por
Rafael
Frank
En la lluvia la ciudad se me inundó de
otro cáncer, huí como aquellos que cuentan en su calendario sólo trescientos
días, cegué la cuenta de los años bisiestos y cuando tuve por fin el vigésimo
noveno día mirar cómo muere la nieve fue el único refugio; mis poros, hundidos
en los líquenes bajo cero colaboraron siempre con el ofrecimiento de los
siempre llorones sauces; dentro en la niebla de alguna urbe milenaria y
hechizada, habría prometido un cielo bajo otra orografía, bajo otra
hidrografía.
He deseado que el río no sea más que un
listón del color igual al techo que hoy me cubre, ante eso cedería; que la piel
sea listones, eso también he deseado. Que entre el gran cauce y los jirones de
tela siempre haya un punto donde puedan fundirse las sentencias que por muerte
hacen suyas las nevadas; así, mirar derretirse la blancura sólida.
A las rocas el río las ha vuelto finas
en su superficie, son testigos únicos de la paciencia hidráulica, entre el agua
viajera desaparecieron las aristas y vértices que sobraron a las piedras que
hoy son esferas. En la corriente de este río se agotan los ópalos pulidos que
llevamos en el rostro, entre miradas y noches suspendidas por parpadeos. He
deseado tanto que sea un listón, para que no puedan escaparse por allí los
libros en su tradicional tendencia a naufragar en pares.
La humedad es fiel a su juramento,
enajenada en su actitud cordial, invade. A los huesos de calmada cronología los
agrieta y entre cada fisura los consume hasta el tuétano. Cuando el centro
esponjoso de la osamenta había desaparecido, recorrí uno a uno los túneles y
entre pequeñas luces aceitosas entregué mis respiraciones.
Envuelto en iluminación de lava, el
polvo blanco de la nieve, de los huesos y de los libros viejos se agota poco a
poco a través de un delgado viaje, en el destino la humedad reclama sus
derechos de ciudad; allí, girar el reloj no dejará caer nuevamente la arena.
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