por Mario
Note Valencia
"Mirémonos frente a frente:
somos hiperbóreos"
Nietzsche, 1888
En cualquier momento abogar por la voluntad de
vivir. Irrumpir, entonces en el mundo como la flor policroma que exige al
ambiente las circunstancias adecuadas, que lo condiciona y pide a manos llenas
el devenir de lo novedoso, la experiencia vital literaria, en el tropel móvil
de los días y sus noches.
Somos
el polvo de generaciones pasadas; el siglo XX funcionó, entre otras cosas, para
tropezar más allá de la modernidad incipiente. No hace falta ser un gran mono
de barro, que al fin y al cabo es un conjunto de polvo inamovible. Mejor trazar
el viento, imponer en el mundo la arquitectura de nuestros ámbitos extraños
para que las demás partículas perdidas, desplazadas del núcleo común y
corriente, sepan que van por el camino de la subversión auténtica.
No
tenemos muelle, el movimiento de las olas y las condiciones intempestivas del
océano son para nosotros otra prueba de nuestra fuerza del espíritu. Nosotros
disparamos piedras a lo sagrado, surcamos lo intocable y comprobamos sus
esencias falsas, magras y perecederas.
Somos
exigentes; deseamos porque tenemos la
fuerza, la libertad del espíritu. Somos adeptos a la destrucción, somos como el
Nerón sutil frente al fuego, porque así como desear podemos destruir; nos
hacemos responsables también de la vida propia y sus ruinas. Erigimos chozas y
catedrales para los eremitas, los apolíneos y los dionisiacos.
No
se nos busque si no entre los oquedales oscuros. Aquí, la única certeza está
fundada en el temblor de las ideas, la corrupción de las formas y sus
apariencias. La única forma que
conviene cuidar es el cuerpo, el único que transporta, corpóreamente, ocupando
espacio y tiempo, la voluntad de vivir.
Aquí el calor y el frío, lo
claro y lo oscuro, el amor y el desprecio, pertenecen a un mismo lugar: el
movimiento.
El movimiento acarrea
naturalmente consecuencias que no vemos ni juzgamos a través del cristal que
define lo que es bueno y lo que es malo. La moralidad es una apariencia. En
dado caso, para nuestros actos, será mejor vivir en lo malvado. Nada que no exista tiene derecho ni el poder de juzgar la
voluntad de nuestras pulsiones; la única rectora del acto será la voluntad de
vivir.
Esta voluntad desplaza a todas las formas y seres decadentes del mundo
moderno. Cualquier ser que exprese su esfuerzo hacia la muerte se le ayudará a
morir lo más pronto posible; para las formas del anarquismo, ateísmo,
decadencia en sus diversas presentaciones, recibirán el nombre de fanatismo y,
por eso mismo, serán puestas en el mismo cajón del cristianismo y sus
perjudiciales raíces en Occidente.
Hacerse, antes bien, responsable
de vivir y dirigir la filosofía de Friedrich Nietzsche a su etapa posterior: su
nueva praxis. La práctica consiste en el cultivo intelectual, la asimilación
filosófica y su crítica para la anexión con otros aparatos teóricos, efímeros,
adecuados.
Antes de su muerte, Nietzsche promulgó
que escribía para los hombres del futuro. ¿Somos nosotros? Él no podía saberlo.
Los superhombres no pueden existir si los mismos espíritus superlativos no lo engendran y, desde
entonces, procuran su educación con valores superiores. Resumiendo: nosotros,
como él, no seremos superhombres, pero sí podemos condicionar el ambiente para
que nazca la nueva flor policroma.
No sabemos si a los hiperbóreos,
en la conjugación de hombre y mujer (ambos espíritus libres), nos tocará la
tarea de engendrar a los filósofos del futuro, hacerlos presente. Ellos serán
mejores que nosotros y serán quienes con su destrucción de lo humano, demasiado
humano, superen las formas de la modernidad decadente.
Por ello es necesario continuar
la transmutación de todos los valores, comprendiendo que la moral occidental
tiene una genealogía fundada en la pobreza y debilidad espirituales.
En el siglo XIX, Nietzsche logró
que el cristianismo entrara en crisis; nosotros debemos adecuar los actos para
continuar el proyecto, transgrediendo lo cotidiano a partir de la voluntad de
vivir.
Hiperbóreos: subamos a la copa
de los árboles, soltemos la barquilla en altamar, arrojemos el cielo, ¡que
descanse Atlas!, que Sísifo abandone la piedra, porque el único castigo de los
grandes dioses olímpicos acaso reside y es digno de Prometeo, el que por no
abandonar la soberbia supo contener su voluntad inquebrantable.
Habitamos en los rincones
escíticos, lugar donde a casi todos les está prohibido pasar, o mirar sin antes
quedar ciegos por el reflector de la lucidez más aguda y penetrante. Allí la
tragedia de Esquilo tiene otro poder concatenado: declarar el riesgo de los
espíritus superiores por la manutención del fuego.
Mañana, 30 de septiembre, se
conmemora el nuevo año 127.
¡Celebremos,
seguros de una misma victoria,
la fiesta
de las fiestas!
¡Zaratustra,
el amigo, el huésped de los huéspedes,
acaba de
llegar!
Ahora ya
ríe el mundo, se han rasgados las cortinas oscuras
y en este
mismo instante celebras sus bodas
la luz y
las tinieblas.
“Desde las altas cumbres”, Nietzsche