por
José Calderón Mena
Existe una creencia popular que sostiene que en el mundo
hay, por lo menos, cinco personas físicamente iguales. No sé en qué se base
esta suposición, pero como toda conseja popular tiene su grado de credibilidad,
sobre todo cuando queremos suponer que es real. Yo, por lo menos, en una
ocasión pude encontrarme con una de ellas.
A principios de los años 70 tuve la oportunidad de
realizar un viaje al otro lado del mar, un viaje que había deseado y planeado
durante mucho tiempo.
Al llegar a la ciudad, de la que alguien dijo alguna vez
que bien valía una misa, el grupo del
que yo formaba parte decidió dar un paseo en lancha por el río que la cruza,
tranquilo y sereno como la tarde y el paisaje que transcurrían a través del
cristal del techo del navío.
En esa contemplación estábamos cuando vimos que se acercaba,
en sentido contrario, una lancha igual a la nuestra. En ella viajaba un grupo
de muchachas que nos saludaron agitando las manos y gritando algo que no
entendíamos a causa del ruido de los motores, pero que supusimos era un saludo
a manera de bienvenida (o por lo menos eso quisimos creer).
Casi olvidado el incidente, nos dedicamos a recorrer la
ciudad: a admirar sus palacios y monumentos, sus museos y maravillosas plazas y
jardines, disfrutando su encanto y su perfume, y el lejano fondo musical de un
acordeón callejero.
Como buenos y aplicados turistas nos dispusimos a visitar
la emblemática torre de la urbe, símbolo y orgullo citadino, pero por la que el
gran Maupassant sintió tanto repudio que decidió abandonar la ciudad porque
"la horrorosa torre le aplastaba la cabeza con su vulgaridad".
Esperamos el elevador que nos llevaría a lo alto de la
torre. Cuando por fin llegó y se abrió la puerta, dejamos pasar a quienes
bajaban. Nuevamente sorprendidos vimos un grupo de chicas que nos saludaban.
Tampoco entendimos nada, ya que mientras ellas bajaban nosotros subíamos al elevador;
más intrigados continuamos nuestro recorrido.
Después de visitar los barrios de la ciudad, enclavados
en los montes circundantes, nos dirigimos a la catedral que se encuentra en una
isla a mitad del río. Contemplamos la belleza de su arquitectura y sus grandes
vitrales que producen una luz casi irreal al interior del edificio. A un
costado, dentro del templo, encontramos una descuidada capilla guadalupana y al
centro, en lo alto, el Cristo delante del cual se dio un tiro Antonieta Rivas
Mercado.
Al salir de la iglesia nuevamente el encuentro: los
saludos y los gritos ininteligibles de muchachas que ya se estaban volviendo
costumbre, pero que no dejaban de intrigarme.
Después de recorrer algunos otros países del continente,
regresamos a México y me reintegré a mi trabajo.
A los pocos días atendí a una clienta que me comentó que
acababa de regresar de un viaje y había sido testigo del gran éxito que estaba
teniendo un cantante argelino, con quien, por cierto, me encontraba gran
parecido. Se llamaba Enrico Macias.
Sorprendido por el comentario, me dirigí a la Sala
Margolín, una de las pocas tiendas de discos importados que había en la ciudad
de México. Pregunté si tendrían algún disco de Macias y, de pronto lo tuve ante
mí: lo vi, me vi. Lo vi viéndome y, al fondo, la torre, la catedral, el río.
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