por Mario
Note Valencia
Bailar hace al mundo más llevadero.
Mientras más nos alejamos del centro inmóvil cotidiano, con pasos fraguando una
trocha invisible para el entendimiento de un pequeño, efímero sentido de la
vida, también la soledad crece a nuestro lado como la madreselva en el
paramento de nuestra casa interior. Creo que parte de esta soledad son puentes
que aparecen en los interludios de cuando uno conoce y desconoce, por voluntad
o error de la naturaleza, a los que danzan alrededor nuestro, como ahora, como
usted, a quien enfoco sentado en su silla con uso de mi catalejo mágico.
Si piensa que malgastamos el tiempo cuando
cavilamos con las manos vacías, estará de acuerdo con que las horas sin leer ni
escribir al menos son justas si se dilucidan cuando existe otra actividad de
por medio, cualquiera, cotidiana. Hablo acerca de los rituales neutros (muertos si se quiere), sin tensión, más bien
mecánicos que pensados, pero inclinados al trabajo per se, lo que hacemos a diario porque tenemos que hacerlo a menos
que dependamos de algo o de alguien o prefiramos morirnos en la podredumbre. Comer,
asearse, lavar la ropa, planchar, fregar los trastes, sacudir el polvo incubado
en el rabillo de su ojo. Mire, tóquese.
Bailar, no le miento, en un principio
puede ser neutro y después revelador; si saliva en lo sacro, debilita, despega
y rompe con la monotonía. ¿Qué le parece? No importa si no sabemos, lo que se
dice bailar bailar. Las luces bajas o
moverse acompañado aflojan la primera resistencia de sentir que en la pista
haremos el ridículo, con el ruido fotogénico de una sobreexposición a la luz. Aquí
en el baile, como en el amor, no hay manuales, porque aun sabiendo las bases se
improvisa, se hace jazz. Tutú, frufrú
o el simple swing. Sal, ¿qué diría
Dean en On the road? –Dammit, Jack K.
Paradise.
Ya que usted, como Dean o Marylou, se ha
embriagado de luces cálidas y frías e intermitentes, lanzadas al exterior como
soles de una galaxia; de la conversación: óbices, puentes y silencios; de la
compañía y el tiempo desmedido; enervado, responda sí a la persona que, extendiéndole una mano, lo invita a bailar al
centro del Globular Cluster (Dance Club). Aunque usted se descubra renuente, recule
por simple mecanismo de defensa, no se admite un no como respuesta si le gusta andarse entre el peligro. Pero si
necesita un tiempo, vaya al sanitario, libere la vejiga, báñese el rostro,
enjuague su boca. Mengüe al menos 30% su aliento a tabaco. ¿Está lo suficientemente
consciente como para asir el ritmo de la pista? Prometa que se pondrá de pie,
así tan pronto como Baco se lo permita. Recuerde a Ovidio: Cupido moja sus alas
en el vino de Dionisos. Baco. ¿Quién? Grecia y Roma. Allá lo esperan.
Baile con sus amistades, pequeños aerolitos
encendidos como partículas de gas dentro de un espacio cerrado, seguidos en su
atajo de humo rojo por el slow flash
de mi catalejo, yo le sigo, no me haga caso, baile como si el mundo dependiera
de ello; baile con quien primero le extendió la mano. Si es su amiga, amigo,
mejor; si su pareja, no la deje a la suerte. Al fin que, a lo mejor, de un
baile no depende el resto de su vida.
Si se inclina por alcohol, pondere la
usura en fiestas que suponen la posibilidad infinita de afiliarse a pistas improvisadas.
Vea cómo los demás bailarines no se han sentado siquiera un momento en su silla
asignada, sin hendiduras, estacionaria, muy rara vez se les ve regresar a libar
sus lenguas con alguna bebida. Observe cómo danzan esas partículas acompasadas
a la armonía del universo provisional y sonoro. De norte a sur, de este a oeste,
como los astros, el éter, los planetas. Usted lo ha notado a intervalos, pero
ellos, los delirantes del baile en el instante, no toman registro, felizmente
desnortados.
La persona que lo invitó a bailar, ahora
no la reconocería, sesgada por las luces cromáticas, porque se mueve y baila
como los otros, en unidad peripatética
al estilo de los jonios, sin centros ni circunferencias, traslúcida con el
retallo de las sedas que se juntan, rosan y separan. Usted hizo la promesa de
bailar después del sanitario, no puede escaparse ahora sin entrar al juego. Láncese
como dado del cubilete. Como todo, recuerde, siempre ganamos o perdemos, no
importa. Se acerca. La fugacidad parece dominar las leyes incógnitas del baile.
Un caos, sí, pero colorido, como estrellas sacudidas de su luz. Parecen flamas.
Los domina el deseo del instante que los descalza. Sacuda su cuerpo, es la
señal para que una ola suave de seres oblongos lo integren a su círculo con
fuerzas espirales y magnéticas.
Ya ha dejado atrás, como un Halley cada 76
años, su naufragio social del festejo. Baila. Pasan los minutos, no lo sabe, lo
siente, su reloj pulsera dejé de funcionar, su instantero enloquece hasta que
se rinde, como la manecilla de las brújulas por los rayos. Pierda el norte. Los
astrolabios y los sextantes parecen saber, pese a todo, poco sobre el mar y su
oleaje noctívago. Siempre nos quedarán las estrellas. Muévase, déjese llevar,
ha dado traspiés, pero se repone. Busque su planeta rector, haga caso a la relatividad en eso de que los cuerpos se
mueven por conveniencia. Usted y los otros se alejan y se acercan. Perderá su
nombre, se le esconderá el rostro; una burbuja invisible en el ambiente estallará
en sonrisas. Siga buscando a quien primero lo invitó a bailar. Y si no encuentra,
como le dije, aquí no gain no pain,
sólo respuestas, volubles, como todo, como la vida.
Pasa a su lado, la mujer y el hombre, y le
han sonreído, les ha gustado verlo bailar. Aquí estás, parece escuchar que le
dicen. Ven, ayúdame con esto. Ahora el pasado y el futuro no caben, sólo tiene
cabida el presente que lo sustrae del calendario. Seguirá bailando. Quizá
usted, por poca experiencia en el caso, sea útil como asidero para otros que,
avezados, lo tomen de rehén para canciones en las que no se ve bien andarse
solos.
Por buscar a una persona, ha conocido la
bondad de los desconocidos, los que no preguntan el nombre, como usted que,
allá repantigado en su silla de piel acerada y cojines deslustrados, creía importante
sólo conversar per se, anónimos,
anularse de todo lo que apele y va en lugar del nombre. Aquí en la pista es
otra danza, otro lenguaje. Hay que acariciar varias veces el piso, como con
ganas de andar más ligeros; cada paso es una resonancia, iluminación de caminos
entrecruzados. Escribe y borra estelas, conoce, imprime un paso y otra pequeña
ola se lo desvanece como en los filos arenosos del mar.
Poco a poco, los cuerpos pierden
aceleración: silenciada la música dan de bruces con los sonidos del mundo; usted
se sacude un poco, y los demás a tumbos caminan diferentes, más ligeros, más
diáfanos y transparentes. Por un momento piensa, mientras hilos de sudor le bañan
la frente, que el baile es en buena medida un
lugar perfecto para las despedidas. Usted, en otro tiempo y en su
habitación macilenta de la ciudad, hará el
lugar para el baile de una danza ‘más que lento’. (La plus que lente. Debussy. El francés dibujó no sin sorna un valse
a propósito de las convenciones estéticas de su época). Sujetará a su amante de
la cintura o el cuello, según sea el caso, y danzará en espirales, como
aprendió, con pasos de lo más monótonos, cuya profundidad y asombro de misterio
sólo puede tener igual con escavar un pozo a la orilla del mar y que, subida la
marea, se anegue y suprima, como todo, como la vida de una estrella.
Usted y el otro se habrán despedido. Yo alejo mi catalejo de su soledad, en eso nos parecemos usted y yo. Quedará la noche, no se preocupe. Deje la puerta sin seguro. Nunca se sabe. Quizá la persona a la que le ha extendido la mano para bailar regrese de un interludio en el cuarto de baño y se agregue a nosotros en la unidad de la música. Nos sustraemos del mundo. Que regrese y nos sorprenda. Cómo es la vida. Ah, eres tú. Sonríe. Se ven, se desarman y se alejan, como en la pista, como todo, en el movimiento. Ahí tiene su ritual.