jueves, 18 de julio de 2013

De la decadencia en la arena

por Rafael Frank


En la lluvia la ciudad se me inundó de otro cáncer, huí como aquellos que cuentan en su calendario sólo trescientos días, cegué la cuenta de los años bisiestos y cuando tuve por fin el vigésimo noveno día mirar cómo muere la nieve fue el único refugio; mis poros, hundidos en los líquenes bajo cero colaboraron siempre con el ofrecimiento de los siempre llorones sauces; dentro en la niebla de alguna urbe milenaria y hechizada, habría prometido un cielo bajo otra orografía, bajo otra hidrografía.

He deseado que el río no sea más que un listón del color igual al techo que hoy me cubre, ante eso cedería; que la piel sea listones, eso también he deseado. Que entre el gran cauce y los jirones de tela siempre haya un punto donde puedan fundirse las sentencias que por muerte hacen suyas las nevadas; así, mirar derretirse la blancura sólida.

A las rocas el río las ha vuelto finas en su superficie, son testigos únicos de la paciencia hidráulica, entre el agua viajera desaparecieron las aristas y vértices que sobraron a las piedras que hoy son esferas. En la corriente de este río se agotan los ópalos pulidos que llevamos en el rostro, entre miradas y noches suspendidas por parpadeos. He deseado tanto que sea un listón, para que no puedan escaparse por allí los libros en su tradicional tendencia a naufragar en pares.

La humedad es fiel a su juramento, enajenada en su actitud cordial, invade. A los huesos de calmada cronología los agrieta y entre cada fisura los consume hasta el tuétano. Cuando el centro esponjoso de la osamenta había desaparecido, recorrí uno a uno los túneles y entre pequeñas luces aceitosas entregué mis respiraciones.

Envuelto en iluminación de lava, el polvo blanco de la nieve, de los huesos y de los libros viejos se agota poco a poco a través de un delgado viaje, en el destino la humedad reclama sus derechos de ciudad; allí, girar el reloj no dejará caer nuevamente la arena.

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