por José Calderón Mena
En sus cada vez más
escasos momentos de lucidez, el arquitecto López de Garay recordaba con horror
aquella noche en el que perdió por completo su contacto con la realidad.
Con la mirada perdida,
fija en el techo del hospital psiquiátrico donde estaba internado, veía con
claridad las imágenes de las grandes manifestaciones de júbilo popular que
apoyaba las justas peticiones estudiantiles; la toma de las calles como nunca
antes, pidiendo al gobierno, sordo y represor, justicia y democracia; la
salvaje respuesta del sistema al invadir y ocupar los principales centros
educativos de la ciudad, tratando a toda costa de mostrar al mundo una imagen
falsa de la realidad nacional.
Los principales puntos
del pliego petitorio consistían en exigir la libertad de los presos políticos,
la derogación de ciertos artículos constitucionales que señalaban los delitos
de "disolución social", el desalojo de los espacios universitarios,
entre otros, pero sobre todo el diálogo público.
Todas las
manifestaciones fueron reprimidas y, en el mejor de los casos, ignoradas; la
más impresionante fue la multitudinaria marcha del silencio: miles de
ciudadanos caminando en silencio absoluto, con la vista baja o auto-amordazados.
La tarde del 2 de
octubre fue convocado un mitin, uno más, pensaron todos, sin embargo había un
aire de sospecha e incertidumbre en el ambiente; algo como un rumor incierto.
El evento se llevaría a
cabo en la Plaza de las Tres Culturas del conjunto habitacional Tlatelolco a
las seis de la tarde.
El arquitecto López de
Garay habitaba un departamento en el 3er. piso del Edificio Chihuahua con su
esposa y sus dos hijos, ambos estudiantes universitarios, la señora aficionada
a la pintura y él mismo docente en la Universidad Iberoamericana, todos
comprometidos con la causa estudiantil.
La última imagen que
recuerda con claridad es la que percibió desde
el balcón de su edificio: una silueta en el campanario de la iglesia con un
fusil apuntando hacia la multitud, luego el estruendo de un helicóptero y la
luz verde de una bengala que contrastaba con la del atardecer.
De ahí en adelante todo
fue confusión: disparos, gritos y carreras en desbandada, el horror y la sangre
bajando por las escaleras, escurriendo por los balcones como la lluvia, roja.
Sangre, sangre en su
cara, en la puerta de su casa, sangre bajo los cuerpos de sus hijos, sobre su
esposa mancillada, en los muebles, en la alfombra, en su garganta, en sus ojos,
todo rojo y viscoso.
¿Cómo salir de esa
realidad insoportable?
Corrió hacia su closet y sacó un hacha que guardaba para alguna emergencia de incendio y empezó a destruirlo todo: muebles, espejos, cuadros, todo lo que representaba este dolor que no podía enfrentar.
Cayó la lluvia con la
noche y empezó a desaparecer la sangre y todas las imágenes en la mente del
arquitecto, hasta quedar completamente en blanco.
El parte médico reportó
un brote sicótico con daño irreversible.
El jueves 3 de octubre
de 1968 amaneció soleado.
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