por
Mario
Note Valencia
Al madurar como la fruta, este espacio se
polariza en la piel hecha de instantes, sábanas y relojes pulsera. Mientras
miro el sol cobrizo tras el cristal raído de la ventanilla, el autobús avanza
acompasado con el estertor del motor y los remaches; pronto se rebasa la estela
de las casas y los hombres que incendian el polvo acumulado de las horas
lúcidas. Prospera la noche: aún entre los últimos reflejos moribundos el polvo
se vuelve arena y brilla esparcida en las calles. Uno puede caminar sobre el
machuelo como por la orilla de los mares abiertos.
Escribo una carta en la oscuridad para que
madure en las dos primeras horas del alba. Le escribo al taxista y a su hijo convaleciente,
para que uno encuentre consuelo y el otro un remedio del tamaño de su suerte; a
la vieja de los nopales como al joven de los elotes, poemas en ungüento a sus
manos agotadas y bruñidas. Una carta y sueño a los trabajadores del campo con
quienes compartí más de una huerta y un camión apretado de limones y sandías. A
mis amigos desaparecidos de la infancia, a la china, al manco y al mudo, les
escribo así como a mi primera amiga de la manzana.
Escribir una misiva es plétora verbal,
vital y erótica. La carta madura las palabras que hemos escrito en el árbol de
las necesidades primigenias. Por naturaleza, trasciende lugares, ilumina
rincones, travesea errabunda por nuestros corredores en la búsqueda del Otro.
Agita pechos, exhala suspiros o lágrimas. La carta es un asombro: un pequeño
pétalo de impresiones cotidianas que van, conforme escribimos o leemos, hacia la
opalescencia de lo extraordinario.
La intimidad es el descifre, la lectura de
la carta. Íntima, cerrada o abierta. La inmensidad cabe en un pañuelo de papel,
el trazo en las grafías, un doble sostenido que se registra cuando escribo tu
nombre. El nombre es invocación, resonancia. Si te nombro, una ristra de
sensaciones y recuerdos cautivan al astrolabio con que te escribo recargado en
el pasado y las expectativas, a realizar o irrealizables; la carta es nostalgia
o melancolía.
Las cartas más nobles son las que se
escriben cuando nadie llama, o las que se reciben inesperadas. “Trocar la vida
del Otro” se traduce en el mundo como confirmación de la vida. Acto erótico.
Así uno muera antes o después del envío, o navegue por las calles como ritual
para no llegar a casa temprano, todo sobre algo se habrá dicho y demostrado en
un modesto escrito a mano; esto funciona incluso si se trata de una despedida. Hace
mucho tiempo escribí una carta para mi primera amiga de la manzana cuando supe
que ya no la vería; sólo entonces comprendí el dejo que sigue a la resignación
y a la sonrisa de, quizá, nos veremos luego.
Pero hay cartas más secretas y
descomunales: ensoñadoras, como pez del sueño que deriva en el estanque oblongo
y diurno de la vigilia. Tierna la carne, libera las líneas. Una carta puede ser
el rasguño que dejé en una amante para que su amiga lo atisbara y me quisiera
igual o más que la primera. Una carta permanece en la mordida dibujada, malva,
de la pareja, en donde sólo ella o él pueden verse en el espejo de baño. Una
carta se escribe rasguñando el borde de la mesa en la que la otra persona come
cereal por las mañanas. Una carta es preparar café, con ritual, constancia y
entrega. Una carta puede ser como la oreja que van Gogh regaló a su pajarita.
Mi prima escribió, con flores y plantas de
su jardín, el itinerario de un viaje para asombrar el vuelo fugitivo de un
colibrí. Me dio celos, se lo dije en una carta, cuando prestó más atención a la
llegada de la pequeña ave que a mis labios adolescentes; después de nuestro
nido bajo el árbol de navidad en casa de mis tíos, la enredadera de nuestras
manos en la cintura, la fruta que nacía en nuestras bocas, se apartó de mí para
ver si el colibrí aparecía, frágil y sostenido, por entre las flores alineadas
del patio. Mario, en dado caso, para mí tú eres una garcita. En otra carta me
escribió sus dientes blancos y lechosos sobre la piel de una manzana que echó,
discreta, en mi mochila de viaje.
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