sábado, 28 de noviembre de 2015

Hierro y polvo, el fantasma recobrado

por Rafael Frank



Una ciudad se esconde
de repente
en la intimidad
Gerardo Enciso

Conversamos, en su momento, sobre las posibilidades de contemplar una ciudad en su fuente directa, la ciudad por la ciudad; de las posibilidades de contemplarse en su interior; de cómo dejar un fantasma suelto corriendo entre sus vías al momento de abandonarla. Por años impares sembré en la ciudad que hoy habito, las semillas del espectro que dejaría transitar las esquinas y glorietas.

Aguardar es necesario si hablamos de semillas, y como tal fue preciso esperar que la ciudad y yo estuviésemos listos. Para habitarla. Sembré nuevamente pues creí perdida mi labor anterior. Sentí propio el polvo y la bruma. La ciudad reclamó por mi fantasma, exigió que me lo llevara conmigo si pretendía permanecer allí, si esperaba que se acurrucara entre las líneas de mi mano. Un ritual abrió sus puertas para fundir el hierro de la urbe con mis huesos, abandonar la carne y revestirme.

Recuerdo, cuando fuimos pasajeros en tránsito, abordamos el tren de sur a norte, al cerrar los vagones la lluvia liberó sus cadenas y comenzó a seguirnos durante medio trayecto; la velocidad se igualó, caballo de agua. De esa forma fue el recibimiento, después la cascada pluvial cobijó entera la ciudad y en las gotas de agua caímos también. Fuimos la piedra que rompe la superficie cristalina del lago, la lluvia en la piel rompió como lo hace sobre arena.


No todas las vías son visibles, se refugian igual que la sangre en túneles arteriales. Circulé la ciudad montado sobre los metales del tren una vez más, allí dentro busqué a mi fantasma, semilla depositada en el almácigo esperando transplantarse, lo vi asomarse a las estaciones subterráneas, él afuera. La mudanza a una nueva zona cambió mis recorridos, no pasé día a día por el tren. Di por perdido el fantasma. Deposité mi cuerpo entre el café y el vino. Llegó.

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