por
Mario
Note Valencia
Vemos a Miguel Hidalgo cada vez que nos
llega un billete de mil pesos o cada que se acerca el 16 de septiembre. El
Banco de México eliminó hace años el billete de diez pesos que tenía a Emiliano
Zapata, y no conforme con el desplazamiento de los rostros heroicos entre los
bolsillos de los mexicanos, sustituyó a Ignacio Zaragoza por los simples
monigotes de Diego Rivera y Frida Kahlo en los ahora ya decadentes billetes de
500.
En los de cien pesos convino poner a
Nezahualcóyotl, supongo, porque seguramente es de contexto prehispánico y
porque acaso poco importa si hubo un acto subversivo en su vida que haya llevado
al cauce una revolución de los sistemas. En otras palabras, así el Poeta de
Texcoco como Sor Juana, en el billete de 200 pesos, neutralizan la imagen de la
revolución, el cambio; en los de cincuenta vemos a un José María Morelos consternado,
exiliado y fucsia; y en los de veinte,
sin benemérito, al azulado Benito Juárez, también devaluado en pesos y en sus
conmemoraciones: sus recuerdos son ahogados por los desfiles carnavalescos de
primavera.
El Estado Mexicano (esto es: la estructura
socioeconómica dirigida por el Gobierno Federal y sus compinches) opera
perfectamente porque permea su poder hegemónico a través de su inclusión de ideologías
en las producciones culturales de cualquier medio que persiga sus intereses
(radio, televisión, periódicos, revistas, etc.); su poder consiste en
homogeneizar al pueblo, hacerlo, pues, un mismo público, un mismo rostro. Los
capitalistas acusan a los proyectos comunistas con la débil fundamentación de
que, en sus procesos históricos, homogenizaron al pueblo con un mismo color,
pero lo que no acusan son los múltiples estereotipos en los que un capitalista
común y corriente se mueve y que los
hace parecerse tanto al rebaño de ovejas tiernas e inofensivas.
El Estado represor se entera de que ha
hecho su tarea de homogeneización si los niveles de rating televisivos siguen en aumento y, aún más, si el Tonayán (chocón) se vende todavía como una simple
moda entre los jóvenes pubertos y sus malos gustos por las aguas locas. O no hay dinero, o cuesta tan poco llegar a la
estupidez. Si los adolescentes no se enteran que el Tonayán entumece más rápido
por su baja calidad etílica, mucho menos entenderán que se trata de una estrategia
del Estado (el mismo Gobierno que los hace romperse la espalda trabajando como
esclavos) para neutralizar su rebeldía auténtica. Si no es con el alcohol, habrá
otros medios para entumecer a los inconformes con su vida social: la
televisión, la libre conexión a Internet y las escuelas públicas.
Otro indicador sobre un pueblo homogeneizado
en México se puede detectar cada 15 de septiembre durante el festejo del Grito
de Independencia. Pocos de los gritones que asisten saben que sólo fue el inicio
y que duró hasta 1821, que derramó sangre y que cobró la cabeza del mismo
Miguel Hidalgo antes de ver a México emancipado de la corona española. Pocos
saben que fue la Iglesia Católica, en tiempos de Benito Juárez, que deseó a
sangre y fe volver a traer un imperio, que fue la Iglesia la que trataba al
pueblo como esclavos muy a pesar de la conquista iniciada con los Insurgentes.
Lo mismo sucede casi con todos los movimientos actuales. Estoy seguro que el
90% de los mexicanos, que abren la boca para denunciar, sabe que el Gobierno
está haciendo un daño, pero pocos, tan sólo el 5 o 10 por ciento sabe cómo y
con qué instrumentos.
El Gobierno, es decir, el Estado Mexicano,
espera que el simple mexicano, sin rostro, se ría amargamente con el farsante y
payaso de Brozo o con el dos veces decadente Mario Moreno Cantinflas. Uno y otro actualmente son más nocivos que cualquier
telenovela de televisión abierta. Escucharlos, y decir a alguien más que los vea
y los escuche es como mandarlos al matadero intelectual. Ellos mismos, las
ovejas del rebaño que irán a gritar ¡Viva
México!, dijeron hace tiempo que no votar en las elecciones iba en contra
de la democracia, sin tomar en cuenta que en nuestro contexto
histórico-cultural “la democracia” no consiste en ejercer el voto, sino en
escudriñarlo hasta el fondo y darse cuenta de que en México “la libertad” y el
derecho a elegir están repartidos de acuerdo a instrumentos de poder, cuyas
reglas del juego están determinadas por clases políticas corruptas. Nada de que
“votemos por el menos malo”, eso también es neutralizar el problema esencial:
la necesidad de cambio.
Vladimir Lenin sabía, a inicios del siglo
XX en lo que hoy es Rusia, que la Revolución debía ser radical y no transitoria.
Durante muchos años de represión, la clase obrera había resistido atropellos en
su proyecto del cambio, un cambio no buscado por el sueño utópico, sino por las
necesidades reales y concretas del pueblo; sólo una cosa los hizo derrocar 300
años de dinastía absolutista: la dirección intelectual y la puesta en práctica
de la filosofía marxista.
Esto no lo entenderán, por supuesto, los
borregos rebeldes que balan mientras se llenan la boca de pasto, mientras pintan
sus rostros y greñas de verde, blanco y rojo. Ya lo dice el mismo pueblo: no se
puede chiflar y comer pinole. Habrá que dar una pausa, entonces, detenerse a
pensar rigurosamente antes de poner en acción las ideas.
Más importante: habrá que dar muerte
simbólica a los productos culturales inadecuados, a los personajes “típicos”
que hacen síntesis psicológicas del supuesto mexicano para neutralizar
conflictos verdaderos. Apagar la televisión significaría, en muchos casos, la
apertura a la reflexión, al autocuestionamiento. En la televisión y el cine se
reproducen los signos culturales reconocidos por el común entendimiento de una
sociedad determinada, por eso mi llamado es para dejar de seguir el estereotipo
del mexicano patriótico, ése que no
tiene rostro, ése que se conforma todos los lunes y alude a la bandera como su única
redentora. Ya no necesitamos más Niños que se hagan los Héroes, no necesitamos
que tomen el impulso improvisado y fracasen.
El festejo del Grito de Independencia en
México se ha convertido en ritual, por eso mismo no se cuestiona. ¿Tendrá algún
sentido? ¿Valdrá la pena preguntárselo? Aquí respondo Sí a la segunda pregunta, y sobre la primera la dejo como tarea
abierta. ¿Esperaremos otro año de lo mismo? ¿De lo cotidiano?
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