por Rafael Frank
Una ciudad se esconde
de repente
en la intimidad
Gerardo Enciso
Conversamos,
en su momento, sobre las posibilidades de contemplar una ciudad en su fuente
directa, la ciudad por la ciudad; de las posibilidades de contemplarse en su
interior; de cómo dejar un fantasma suelto corriendo entre sus vías al momento
de abandonarla. Por años impares sembré en la ciudad que hoy habito, las
semillas del espectro que dejaría transitar las esquinas y glorietas.
Aguardar es
necesario si hablamos de semillas, y como tal fue preciso esperar que la ciudad
y yo estuviésemos listos. Para habitarla. Sembré nuevamente pues creí perdida
mi labor anterior. Sentí propio el polvo y la bruma. La ciudad reclamó por mi
fantasma, exigió que me lo llevara conmigo si pretendía permanecer allí, si
esperaba que se acurrucara entre las líneas de mi mano. Un ritual abrió sus
puertas para fundir el hierro de la urbe con mis huesos, abandonar la carne y
revestirme.
Recuerdo,
cuando fuimos pasajeros en tránsito, abordamos el tren de sur a norte, al
cerrar los vagones la lluvia liberó sus cadenas y comenzó a seguirnos durante
medio trayecto; la velocidad se igualó, caballo de agua. De esa forma fue el
recibimiento, después la cascada pluvial cobijó entera la ciudad y en las gotas
de agua caímos también. Fuimos la piedra que rompe la superficie cristalina del
lago, la lluvia en la piel rompió como lo hace sobre arena.
No todas las
vías son visibles, se refugian igual que la sangre en túneles arteriales.
Circulé la ciudad montado sobre los metales del tren una vez más, allí dentro
busqué a mi fantasma, semilla depositada en el almácigo esperando
transplantarse, lo vi asomarse a las estaciones subterráneas, él afuera. La
mudanza a una nueva zona cambió mis recorridos, no pasé día a día por el tren.
Di por perdido el fantasma. Deposité mi cuerpo entre el café y el vino. Llegó.
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