por
Mario
Note Valencia
al Chikungunya,
por su ocio de viajar
de cuerpo en
cuerpo
Julio, de nombre así por el soberano Iulius Caesar, es el mes que pone un
paso más cerca del año nuevo próximo; el mes que indica que aquí en México
pronto las calles se llenarán de lentejuelas tricolores y banderitas
desechables. Reconocemos su aliento a medio año porque apenas termina junio y
ya barajea sus primeros síntomas de calor tropical.
Más allá del dengue hemorrágico, hace
unas semanas apareció otro mosquito que lo desplazó a buen ojo y que parece, a
boca de loco, inversionista chino: el Chikungunya. Pero nosotros, que no
queremos oro ni plata, no necesitamos más China Town a cada torcer de esquina,
a menos que se trate de la comida que preparan en Tijuana, exquisita, inigualable.
Se me ha acusado de vérseme por esos lugares, pero aseguro que no soy yo sino la
prueba fehaciente de aquella risible penitencia del crucifijo
globalizado. Así me lavo las manos. Así es julio, así los otros meses. Como
dice mi abuela difunta, en las noches en que me visita, que llega enero y se va
el año, naturalmente. Por suerte, las genealogías lingüísticas me salvan, y no
voy a buscar a Tijuana sino al sureste de África de donde proviene la palabra chikungunya, lengua de los makonde en Mozambique,
cuyo significado es sencillamente "doblarse" u "hombre que se
dobla".
Las movilizaciones de los organismos de
salud estatales, una vez que comprueban que por el virus realmente la gente se
dobla de fiebre y dolor en articulaciones (sume a eso, señor juez, que las
incapacidades laborales se pagan mal), no han sido sin embargo tan afanosas
como las medidas tomadas cuando ocurrió la pandemia de la influenza A H1N1 en
el año 2009; fue una gripe que, por porcina, su virus confundió el cuerpo de
los gentiles hombres y los hizo pasar por cerdos. Se cerraron temporalmente
restaurantes y se cancelaron fiestas multitudinarias, incluso en las iglesias
se prohibió el ceremonial saludo de mano, ese acto que pronostica la salida próxima
de la sesión católica.
En las escuelas se pidió que se tomaran
medidas sanitarias como el uso excesivo de gel antibacterial para las manos y
el uso estricto del cubrebocas. Para ese tiempo lo que tenía en mis manos no era alcohol en gel sino páginas amarillas de El
amor en los tiempos del cólera de García Márquez, y esa epidemia invisible
en el país me puso a quemarropa la decisión de besar en la boca, pese al
riesgo, a una muchacha que era mi novia y con la que recién iniciaba una
relación efímera. En los parques, caminando riesgosamente de la mano, nos
escondíamos detrás de los escenarios vacíos de los parques para besarnos. Nos
decíamos de vez en cuando, ingenuos, las advertencias que aparecían en los
periódicos locales y en las noticias nocturnas de la televisión abierta. Quizá
por eso experimenté la noción de saberme casi muerto, como Florentino Ariza, en
tanto que buscaba lo vivo y fugitivo de la experiencia amorosa.
Si el calor del día, que irradia luz y
encandila hasta al más ufano en utilizar lentes de sol por el camino de estas
calles polvorientas, debería funcionar para que, durante estos días de claridad
más largos del año, llegando la noche quede un poco de brillo retozando en los
cuerpos de los seres y las paredes de los edificios. Se ha comprobado que los
fotones de luz viajan y, al hacerlo, cubren de su esencia luminosa a los
cuerpos por los que se refleja; aunque, dicho está, el ser humano se devanea en
su ínfima percepción fusible de los ojos (quién como los sapos que pueden ver
el espectro ultravioleta). A esto, ya una señora, ama de casa, de la colonia
Tuxpan ha advertido el mal funcionamiento del alumbrado público en su manzana.
En una calle, a oscuras, cuenta, la banqueta ha sido lugar los últimos días
para que borrachines y jeringueros de heroína se entreguen a su hábito en la
oscuridad, en las penumbras de lo secreto. Yo celebro, sin embargo, el pudor
que estos seres tienen con respecto a las demás personas, los servidores
públicos deberían aprender algo de ellos. No conforme con esta infección
social, solar, la señora ha visto otra plaga que le da nombre de homosexuales, asustada. Encuentra
condones y ropa interior cada mañana, que los niños llevan y traen con asombro
de sorna durante los tiempos de ocio en que no tienen por qué ir a la escuela, ya sea por vacaciones o por paro laboral del magisterio público.
La naturaleza selecciona, es cierto, por
lo que se debería mirar con fe la posibilidad de que Dios quiso que así fuera
en todo México. No como en otros lugares de aquí, Tecomán, en la que me han
dicho los mayores, que Dios pasó corriendo; aunque es cierto que he visto algo
de su presencia divina en las carnes magras de mi abuela difunta. Mi abuela me
advirtió siempre que las cosas se repetirían con los años, que retornaríamos a
las cosas pero con nombres diferentes: una vez fue el dengue, otra la gripe de
la influenza, ahora el mosquito portador del Chikungunya.
Mientras todo pasa y hay enfermos,
mientras las tiendas de medicinas genéricas atienden más temprano y más de
noche a los pobres seres que buscan paracetamol y agua de coco, el bochorno de
la tierra por los trópicos, su cinturón de fuego en las costas, ha cambiado
como siempre los humores, pues hace hablar a la gente sobre curiosas y
retornadas reflexiones acerca del clima caluroso. Da para conversar con los
taxistas, siempre, da para justificar incluso la terrible condición de la
transpiración húmeda y la llegada impuntual a los compromisos. Pero una
trasegada de lluvia moja las lenguas que hablan del chapoteo y trombas
inesperadas. La conversación entonces cambia y va hacia las esperanzas de que
salga el sol tan rápido para que la ropa, después del enjuague, se tienda en
las azoteas y haya uniformes secos; calles transitables, sin lagunas, para
volver al trabajo rutinario. Así, unos y otros ven con benevolencia o recelo
las primeras nubes que se aglomeran y orquestan las prometidas lluvias de San
Juan para la gente que se dedica al campo.
Pasada la lluvia, llega de nuevo el
calor sofocante y nacen las nuevas, quiero decir repetidas conversaciones entre pasajeros y transportistas. En otras
partes han crecido autodefensas, e intuyo que han sido causas más por el clima
político del país que el clima enviado por la madre Gaia. Esto, habrá que
decirlo, es común. Sin embargo, llama la atención que un grupo de autodefensas
de un pueblo costero se hiciera llamar "Los inmaculados de Troya",
porque si su emblema está en ganar batalla al crimen organizado haciendo igual
manera uso de armas ilícitas (¿qué arma, empero, es humanamente lícita?) para
protegerse de las injusticias que nacen como tubérculos, más tendidos a la
generación espontánea que al uso común de los campos mexicanos.
No sé si esta organización de
autodefensas conoce vis a vis, ya no
la obra épica de Homero y Virgilio, sino la histórica resolución que tuvo
Troya. El nombre es destino, pero también conciencia. Bien se sabe que los
dioses, unos en pro y otros en contra, dotarán de designios nefastos para quien
está destinado a hacer grandes cosas; por más que pongan su dedo imperial y
olímpico en nuestros lomos perecederos, si héroes, sabremos llevar a cabo el
destino aun si eso consta de peregrinar veinte años para volver a la Ítaca
perdida. Los Tucanes de Tijuana lo más probable es que no hayan reflexionado
sobre el idealismo de Platón cuando escribieron y cantaron "eres mi amor
platónico, eres la fruta prohibida"; así, el grupo de autodefensas "Los
inmaculados de Troya" jamás habrán advertido que antes de Roma hubo fuego,
devastación y muerte. Pero hasta el jade, advierte Netzahualcóyotl, se rompe.
Roma dirigió su ascendencia, antes del mismo Julio César, sobre la espalda de
Eneas. Quinientos años después sucumbiría por algo que, se sospecha, es lo mismo
que sucede con estos grupos de autodefensas armados: la traición.
Ojalá alguien traicione al China Town,
porque seguramente este mosquito del Chikungunya fue traído gracias a la
globalización desmesurada del capitalismo. Pero lo bueno es que, a pesar de ello,
también nos traen curas y remedios: paracetamol, puro paracetamol. Yo, por si
las moscas o los mosquitos, pondré muy pronto un tianguis de paracetamol dado
su escasez en los centros de salud. Lo más probable es que quiebre y me declare
en bancarrota a la primera semana, cuando el Estado me exija expedir facturas y
registrarme en Hacienda. Del mismo modo, y sin acabar la cena, quebraré cuando
el Estado me pida que asegure al IMSS al señor que barra el pedazo de calle antes
y después de poner el changarro. Entonces ya no habrá ni Seguro Social ni
puesto de medicamentos, y también entonces, cuando el Chikungunya rece por mí,
iré al Hospital Regional y no tendrán de lo que yo vendía.
–Lo que no pasa desapercibido es el
calor, joven, ¿ha visto cómo suda la gente?, ¿ha visto cómo compra agua de
coco? –un taxista dixit.
¡Oh, señor taxista, líbrenos de todo
mosquito!
No hay comentarios:
Publicar un comentario