por
Mario
Note Valencia
A las primeras horas de la mañana, como
no es de costumbre, las madres y las madrinas van a la estética más cercana o
bien con su estilista de confianza para que les planche el cabello o les haga
un peinado nuevo. Maquilladas, surcan el albor de dejarlo todo preparado en
casa para cuando lleguen las nueve y tengan que tener al niño o a la niña,
según el caos, según el engendro, bien vestidos y formados para su graduación
del Jardín de Niños.
Por las calles ya se ven los globos y
los regalos, las madrinas y los padrinos, los grandes vestidos, el camino a pie
y las zapatillas torciendo sus patitas en el empedrado; otras mujeres más
perspicaces, y no enjutas a la opinión pública, deciden caminar descalzas con
sendas zapatillas en la mano o llevar huaraches y sandalias con los zapatos en
una bolsa.
Con un retraso ritual de quince o veinte
minutos, poco a poco, como chapoteando, llegan los chiquillos a la escuela.
Alrededor ya hay decenas de personas, ajenas o familiares, que esperan con
abolengo estoicismo el inicio del
pequeño festival. Por un momento creo no haber llegado al lugar exacto, al ver
a tanto animal, entre conejos, mariposas y leones, agarrados de la mano de su
madre. Se trata, por suerte, de otros niños de grados inferiores que servirían
de piscolabis, de primera entrada antes del plato fuerte que es el valse entre los niños graduados.
Efectivamente es un jardín de niños y no un pequeño zoológico improvisado.
En otro momento creo, al ver a tanta
monería pintada hasta los pies, que estaba en uno de esos restaurantes
familiares en los que cada domingo, a eso de las tres de la tarde, hay
"variedad", es decir, travestis que alegran la comida con sus
parodias de personajes de la farándula; no falta en esos restaurantes la
presentación de "Paquita la del barrio", "Juanga", "el
Buqui" y el dueto de Pimpinela que siempre termina con la dramatización
desencarnada de golpes y azotes contra el suelo. Si los grandes griegos Esquilo
y Eurípides hubieran vivido para ver esto, habrían visto con orgullo que veinte
siglos después haya triunfado la tragedia en su forma más ambigua del
melodrama.
Pero me dejo del drama y las tragedias,
me alejo de Shakespeare y doy con que unos albañiles, con antonomasia pero
indiferencia, escarban a un costado del patio cívico como los sepultureros en Hamlet; en mi delirio y en el mareo de
ver a tanto ser humano silvestre, de verlos entre tanta complejidad cosmética y
arreglos en sus trajes, por poco caigo en ese pozo y desentierro un antiguo
cráneo que me haría preguntarme, si lo encontrara, sobre el sentido y
sinsentido de la vida... "Morir es dormir; tal vez soñar", así ha
dicho Hamlet. Por un momento me viene la idea de que, considerando los
múltiples hallazgos de restos prehispánicos en las tierras solares de este
pueblo, encontrarían una nueva Petra y la atención pública del festival se
dirigiría entonces a ella, al pozo, no por el asombro sino por el impulso de
saquearlo.
Una mujer se habrá ahogado aquí, me digo.
Pero un empuje de señores tratando de encontrar el peor ángulo para una
fotografía, me quiebra y caigo en el siglo XXI, siglo del progreso y sin
embargo qué tan cerca estamos de los años 90, con sus siempre fallas técnicas a
la hora de emprender el festival. Tras buscar espacio entre la multitud, muevo
una carretilla vieja llena de escombros, pero un albañil me detiene y me dice
que él lo mueve; así lo hace, así yo entro en la avalancha de gentes y sudores,
perfumes penetrantes y sedas irresistibles de las madres que bien o mal
buscaron una prenda que hiciera juego con su peinado. De nuevo formo parte de
esa ola que no respeta la línea pintada en el suelo por la que entrarán los
niños graduados.
Una voz de ultratumba me hace mirar
hacia el lugar donde se encuentra una tierna directora del pequeño Jardín de
Niños, que trata de callar a la multitud impacientada. Entre los desfases del
sonido, se dan aplausos para que comience el festejo. Los pequeños niños
vestidos como primeras damas y señores burocráticos, se sientan en una hilera
al lado de una orquesta de sapos y ranas (no hay diferencia), y en el otro confín yacen desconcertados los
conejos, las mariposas y los leones.
Al iniciar el primer número de los
desorientados sapos, estoy seguro que por los movimientos autónomos y autómatas
de los niños, más de alguno entre el público y las maestras habrá pensado que
el mejor disfraz hubiera sido el de los cigotos cuando, entre luchas egotistas,
viajan al óvulo para fecundarlo, o ya por no decir que en vez de trajes de
ranas y de sapos (no se diferencia) hubieran optado por renacuajos. Sin
embargo, nadie parece notar sino la bien soportable ternura de estos seres: seguro
que su baile se llama "La condición del Mexicano".
Para el segundo número sale la jauría de
felpa. Una estampida demora en concordar las leyes de la naturaleza para bailar
al son y ton de la música fabulada. A estas alturas ya hay niños entre la
multitud que se pierden de sus padres a seis metros a la redonda. Por un
instante fui padre de una niña que, desorbitada y atenta a los animales del
patio cívico, me tomó de la mano al tiempo que su verdadero padre la jalaba del
brazo: Disculpe, joven...
Por fin llega el valse, aquel mítico
valse que recordarán todos los que alguna vez fuimos presos de ese primer
universo, fuera de casa, que se llama Jardín de Niños. Parece que no hemos
surcado el siglo XX: la misma música, los mismos pasos, y no sé por qué es tan
ritual y necesario, como parte de la liturgia mediocrentista, que la música
deje de sonar a media pieza o simplemente parezca rayado (antes eran los cassettes que sin previo aviso la
grabadora solía escupir su cinta). Hoy, aunque se trata de un Disco Compacto (CD), por los horrores musicales parece más
bien la mágica intervención de un niño travieso sobre un disco Lp de un antiguo
fonógrafo. La directora del plantel se disculpa, tal como lo ha hecho los
últimos años; su forma tranquila de tomar las cosas la delata.
Esos errores técnicos parecen ya cosa del
demonio, porque sin duda aquí Dios no ha pasado, o eso escuché decir a los
albañiles que, de vez en cuando, apartaban la vista de la tierra para medir y
comparar el encaje, la delicada hechura de los vestidos de las mujeres y las
muchachas; por sus ojos dilatados pienso que en otra vida debieron haber sido
sastres acomedidos.
Según la Historia de la civilización
contemporánea, se han enviado ondas electromagnéticas al espacio, fotografiado
con gran nitidez la inmensidad de las galaxias y sin embargo aquí, en mi pueblo,
no ha caído sino la errata técnica: la música siempre malfunciona cuando se
trata del valse entre los niños. Si levantara una encuesta ahora mismo, notaría
que once de cada diez personas sufrieron la misma situación cuando se graduaron
del Jardín de Niños. Yo mismo tuve que vivirlo para que no me lo contaran.
Después de cinco intentos, los niños graduados
pueden terminar lo que iniciaron: ese indeciso caminar y difícil paso de baile
que consiste en llevar un pie adelante seguido del otro hasta que den una
vuelta al patio y salgan de las cámaras y la vista de los padres de familia.
Con gran orgullo aplauden: el valse se ha llevado a cabo según lo planeado, no
hay heridos ni imágenes perdidas.
Miro al tropel de niños todavía bien
vestidos: tienen su mirada en la infinita pared del sanitario, su vista
traspasa los cuerpos, el cuerpo de los familiares, el de las maestras, el de la
directora. Meditabundos se reponen poco a poco del desbarajuste técnico a medio
baile. Yo los miro y por fin aplaudo. Ya se irán acostumbrado a las
inconsistencias sociales.
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