por
Mario
Note Valencia
El último día de octubre cumple años el
Señor del Mal. Para México, Halloween es una costumbre popular y extranjera que
le cae como anillo al dedo porque los dos primeros días de noviembre festejan a
los muertos. Sin embargo, Halloween no es tan relevante, excepto para la
ocurrencia de los niños y jóvenes mexicanos, influenciados por los
discursos de la televisión y el cine: debe ser divertido vestir el atuendo de
su monstruo favorito, asustar en las noches, pedir dulces y hacer desmanes con
los timbres de las casas, tirar macetas, desbaratar guirnaldas, pisar el jardín
del vecino.
Algunos niños preguntan, con cara de no
romper un vaso: “Señor, ¿sí me da para mi calaverita?”, mientras otros nada más
sentencian: “Dulces o travesuras”, casi porque no pueden decir, por su edad y
sus fines: “El dinero o la vida, madrecita”. Dulces o travesuras, al ritmo de
tátara-tata-ta-ta. En todos los grupos siempre hay un niño que es generoso en
demasía y que después de recibir el dulce igual hace la travesura. El señor de
la casa sale gritando y, como todo buen mexicano, le mienta la madre al pequeño
lobo salvaje que por sus brincos graciosos y máscara barata más bien parece
duende del demonio. Los niños crecen y olvidan la indulgencia de pedir dulces,
sólo para iniciarse en el ritual de las fiestas de disfraces.
Me parece que el éxito de las fiestas de
disfraces es compensada por el puente (días de descanso) que en todo México se
da por el Día de Muertos, y porque los Carnavales de primavera (cuya esencia es
el disfraz) es un gusto sólo para quienes desfilan y no para quienes se
encuentran como espectadores. En una fiesta de disfraces todos son
protagonistas, el juego consiste en ocultar el rostro y ser un poco más adepto
al descontrol de las normas sociales; en un espacio dado para la ocasión, bajo
las bajas luces y la noche maciza, las máscaras, lo grotesco, el alcohol, el
sexo y la muerte, bailan con el único fin de divertirse. Lo perverso, por
supuesto, también es el ingrediente: deformar el rostro, ser irreconocible, pasar
de incógnito frente las estupideces que se puedan cometer en una sola noche.
Según lo que he visto, para ir a una
fiesta de disfraces no es regla usar el disfraz más horrible, porque aquél que
ha ido al gimnasio se viste de romano, con el vientre y los brazos
descubiertos, o la muchacha del fitness
luce su entallado atuendo de enfermera. Algunos van vestidos de payasos
diabólicos y otros son más payasos porque sólo se pintan con rímel rojo
manchitas de sangre en su rostro y así dicen que ya son unos muertos. Le
preguntan a un hombre si viene vestido de calavera, por sus ojos hundidos en la
oscuridad de sus ojeras, y éste contesta que no, joven, yo soy el velador del
local. ¿A quién buscas? Busco a mi novia, me dijo que vendría vestida de bruja.
¿Y tú de qué demonios vienes? Soy la Inquisición, papá.
La gente se pierde y se busca en la redonda
pista de baile, nutrida de seres insurrectos y feos, bailando al beat de una
música sensual y bañados por la incesante lluvia de luces multicolores.
Telarañas, no hechas de algodón, sino de verdad, cuelgan de las esquinas del
local y de los ventiladores de techo apagados (porque no funcionan). Adentro
hace un calor del infierno. Lujuria, gula y sodomía son los tres pecados por
las cuales todos se han reunido a beber, platicar, bailar y comer cacahuates y
churros de harina. Cerveza derramada en los azulejos percudidos; mesas que han
perdido sus manteles; sillas abolladas; orines fuera del mingitorio. Me ha
tocado ver a un mapache besar a una princesa; he visto a Satanás revuelto del
estómago, mientras sus dos amigos, Mario y Luigi, lo sostienen para que no se
caiga, uno por cada lado. He visto, apenas salía del baño, cómo algunas brujas
eran en realidad brujos, orinando fuera del mingitorio, con tetas falsas, falda
corta, piel tostada y zapatillas de equilibrista. El carnaval me asusta, pero me
voy acostumbrado.
Luego, a mitad de la noche, los que están
más borrachos aúllan y echan guacos. Aya, aya, aya. ¡Áyayay! El noob en la tomadera siempre es el más estúpido o el más callado. Te dicen “te
quiero” más de una vez y a ti, por supuesto, no te cuesta nada aceptarlo,
porque nunca quieres más a tus amigos si no es cuando los dos están hasta las
chanclas de fumigados. Ves hermosa a la que iba de la mujer barbuda, porque es
tu amiga. Pero su barba es falsa, como tu dignidad. Es tu amiga y ella se aprovecha
de tu estado cuasi-comatoso. No está tan mal, piensas, y se besan a la luz de
la lámpara de mano con que les aluza un ángel que ha perdido las alas, tu
amigo, otro bastardo que también quiere lo suyo y no encuentra a su novia. Le
decimos que se vaya. Pero nosotros, condescendientes, vamos tras él. Se abre
camino, apretado, por entre la gente: chifla. Sí, eres tú, aquí estás. Su novia
era una diablilla; pese a la perversidad de fusionar contrarios, la abraza, la
besa y le dice: llévame al cielo. Y los perdemos, al bien y al mal, en el baño
de mujeres.
Ay Dio’ mío, pero qué cosa –dice una pareja
vestida de turistas caribeños. Alguien más fue de típico mexicano, con su
sombrero grande, playera ajustada, so pretexto de enseñar su panza chelera.
¿Otra michelada, mija? Lo que usted mande, mi rey. En efecto, el chico de la
barra va en onda de parecerse al Carlos V. ¿Y también sabes rico? –le pregunta
la Llorona. No sé (ríe nervioso),
pregúntale a mi novia. Oh verás si no le sacará un grito porque su novia va de
Lady Apache, la luchadora.
En mi vida había estado en una fiesta de
disfraces tan salvaje. En mi vida había estado en una terrible y atractiva ola
de confusión, cómo saberlo, si te toca de todo, sudores de otras frentes caen a
tus brazos, o los disfraces puntiagudos te pican la cara. Órale, ¡fíjate, maistro!, le dices al que va esponjado como un
armadillo, con púas hechas de limpiapipas. Lo único bueno es que nadie sabe que
eres tú debajo de un buen disfraz. Siempre quise saber si el que iba de Michelin
era una mala réplica de los Cazafantasmas. Dizque con un antifaz ya nadie sabe
de ti y puedes hacer lo que quieras; no conoces a todos, pero hablándoles por afinidad
puede ser una buena idea: la mesa de los licántropos por un lado y, por el otro,
los miedosos a los crucifijos y los espejos.
La
persona que me ha invitado a semejante jauría quiere saber cómo me la estoy
pasando. Le cuento del muchacho que llevaba un buen disfraz de Jason y otro que
iba de cocodrilo. Deberías conocerlos, son muy buena onda. Luego me invita a
que la acompañe a una tienda de autoservicio 24 horas abierta. Recarga crédito
para su teléfono celular. Piensa en volver, pero me despido. Comparto el taxi
con otros dos chicos, adolescentes, muy bebidos y sonrientes, que abordan por
la puerta trasera y lamentan no haberle hablado a Fulana o a Sutana. El taxista
me pregunta qué hubo. Yo le digo que puras travesuras y que los de atrás pagan
mi pasaje.