lunes, 14 de septiembre de 2015

Un solo rostro para una fiesta patria

por Mario Note Valencia


Vemos a Miguel Hidalgo cada vez que nos llega un billete de mil pesos o cada que se acerca el 16 de septiembre. El Banco de México eliminó hace años el billete de diez pesos que tenía a Emiliano Zapata, y no conforme con el desplazamiento de los rostros heroicos entre los bolsillos de los mexicanos, sustituyó a Ignacio Zaragoza por los simples monigotes de Diego Rivera y Frida Kahlo en los ahora ya decadentes billetes de 500.

En los de cien pesos convino poner a Nezahualcóyotl, supongo, porque seguramente es de contexto prehispánico y porque acaso poco importa si hubo un acto subversivo en su vida que haya llevado al cauce una revolución de los sistemas. En otras palabras, así el Poeta de Texcoco como Sor Juana, en el billete de 200 pesos, neutralizan la imagen de la revolución, el cambio; en los de cincuenta vemos a un José María Morelos consternado, exiliado y fucsia; y en los de veinte, sin benemérito, al azulado Benito Juárez, también devaluado en pesos y en sus conmemoraciones: sus recuerdos son ahogados por los desfiles carnavalescos de primavera.

El Estado Mexicano (esto es: la estructura socioeconómica dirigida por el Gobierno Federal y sus compinches) opera perfectamente porque permea su poder hegemónico a través de su inclusión de ideologías en las producciones culturales de cualquier medio que persiga sus intereses (radio, televisión, periódicos, revistas, etc.); su poder consiste en homogeneizar al pueblo, hacerlo, pues, un mismo público, un mismo rostro. Los capitalistas acusan a los proyectos comunistas con la débil fundamentación de que, en sus procesos históricos, homogenizaron al pueblo con un mismo color, pero lo que no acusan son los múltiples estereotipos en los que un capitalista común y corriente se  mueve y que los hace parecerse tanto al rebaño de ovejas tiernas e inofensivas.

El Estado represor se entera de que ha hecho su tarea de homogeneización si los niveles de rating televisivos siguen en aumento y, aún más, si el Tonayán (chocón) se vende todavía como una simple moda entre los jóvenes pubertos y sus malos gustos por las aguas locas. O no hay dinero, o cuesta tan poco llegar a la estupidez. Si los adolescentes no se enteran que el Tonayán entumece más rápido por su baja calidad etílica, mucho menos entenderán que se trata de una estrategia del Estado (el mismo Gobierno que los hace romperse la espalda trabajando como esclavos) para neutralizar su rebeldía auténtica. Si no es con el alcohol, habrá otros medios para entumecer a los inconformes con su vida social: la televisión, la libre conexión a Internet y las escuelas públicas.

Otro indicador sobre un pueblo homogeneizado en México se puede detectar cada 15 de septiembre durante el festejo del Grito de Independencia. Pocos de los gritones que asisten saben que sólo fue el inicio y que duró hasta 1821, que derramó sangre y que cobró la cabeza del mismo Miguel Hidalgo antes de ver a México emancipado de la corona española. Pocos saben que fue la Iglesia Católica, en tiempos de Benito Juárez, que deseó a sangre y fe volver a traer un imperio, que fue la Iglesia la que trataba al pueblo como esclavos muy a pesar de la conquista iniciada con los Insurgentes. Lo mismo sucede casi con todos los movimientos actuales. Estoy seguro que el 90% de los mexicanos, que abren la boca para denunciar, sabe que el Gobierno está haciendo un daño, pero pocos, tan sólo el 5 o 10 por ciento sabe cómo y con qué instrumentos.

El Gobierno, es decir, el Estado Mexicano, espera que el simple mexicano, sin rostro, se ría amargamente con el farsante y payaso de Brozo o con el dos veces decadente Mario Moreno Cantinflas. Uno y otro actualmente son más nocivos que cualquier telenovela de televisión abierta. Escucharlos, y decir a alguien más que los vea y los escuche es como mandarlos al matadero intelectual. Ellos mismos, las ovejas del rebaño que irán a gritar ¡Viva México!, dijeron hace tiempo que no votar en las elecciones iba en contra de la democracia, sin tomar en cuenta que en nuestro contexto histórico-cultural “la democracia” no consiste en ejercer el voto, sino en escudriñarlo hasta el fondo y darse cuenta de que en México “la libertad” y el derecho a elegir están repartidos de acuerdo a instrumentos de poder, cuyas reglas del juego están determinadas por clases políticas corruptas. Nada de que “votemos por el menos malo”, eso también es neutralizar el problema esencial: la necesidad de cambio.

Vladimir Lenin sabía, a inicios del siglo XX en lo que hoy es Rusia, que la Revolución debía ser radical y no transitoria. Durante muchos años de represión, la clase obrera había resistido atropellos en su proyecto del cambio, un cambio no buscado por el sueño utópico, sino por las necesidades reales y concretas del pueblo; sólo una cosa los hizo derrocar 300 años de dinastía absolutista: la dirección intelectual y la puesta en práctica de la filosofía marxista.

Esto no lo entenderán, por supuesto, los borregos rebeldes que balan mientras se llenan la boca de pasto, mientras pintan sus rostros y greñas de verde, blanco y rojo. Ya lo dice el mismo pueblo: no se puede chiflar y comer pinole. Habrá que dar una pausa, entonces, detenerse a pensar rigurosamente antes de poner en acción las ideas.

Más importante: habrá que dar muerte simbólica a los productos culturales inadecuados, a los personajes “típicos” que hacen síntesis psicológicas del supuesto mexicano para neutralizar conflictos verdaderos. Apagar la televisión significaría, en muchos casos, la apertura a la reflexión, al autocuestionamiento. En la televisión y el cine se reproducen los signos culturales reconocidos por el común entendimiento de una sociedad determinada, por eso mi llamado es para dejar de seguir el estereotipo del mexicano patriótico, ése que no tiene rostro, ése que se conforma todos los lunes y alude a la bandera como su única redentora. Ya no necesitamos más Niños que se hagan los Héroes, no necesitamos que tomen el impulso improvisado y fracasen.


El festejo del Grito de Independencia en México se ha convertido en ritual, por eso mismo no se cuestiona. ¿Tendrá algún sentido? ¿Valdrá la pena preguntárselo? Aquí respondo a la segunda pregunta, y sobre la primera la dejo como tarea abierta. ¿Esperaremos otro año de lo mismo? ¿De lo cotidiano?

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