer que anhela, la que
escribiendo poesía se escribió a sí misma.