sábado, 25 de julio de 2015

El valse del error en el Jardín de Niños

por Mario Note Valencia


A las primeras horas de la mañana, como no es de costumbre, las madres y las madrinas van a la estética más cercana o bien con su estilista de confianza para que les planche el cabello o les haga un peinado nuevo. Maquilladas, surcan el albor de dejarlo todo preparado en casa para cuando lleguen las nueve y tengan que tener al niño o a la niña, según el caos, según el engendro, bien vestidos y formados para su graduación del Jardín de Niños.

Por las calles ya se ven los globos y los regalos, las madrinas y los padrinos, los grandes vestidos, el camino a pie y las zapatillas torciendo sus patitas en el empedrado; otras mujeres más perspicaces, y no enjutas a la opinión pública, deciden caminar descalzas con sendas zapatillas en la mano o llevar huaraches y sandalias con los zapatos en una bolsa.

Con un retraso ritual de quince o veinte minutos, poco a poco, como chapoteando, llegan los chiquillos a la escuela. Alrededor ya hay decenas de personas, ajenas o familiares, que esperan con abolengo  estoicismo el inicio del pequeño festival. Por un momento creo no haber llegado al lugar exacto, al ver a tanto animal, entre conejos, mariposas y leones, agarrados de la mano de su madre. Se trata, por suerte, de otros niños de grados inferiores que servirían de piscolabis, de primera entrada antes del plato fuerte que es el valse entre los niños graduados. Efectivamente es un jardín de niños y no un pequeño zoológico improvisado.

En otro momento creo, al ver a tanta monería pintada hasta los pies, que estaba en uno de esos restaurantes familiares en los que cada domingo, a eso de las tres de la tarde, hay "variedad", es decir, travestis que alegran la comida con sus parodias de personajes de la farándula; no falta en esos restaurantes la presentación de "Paquita la del barrio", "Juanga", "el Buqui" y el dueto de Pimpinela que siempre termina con la dramatización desencarnada de golpes y azotes contra el suelo. Si los grandes griegos Esquilo y Eurípides hubieran vivido para ver esto, habrían visto con orgullo que veinte siglos después haya triunfado la tragedia en su forma más ambigua del melodrama.

Pero me dejo del drama y las tragedias, me alejo de Shakespeare y doy con que unos albañiles, con antonomasia pero indiferencia, escarban a un costado del patio cívico como los sepultureros en Hamlet; en mi delirio y en el mareo de ver a tanto ser humano silvestre, de verlos entre tanta complejidad cosmética y arreglos en sus trajes, por poco caigo en ese pozo y desentierro un antiguo cráneo que me haría preguntarme, si lo encontrara, sobre el sentido y sinsentido de la vida... "Morir es dormir; tal vez soñar", así ha dicho Hamlet. Por un momento me viene la idea de que, considerando los múltiples hallazgos de restos prehispánicos en las tierras solares de este pueblo, encontrarían una nueva Petra y la atención pública del festival se dirigiría entonces a ella, al pozo, no por el asombro sino por el impulso de saquearlo.

Una mujer se habrá ahogado aquí, me digo. Pero un empuje de señores tratando de encontrar el peor ángulo para una fotografía, me quiebra y caigo en el siglo XXI, siglo del progreso y sin embargo qué tan cerca estamos de los años 90, con sus siempre fallas técnicas a la hora de emprender el festival. Tras buscar espacio entre la multitud, muevo una carretilla vieja llena de escombros, pero un albañil me detiene y me dice que él lo mueve; así lo hace, así yo entro en la avalancha de gentes y sudores, perfumes penetrantes y sedas irresistibles de las madres que bien o mal buscaron una prenda que hiciera juego con su peinado. De nuevo formo parte de esa ola que no respeta la línea pintada en el suelo por la que entrarán los niños graduados.

Una voz de ultratumba me hace mirar hacia el lugar donde se encuentra una tierna directora del pequeño Jardín de Niños, que trata de callar a la multitud impacientada. Entre los desfases del sonido, se dan aplausos para que comience el festejo. Los pequeños niños vestidos como primeras damas y señores burocráticos, se sientan en una hilera al lado de una orquesta de sapos y ranas (no hay diferencia), y  en el otro confín yacen desconcertados los conejos, las mariposas y los leones. 

Al iniciar el primer número de los desorientados sapos, estoy seguro que por los movimientos autónomos y autómatas de los niños, más de alguno entre el público y las maestras habrá pensado que el mejor disfraz hubiera sido el de los cigotos cuando, entre luchas egotistas, viajan al óvulo para fecundarlo, o ya por no decir que en vez de trajes de ranas y de sapos (no se diferencia) hubieran optado por renacuajos. Sin embargo, nadie parece notar sino la bien soportable ternura de estos seres: seguro que su baile se llama "La condición del Mexicano".

Para el segundo número sale la jauría de felpa. Una estampida demora en concordar las leyes de la naturaleza para bailar al son y ton de la música fabulada. A estas alturas ya hay niños entre la multitud que se pierden de sus padres a seis metros a la redonda. Por un instante fui padre de una niña que, desorbitada y atenta a los animales del patio cívico, me tomó de la mano al tiempo que su verdadero padre la jalaba del brazo: Disculpe, joven...

Por fin llega el valse, aquel mítico valse que recordarán todos los que alguna vez fuimos presos de ese primer universo, fuera de casa, que se llama Jardín de Niños. Parece que no hemos surcado el siglo XX: la misma música, los mismos pasos, y no sé por qué es tan ritual y necesario, como parte de la liturgia mediocrentista, que la música deje de sonar a media pieza o simplemente parezca rayado (antes eran los cassettes que sin previo aviso la grabadora solía escupir su cinta). Hoy, aunque se trata de un Disco Compacto (CD), por los horrores musicales parece más bien la mágica intervención de un niño travieso sobre un disco Lp de un antiguo fonógrafo. La directora del plantel se disculpa, tal como lo ha hecho los últimos años; su forma tranquila de tomar las cosas la delata.

Esos errores técnicos parecen ya cosa del demonio, porque sin duda aquí Dios no ha pasado, o eso escuché decir a los albañiles que, de vez en cuando, apartaban la vista de la tierra para medir y comparar el encaje, la delicada hechura de los vestidos de las mujeres y las muchachas; por sus ojos dilatados pienso que en otra vida debieron haber sido sastres acomedidos.

Según la Historia de la civilización contemporánea, se han enviado ondas electromagnéticas al espacio, fotografiado con gran nitidez la inmensidad de las galaxias y sin embargo aquí, en mi pueblo, no ha caído sino la errata técnica: la música siempre malfunciona cuando se trata del valse entre los niños. Si levantara una encuesta ahora mismo, notaría que once de cada diez personas sufrieron la misma situación cuando se graduaron del Jardín de Niños. Yo mismo tuve que vivirlo para que no me lo contaran.

Después de cinco intentos, los niños graduados pueden terminar lo que iniciaron: ese indeciso caminar y difícil paso de baile que consiste en llevar un pie adelante seguido del otro hasta que den una vuelta al patio y salgan de las cámaras y la vista de los padres de familia. Con gran orgullo aplauden: el valse se ha llevado a cabo según lo planeado, no hay heridos ni imágenes perdidas.


Miro al tropel de niños todavía bien vestidos: tienen su mirada en la infinita pared del sanitario, su vista traspasa los cuerpos, el cuerpo de los familiares, el de las maestras, el de la directora. Meditabundos se reponen poco a poco del desbarajuste técnico a medio baile. Yo los miro y por fin aplaudo. Ya se irán acostumbrado a las inconsistencias sociales.

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