por Rafael Frank
A finales de la adolescencia, cuando
estaba por convertirme en ciudadano legal, lo que ocupaba la mayor parte de
nuestro tiempo activo y lugar en el pensamiento era la oportuna vinculación
hormonal con las ninfas del bosque, en este caso, dadas las condiciones hidrográficas,
hablaríamos más bien de la caza de kelpies y el ensueño con las ninfas. Con una
perspicaz mitología a cuestas, el par de hermanos que me acompañaba y yo nos
lanzamos a la búsqueda de una tierra prometida. Nómadas. Nuestro objetivo final
fue localizar un sitio donde la comida proveyera fuerza y creatividad
suficientes para este oficio como rastreadores de ninfas. En nuestro tránsito,
cerca de la playa y el malecón había abundantes lugares donde se ofrecían
alimentos. Como buenos viajeros (o pelotas de ping-pong) vagamos entre tacos de
res y pollo.
Oculto alrededor de una zona gris, en
aquella parte del puerto donde antes fue pantano, nos aguardó la bendición del
Señor de las Moscas: Belcebú. Para el plano humano, este macabro oasis tiene
aspecto de un puesto de carnitas (such a
lovely place). Para nosotros, los viajeros, fue reposo y abundancia, los
cisnes de Urdar.
Este templo era comandado por dos señoras (oh, mis queridas nornas) que nos
aseguraban lo mejor del sacrificio animal a cambio de una quinta parte de
nuestra alma. Pudimos salvar nuestro ojo gracias a este encuentro. Vimos cómo
removían el cazo y machacaban con un hacha pequeña los trozos del jabalí.
Hilvanaban en el plato que nos ofrecían mapas estelares que ingerimos cada
visita. En estos manjares se tomaron decisiones importantes (que al tiempo
supimos) de los viajes posteriores y sobre nuestro actuar acerca de las ninfas;
la manteca del cerdo, sin duda, nos protegió del invierno crudo al que llegaron
nuestras ondinas para convertirse en humanas.
Localizar a las criaturas mitológicas es un oficio agradable cuando los alimentos grasosos se incluyen en el contrato.
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