por Mario Note Valencia
Hesíodo, en Los trabajos y los días, nos cuenta que Pandora al verse horrorizada
por el mal que emergía de su caja la volvió a cerrar inmediatamente; sin
embargo, al cerrarla quedó, en el borde, la esperanza sujeta para siempre. A
este mito regresamos, a veces sin saberlo, cuando decimos que “la esperanza
muere al último”.
La literatura es la
esperanza atrapada en el borde de la caja de Pandora: aunque no podamos poseer
esta esperanza, sí podemos llegar a ella más de una vez. No es lo mismo esperar
a morir sólo una vez, que la oportunidad de renacer todos los días. Por ser
fuente de vida, a la literatura también se le llega de manera ritual, danzando
para que llueva sobre nosotros y a veces lo hacemos (qué bueno) sin estar
consciente de ello.
Suspende lo cotidiano,
redime del tiempo común, de esa amalgama de acontecimientos que suceden todos
los días mecánicamente. Algunos viven en el ayer, otros anhelan el futuro,
somos esos seres que, de acuerdo con Pascal, no sabemos vivir en el presente.
La literatura sólo se vive en el instante, por eso nos enseña a vivir y
adecuarnos a lo inmediato, adosarnos (cómo decirlo) a la eternidad.
La creación literaria
verbal, escrita y visual, deja en el aire aquello que pasa todos los días, porque
las expectativas dejan de ser comunes y por fin a la experiencia vital le
incumbe cómo nos vamos desenvolviendo en el mundo. En lo práctico, es la
literatura (y no uno) la que echa sobre la maquinaria cotidiana alguna herramienta
misteriosa y descomunal, a veces fantástica, para que se detenga y descomponga,
para que no avance.
En el acto de leer (de
lanzar ese riesgo) estamos en el delirio de si se entra o se sale (nunca hay
certeza pero sucede algo), como estar en una puerta que medio se abre o medio
cierra, exacto, quiero decir, en el ensueño: la vigilia colgando de un hilo,
trastornada. La literatura resignifica y aporta un sentido siempre más allá de
lo habitualmente conocido. Por ejemplo, después de Hesíodo escribiría Virgilio,
en torno a la esperanza, que “Una única salvación queda a los vencidos: el no
esperar ninguna” (Eneida).
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