por
Mario
Note Valencia
“Les
dije que estaba enfermo”
-epitafio en un cementerio
de San Francisco
Podríamos decir, como en Full metal jacket, que los enfermos sólo
saben una cosa: es mejor estar sanos. Preferible es rebozar de salud ya que el
dinero y el amor son dos cosas que se dan, incluso, bajo las más inhóspitas
condiciones del cuerpo; esto, por más que alguien se pase de listo y diga con
gracia que lo más importante es el dinerico,
el money, la pasta, porque la salud,
como todo lo demás, siempre viene y va. Salud, dinero y amor, ¿qué vale más?
En estos últimos días de enfermedad estoy
echando de menos a mi doctora de pies y cabecera. Una joven mujer de cuerpo ligeramente
rollizo, pómulos rosas, ojos pardos y mirada gentil, nimbada su piel tersa y
lechosa, como de besucona, por el resplandor de su bata blanca y plateado
estetoscopio al cuello. Usted juzgará mi estado: alucino su presencia como un
ángel que me tiende su mano, desde la otra orilla del Leteo, cada vez que
siento próxima la congestionada presencia de la muerte.
Todos alguna vez hemos pecado de salud. Elegimos
el riesgo de la vida (bendito sea el carpe)
por una porción más grande de tarta, crema batida y cerezas. No es por demás
que la salud obligue al perro a confundir la luna con otra suculenta rueda de
queso. Después de hundirse en el agua sale el chucho, mojado y triste, a sufrir
su enfermedad postrera, consecuencia de lo que quiso de más, como siempre pasa entre
nosotros con el amor y el dinero.
Mi joven doctora me entiende cuando le
digo que quizá esta vez me pasé de vivo, por no decir perro. Es condescendiente
con mi pena, más por carácter que profesión. Con ese rostro uno piensa que no
haría daño a un mosquito y que fija su mirada al suelo para no pisar a los
insectos. Asertiva y directa, como mi doctora una en un millar. Tan así que no
fue nada fácil dar con ella, pues tuve que probar suerte en otros consultorios
privados y hospitales públicos, antes de que la encontrara, abrigada, en el
interior aclimatado de una farmacia de genéricos.
Creo que a la doctora le interesa saber si
durante mucho tiempo fui fiel consumidor del ambroxol con salbutamol, alérgico
al naproxeno o amador de la loratadina. Fui las tres, pero de niño no fui más
que bueno para el desenfriolito. Le cuento que a mí también me dieron píldoras de hígado de tiburón, que
voceaba una camioneta en las calles de mi infancia, para el hombre viejo y cansado y para el niño que se orina en la cama.
Un frasco a veinte y dos por treinta, sólo por esta ocasión, acérquese al carro
de sonido y pida su frasco de píldoras de hígado de tiburón.
Confieso que fui un chico tan mal portado
con la gloria y la buena vida, y que jamás había conocido a enfermera o doctora
tan buena gente como la que ahora se me aparece en los sueños. Es la única
mujer que tengo en mente cuando sudo, caliente por la fiebre y tembloroso por el
escalofrío, no porque me inspire a desire,
es decir un deseo carnal y venusiano, sino porque me cura lo que el Cura no me
hace ni con medio litro de agua bendita. Con perdón del Señor, digo, pero ¡ah, quién
me manda a seguir viviendo!
La doctora es una virtud hecha carne y
vino a dar consulta a este indolente, polvoriento valle donde vivo. Si por mí
fuera, la postularía como la próxima Santa Patrona del pueblo. Apuesto a que muchas
personas no conocen a alguien que inyecte en la nalga y que haga y logre como
que no se sienta nada. Mi joven doctora, en verdad os digo, tiene una técnica
bastante buena: te da a elegir si quieres la inyección de pie o recostado en su
cómoda camilla; te dice que te descubras un poquito el glúteo de pepino; no te
enseña la aguja ni prepara el menjurje enfrente tuyo, para no alarmarte, para no
ver cómo suda la nutrida gota de la aguja. Dependiendo de la solución, te informa,
con esa voz dulce del empíreo, si arderá un poco, un poquito nada más. Después
limpia el área de la piel con un algodón remojado en alcohol, te presiona y, en
un segundo, ella hace su trabajo. No sientes la aguja. Te dice ¿verdad que no
dolió? Y a mí me dan ganas de llorar, porque aquí ha ocurrido un milagro: la
inyección no ha dolido.
Su cuarto de consulta es sencillo pero
acogedor; una pieza dividida en dos por una cortina: la primera pertenece a la consulta
y la camilla ocupa la segunda. Me parece haber visto un anillo en su dedo del
corazón, mano izquierda; las teclas vencidas de su vieja computadora portátil; una
foto familiar (de ella y sus padres) en el cristal que protege la faz de su
escritorio; una copia de su título universitario en la pared que da a su
espalda; un cartelito de bendiciones católicas. Me maravillo en demasía con el
póster tamaño real del sistema óseo, al que me acerco a saludar, sólo por
cortesía.
Aquella inmaculada estancia del
consultorio resalta, para nuestra mala suerte, el terrible estado en el que
asistimos para que nos asistan. Está muy mal, doctora, que nos veamos justo
cuando yo parezco que me muero, aunque exagere, entre espasmos y temblores, estornudos
y pañuelos. Otra pena más es que después de hurgarme los sonidos de ultratumba
que bullen en mi pecho, me tenga que revisar la boca y el oído y los ojos.
Quién sabe, para la ocasión pude haberme puesto pupilentes, humectar mi piel de
iguana y hacer discretas las ojeras con un poco de corrector facial, que entrar
a duros pasos al consultorio, con la cara de la momia, aferrándome a la pared, a
la puerta, a cualquier cosa que me supere en mejor vida. Pero, doctora, yo no
quiero pasar a mejor vida, ay dolor, ay amor, ¡agárreme fuerte porque me muero!
Tranquilo. Tome asiento y respire. Lo
siento, ya ve usted mi drao, soy un
actor de método. Quiero decirle que no he ido a verla porque ya casi salgo de ésta:
enfermedad de temporada. Estoy tomando de las mismas pastillas que me recetó la
última vez, para el resfriado y la temperatura. Lo peor que me puede suceder es
que usted se vaya y no la vea. De nuevo, mi drao,
soy su paciente-actor de método.
En mis achaques cotidianos, estoy a punto
de tomar un taxi e ir tras ella, aunque sea para asegurarme de que lo que tomo
es lo indicado y que sigue aquí, en este pueblo, dando consulta. Mientras tanto
en mis delirios,
con la cara de la momia,
creo ver una luna
en el interior aclimatado
de una farmacia de genéricos.
Bendito carpe diem,
ergo fucking sum.
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