domingo, 5 de marzo de 2017

Reflejos

por 
José Calderón Mena


Existe una creencia popular que sostiene que en el mundo hay, por lo menos, cinco personas físicamente iguales. No sé en qué se base esta suposición, pero como toda conseja popular tiene su grado de credibilidad, sobre todo cuando queremos suponer que es real. Yo, por lo menos, en una ocasión pude encontrarme con una de ellas.

A principios de los años 70 tuve la oportunidad de realizar un viaje al otro lado del mar, un viaje que había deseado y planeado durante mucho tiempo.

Al llegar a la ciudad, de la que alguien dijo alguna vez que bien valía una misa, el grupo del que yo formaba parte decidió dar un paseo en lancha por el río que la cruza, tranquilo y sereno como la tarde y el paisaje que transcurrían a través del cristal del techo del navío.

En esa contemplación estábamos cuando vimos que se acercaba, en sentido contrario, una lancha igual a la nuestra. En ella viajaba un grupo de muchachas que nos saludaron agitando las manos y gritando algo que no entendíamos a causa del ruido de los motores, pero que supusimos era un saludo a manera de bienvenida (o por lo menos eso quisimos creer).

Casi olvidado el incidente, nos dedicamos a recorrer la ciudad: a admirar sus palacios y monumentos, sus museos y maravillosas plazas y jardines, disfrutando su encanto y su perfume, y el lejano fondo musical de un acordeón callejero.

Como buenos y aplicados turistas nos dispusimos a visitar la emblemática torre de la urbe, símbolo y orgullo citadino, pero por la que el gran Maupassant sintió tanto repudio que decidió abandonar la ciudad porque "la horrorosa torre le aplastaba la cabeza con su vulgaridad".

Esperamos el elevador que nos llevaría a lo alto de la torre. Cuando por fin llegó y se abrió la puerta, dejamos pasar a quienes bajaban. Nuevamente sorprendidos vimos un grupo de chicas que nos saludaban. Tampoco entendimos nada, ya que mientras ellas bajaban nosotros subíamos al elevador; más intrigados continuamos nuestro recorrido.

Después de visitar los barrios de la ciudad, enclavados en los montes circundantes, nos dirigimos a la catedral que se encuentra en una isla a mitad del río. Contemplamos la belleza de su arquitectura y sus grandes vitrales que producen una luz casi irreal al interior del edificio. A un costado, dentro del templo, encontramos una descuidada capilla guadalupana y al centro, en lo alto, el Cristo delante del cual se dio un tiro Antonieta Rivas Mercado.

Al salir de la iglesia nuevamente el encuentro: los saludos y los gritos ininteligibles de muchachas que ya se estaban volviendo costumbre, pero que no dejaban de intrigarme.

Después de recorrer algunos otros países del continente, regresamos a México y me reintegré a mi trabajo.

A los pocos días atendí a una clienta que me comentó que acababa de regresar de un viaje y había sido testigo del gran éxito que estaba teniendo un cantante argelino, con quien, por cierto, me encontraba gran parecido. Se llamaba Enrico Macias.

Sorprendido por el comentario, me dirigí a la Sala Margolín, una de las pocas tiendas de discos importados que había en la ciudad de México. Pregunté si tendrían algún disco de Macias y, de pronto lo tuve ante mí: lo vi, me vi. Lo vi viéndome y, al fondo, la torre, la catedral, el río.


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