sábado, 8 de octubre de 2016

Retrato de una joven doctora

por Mario Note Valencia


“Les dije que estaba enfermo”
-epitafio en un cementerio
de San Francisco

Podríamos decir, como en Full metal jacket, que los enfermos sólo saben una cosa: es mejor estar sanos. Preferible es rebozar de salud ya que el dinero y el amor son dos cosas que se dan, incluso, bajo las más inhóspitas condiciones del cuerpo; esto, por más que alguien se pase de listo y diga con gracia que lo más importante es el dinerico, el money, la pasta, porque la salud, como todo lo demás, siempre viene y va. Salud, dinero y amor, ¿qué vale más?

En estos últimos días de enfermedad estoy echando de menos a mi doctora de pies y cabecera. Una joven mujer de cuerpo ligeramente rollizo, pómulos rosas, ojos pardos y mirada gentil, nimbada su piel tersa y lechosa, como de besucona, por el resplandor de su bata blanca y plateado estetoscopio al cuello. Usted juzgará mi estado: alucino su presencia como un ángel que me tiende su mano, desde la otra orilla del Leteo, cada vez que siento próxima la congestionada presencia de la muerte.

Todos alguna vez hemos pecado de salud. Elegimos el riesgo de la vida (bendito sea el carpe) por una porción más grande de tarta, crema batida y cerezas. No es por demás que la salud obligue al perro a confundir la luna con otra suculenta rueda de queso. Después de hundirse en el agua sale el chucho, mojado y triste, a sufrir su enfermedad postrera, consecuencia de lo que quiso de más, como siempre pasa entre nosotros con el amor y el dinero.

Mi joven doctora me entiende cuando le digo que quizá esta vez me pasé de vivo, por no decir perro. Es condescendiente con mi pena, más por carácter que profesión. Con ese rostro uno piensa que no haría daño a un mosquito y que fija su mirada al suelo para no pisar a los insectos. Asertiva y directa, como mi doctora una en un millar. Tan así que no fue nada fácil dar con ella, pues tuve que probar suerte en otros consultorios privados y hospitales públicos, antes de que la encontrara, abrigada, en el interior aclimatado de una farmacia de genéricos.

Creo que a la doctora le interesa saber si durante mucho tiempo fui fiel consumidor del ambroxol con salbutamol, alérgico al naproxeno o amador de la loratadina. Fui las tres, pero de niño no fui más que bueno para el desenfriolito. Le cuento que a mí también me dieron píldoras de hígado de tiburón, que voceaba una camioneta en las calles de mi infancia, para el hombre viejo y cansado y para el niño que se orina en la cama. Un frasco a veinte y dos por treinta, sólo por esta ocasión, acérquese al carro de sonido y pida su frasco de píldoras de hígado de tiburón.

Confieso que fui un chico tan mal portado con la gloria y la buena vida, y que jamás había conocido a enfermera o doctora tan buena gente como la que ahora se me aparece en los sueños. Es la única mujer que tengo en mente cuando sudo, caliente por la fiebre y tembloroso por el escalofrío, no porque me inspire a desire, es decir un deseo carnal y venusiano, sino porque me cura lo que el Cura no me hace ni con medio litro de agua bendita. Con perdón del Señor, digo, pero ¡ah, quién me manda a seguir viviendo!

La doctora es una virtud hecha carne y vino a dar consulta a este indolente, polvoriento valle donde vivo. Si por mí fuera, la postularía como la próxima Santa Patrona del pueblo. Apuesto a que muchas personas no conocen a alguien que inyecte en la nalga y que haga y logre como que no se sienta nada. Mi joven doctora, en verdad os digo, tiene una técnica bastante buena: te da a elegir si quieres la inyección de pie o recostado en su cómoda camilla; te dice que te descubras un poquito el glúteo de pepino; no te enseña la aguja ni prepara el menjurje enfrente tuyo, para no alarmarte, para no ver cómo suda la nutrida gota de la aguja. Dependiendo de la solución, te informa, con esa voz dulce del empíreo, si arderá un poco, un poquito nada más. Después limpia el área de la piel con un algodón remojado en alcohol, te presiona y, en un segundo, ella hace su trabajo. No sientes la aguja. Te dice ¿verdad que no dolió? Y a mí me dan ganas de llorar, porque aquí ha ocurrido un milagro: la inyección no ha dolido.

Su cuarto de consulta es sencillo pero acogedor; una pieza dividida en dos por una cortina: la primera pertenece a la consulta y la camilla ocupa la segunda. Me parece haber visto un anillo en su dedo del corazón, mano izquierda; las teclas vencidas de su vieja computadora portátil; una foto familiar (de ella y sus padres) en el cristal que protege la faz de su escritorio; una copia de su título universitario en la pared que da a su espalda; un cartelito de bendiciones católicas. Me maravillo en demasía con el póster tamaño real del sistema óseo, al que me acerco a saludar, sólo por cortesía.

Aquella inmaculada estancia del consultorio resalta, para nuestra mala suerte, el terrible estado en el que asistimos para que nos asistan. Está muy mal, doctora, que nos veamos justo cuando yo parezco que me muero, aunque exagere, entre espasmos y temblores, estornudos y pañuelos. Otra pena más es que después de hurgarme los sonidos de ultratumba que bullen en mi pecho, me tenga que revisar la boca y el oído y los ojos. Quién sabe, para la ocasión pude haberme puesto pupilentes, humectar mi piel de iguana y hacer discretas las ojeras con un poco de corrector facial, que entrar a duros pasos al consultorio, con la cara de la momia, aferrándome a la pared, a la puerta, a cualquier cosa que me supere en mejor vida. Pero, doctora, yo no quiero pasar a mejor vida, ay dolor, ay amor, ¡agárreme fuerte porque me muero!

Tranquilo. Tome asiento y respire. Lo siento, ya ve usted mi drao, soy un actor de método. Quiero decirle que no he ido a verla porque ya casi salgo de ésta: enfermedad de temporada. Estoy tomando de las mismas pastillas que me recetó la última vez, para el resfriado y la temperatura. Lo peor que me puede suceder es que usted se vaya y no la vea. De nuevo, mi drao, soy su paciente-actor de método.

En mis achaques cotidianos, estoy a punto de tomar un taxi e ir tras ella, aunque sea para asegurarme de que lo que tomo es lo indicado y que sigue aquí, en este pueblo, dando consulta. Mientras tanto
en mis delirios,
con la cara de la momia,
creo ver una luna
en el interior aclimatado
de una farmacia de genéricos.
Bendito carpe diem,
ergo fucking sum.

No hay comentarios:

Publicar un comentario