miércoles, 22 de julio de 2015

Crónica del mosquito crónico

por Mario Note Valencia

al Chikungunya,
por su ocio de viajar
de cuerpo en cuerpo

Julio, de nombre así por el soberano Iulius Caesar, es el mes que pone un paso más cerca del año nuevo próximo; el mes que indica que aquí en México pronto las calles se llenarán de lentejuelas tricolores y banderitas desechables. Reconocemos su aliento a medio año porque apenas termina junio y ya barajea sus primeros síntomas de calor tropical.

Más allá del dengue hemorrágico, hace unas semanas apareció otro mosquito que lo desplazó a buen ojo y que parece, a boca de loco, inversionista chino: el Chikungunya. Pero nosotros, que no queremos oro ni plata, no necesitamos más China Town a cada torcer de esquina, a menos que se trate de la comida que preparan en Tijuana, exquisita, inigualable. Se me ha acusado de vérseme por esos lugares, pero aseguro que no soy yo sino la prueba fehaciente de aquella risible penitencia del crucifijo globalizado. Así me lavo las manos. Así es julio, así los otros meses. Como dice mi abuela difunta, en las noches en que me visita, que llega enero y se va el año, naturalmente. Por suerte, las genealogías lingüísticas me salvan, y no voy a buscar a Tijuana sino al sureste de África de donde proviene la palabra chikungunya, lengua de los makonde en Mozambique, cuyo significado es sencillamente "doblarse" u "hombre que se dobla".  

Las movilizaciones de los organismos de salud estatales, una vez que comprueban que por el virus realmente la gente se dobla de fiebre y dolor en articulaciones (sume a eso, señor juez, que las incapacidades laborales se pagan mal), no han sido sin embargo tan afanosas como las medidas tomadas cuando ocurrió la pandemia de la influenza A H1N1 en el año 2009; fue una gripe que, por porcina, su virus confundió el cuerpo de los gentiles hombres y los hizo pasar por cerdos. Se cerraron temporalmente restaurantes y se cancelaron fiestas multitudinarias, incluso en las iglesias se prohibió el ceremonial saludo de mano, ese acto que pronostica la salida próxima de la sesión católica.

En las escuelas se pidió que se tomaran medidas sanitarias como el uso excesivo de gel antibacterial para las manos y el uso estricto del cubrebocas. Para ese tiempo lo que tenía en mis manos no era alcohol en gel sino páginas amarillas de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, y esa epidemia invisible en el país me puso a quemarropa la decisión de besar en la boca, pese al riesgo, a una muchacha que era mi novia y con la que recién iniciaba una relación efímera. En los parques, caminando riesgosamente de la mano, nos escondíamos detrás de los escenarios vacíos de los parques para besarnos. Nos decíamos de vez en cuando, ingenuos, las advertencias que aparecían en los periódicos locales y en las noticias nocturnas de la televisión abierta. Quizá por eso experimenté la noción de saberme casi muerto, como Florentino Ariza, en tanto que buscaba lo vivo y fugitivo de la experiencia amorosa. 

Si el calor del día, que irradia luz y encandila hasta al más ufano en utilizar lentes de sol por el camino de estas calles polvorientas, debería funcionar para que, durante estos días de claridad más largos del año, llegando la noche quede un poco de brillo retozando en los cuerpos de los seres y las paredes de los edificios. Se ha comprobado que los fotones de luz viajan y, al hacerlo, cubren de su esencia luminosa a los cuerpos por los que se refleja; aunque, dicho está, el ser humano se devanea en su ínfima percepción fusible de los ojos (quién como los sapos que pueden ver el espectro ultravioleta). A esto, ya una señora, ama de casa, de la colonia Tuxpan ha advertido el mal funcionamiento del alumbrado público en su manzana. En una calle, a oscuras, cuenta, la banqueta ha sido lugar los últimos días para que borrachines y jeringueros de heroína se entreguen a su hábito en la oscuridad, en las penumbras de lo secreto. Yo celebro, sin embargo, el pudor que estos seres tienen con respecto a las demás personas, los servidores públicos deberían aprender algo de ellos. No conforme con esta infección social, solar, la señora ha visto otra plaga que le da nombre de homosexuales, asustada. Encuentra condones y ropa interior cada mañana, que los niños llevan y traen con asombro de sorna durante los tiempos de ocio en que no tienen por qué ir a la escuela, ya sea por vacaciones o por paro laboral del magisterio público.

La naturaleza selecciona, es cierto, por lo que se debería mirar con fe la posibilidad de que Dios quiso que así fuera en todo México. No como en otros lugares de aquí, Tecomán, en la que me han dicho los mayores, que Dios pasó corriendo; aunque es cierto que he visto algo de su presencia divina en las carnes magras de mi abuela difunta. Mi abuela me advirtió siempre que las cosas se repetirían con los años, que retornaríamos a las cosas pero con nombres diferentes: una vez fue el dengue, otra la gripe de la influenza, ahora el mosquito portador del Chikungunya.

Mientras todo pasa y hay enfermos, mientras las tiendas de medicinas genéricas atienden más temprano y más de noche a los pobres seres que buscan paracetamol y agua de coco, el bochorno de la tierra por los trópicos, su cinturón de fuego en las costas, ha cambiado como siempre los humores, pues hace hablar a la gente sobre curiosas y retornadas reflexiones acerca del clima caluroso. Da para conversar con los taxistas, siempre, da para justificar incluso la terrible condición de la transpiración húmeda y la llegada impuntual a los compromisos. Pero una trasegada de lluvia moja las lenguas que hablan del chapoteo y trombas inesperadas. La conversación entonces cambia y va hacia las esperanzas de que salga el sol tan rápido para que la ropa, después del enjuague, se tienda en las azoteas y haya uniformes secos; calles transitables, sin lagunas, para volver al trabajo rutinario. Así, unos y otros ven con benevolencia o recelo las primeras nubes que se aglomeran y orquestan las prometidas lluvias de San Juan para la gente que se dedica al campo.

Pasada la lluvia, llega de nuevo el calor sofocante y nacen las nuevas, quiero decir repetidas conversaciones entre pasajeros y transportistas. En otras partes han crecido autodefensas, e intuyo que han sido causas más por el clima político del país que el clima enviado por la madre Gaia. Esto, habrá que decirlo, es común. Sin embargo, llama la atención que un grupo de autodefensas de un pueblo costero se hiciera llamar "Los inmaculados de Troya", porque si su emblema está en ganar batalla al crimen organizado haciendo igual manera uso de armas ilícitas (¿qué arma, empero, es humanamente lícita?) para protegerse de las injusticias que nacen como tubérculos, más tendidos a la generación espontánea que al uso común de los campos mexicanos.

No sé si esta organización de autodefensas conoce vis a vis, ya no la obra épica de Homero y Virgilio, sino la histórica resolución que tuvo Troya. El nombre es destino, pero también conciencia. Bien se sabe que los dioses, unos en pro y otros en contra, dotarán de designios nefastos para quien está destinado a hacer grandes cosas; por más que pongan su dedo imperial y olímpico en nuestros lomos perecederos, si héroes, sabremos llevar a cabo el destino aun si eso consta de peregrinar veinte años para volver a la Ítaca perdida. Los Tucanes de Tijuana lo más probable es que no hayan reflexionado sobre el idealismo de Platón cuando escribieron y cantaron "eres mi amor platónico, eres la fruta prohibida"; así, el grupo de autodefensas "Los inmaculados de Troya" jamás habrán advertido que antes de Roma hubo fuego, devastación y muerte. Pero hasta el jade, advierte Netzahualcóyotl, se rompe. Roma dirigió su ascendencia, antes del mismo Julio César, sobre la espalda de Eneas. Quinientos años después sucumbiría por algo que, se sospecha, es lo mismo que sucede con estos grupos de autodefensas armados: la traición.

Ojalá alguien traicione al China Town, porque seguramente este mosquito del Chikungunya fue traído gracias a la globalización desmesurada del capitalismo. Pero lo bueno es que, a pesar de ello, también nos traen curas y remedios: paracetamol, puro paracetamol. Yo, por si las moscas o los mosquitos, pondré muy pronto un tianguis de paracetamol dado su escasez en los centros de salud. Lo más probable es que quiebre y me declare en bancarrota a la primera semana, cuando el Estado me exija expedir facturas y registrarme en Hacienda. Del mismo modo, y sin acabar la cena, quebraré cuando el Estado me pida que asegure al IMSS al señor que barra el pedazo de calle antes y después de poner el changarro. Entonces ya no habrá ni Seguro Social ni puesto de medicamentos, y también entonces, cuando el Chikungunya rece por mí, iré al Hospital Regional y no tendrán de lo que yo vendía.
           
–Lo que no pasa desapercibido es el calor, joven, ¿ha visto cómo suda la gente?, ¿ha visto cómo compra agua de coco? –un taxista dixit.

¡Oh, señor taxista, líbrenos de todo mosquito!

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