por Rafael Frank
En esta ciudad, cuando es azotada por
las lluvias, es imposible anticiparse al caos que se desatará por las calles,
los inevitables árboles caídos, que si no han muerto, no les queda a las
autoridades otra opción más que destazarlos y llevarlos al basurero; mientras,
a bordo del bus, mi camino se incrementa veinte minutos por la desviación que
causa el tronco derribado, en ese transcurso confirmo dentro de mí lo cruel que
resultaba llevar un árbol a la muerte definitiva, habiendo, pues, posibilidades
de reubicación si el cuerpo vegetal lo permite.
Las consecuencias llegaron a casa: un
joven aguacate dobló su tronco en nuestro patio. El tronco permaneció doblado
durante algunos días en espera del dictamen médico, que después de una semana
se resolvió y fue un llamado al que atendí sordo. Eutanasia. No había más
remedio para el árbol que conducirlo, cual valkiria, hacia una muerte digna. El
acto no se realizó de inmediato, hubo el tiempo suficiente para pensar las
cosas, quizá, para crear una estrategia de alta jardinería y llevarnos el árbol
al sombrío terreno de la muerte. Recordé a los verdugos medievales y me sentí
hermanado, soñé con Francia y Bretaña, «decapítalo, decapítalo» me gritaba la
muchedumbre, así son los héroes.
El día llegó, no hubo más tiempo para
meditaciones ni tiempo para el sadismo de elegir las armas; el asesinato tenía
que consumarse lo más pronto posible. Fui llamado, como los jueces llaman a sus
hombres, como los generales a sus soldados. Hadas Oscuras me ataviaron de gris
y botas, me entregaron la sierra letal. Cuando pisé el lodo que rodeaba al
árbol pude escuchar cómo llegaba la vibración de mis pasos hasta el núcleo
terrestre. Golpeé uno de los tallos más anchos y no se quebró; me detuve un
momento cuando el árbol se agitó para mover sus ramas como director de orquesta
y traer los espirales infinitos de Melnyk y los jardines de Wonder.
Me quedé callado en el llanto. Las
ramas cayeron. Arrancamos la raíz, pretendí ocupar el espacio en la tierra con
mis pies.
El olor fue contundente: cuando
aprendí a sembrar el mismo perfume subía a mi nariz; el brotar de las semillas,
los cotiledones. En el aroma se reunieron todas las partículas del nacimiento y
la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario