lunes, 3 de octubre de 2016

Dos de octubre

por José Calderón Mena


En sus cada vez más escasos momentos de lucidez, el arquitecto López de Garay recordaba con horror aquella noche en el que perdió por completo su contacto con la realidad.

Con la mirada perdida, fija en el techo del hospital psiquiátrico donde estaba internado, veía con claridad las imágenes de las grandes manifestaciones de júbilo popular que apoyaba las justas peticiones estudiantiles; la toma de las calles como nunca antes, pidiendo al gobierno, sordo y represor, justicia y democracia; la salvaje respuesta del sistema al invadir y ocupar los principales centros educativos de la ciudad, tratando a toda costa de mostrar al mundo una imagen falsa de la realidad nacional.

Los principales puntos del pliego petitorio consistían en exigir la libertad de los presos políticos, la derogación de ciertos artículos constitucionales que señalaban los delitos de "disolución social", el desalojo de los espacios universitarios, entre otros, pero sobre todo el diálogo público.

Todas las manifestaciones fueron reprimidas y, en el mejor de los casos, ignoradas; la más impresionante fue la multitudinaria marcha del silencio: miles de ciudadanos caminando en silencio absoluto, con la vista baja o auto-amordazados.

La tarde del 2 de octubre fue convocado un mitin, uno más, pensaron todos, sin embargo había un aire de sospecha e incertidumbre en el ambiente; algo como un rumor incierto.

El evento se llevaría a cabo en la Plaza de las Tres Culturas del conjunto habitacional Tlatelolco a las seis de la tarde.

El arquitecto López de Garay habitaba un departamento en el 3er. piso del Edificio Chihuahua con su esposa y sus dos hijos, ambos estudiantes universitarios, la señora aficionada a la pintura y él mismo docente en la Universidad Iberoamericana, todos comprometidos con la causa estudiantil.

La última imagen que recuerda con claridad es la que percibió desde el balcón de su edificio: una silueta en el campanario de la iglesia con un fusil apuntando hacia la multitud, luego el estruendo de un helicóptero y la luz verde de una bengala que contrastaba con la del atardecer.

De ahí en adelante todo fue confusión: disparos, gritos y carreras en desbandada, el horror y la sangre bajando por las escaleras, escurriendo por los balcones como la lluvia, roja.

Sangre, sangre en su cara, en la puerta de su casa, sangre bajo los cuerpos de sus hijos, sobre su esposa mancillada, en los muebles, en la alfombra, en su garganta, en sus ojos, todo rojo y viscoso.

¿Cómo salir de esa realidad insoportable?

Corrió hacia su closet y sacó un hacha que guardaba para alguna emergencia de incendio y empezó a destruirlo todo: muebles, espejos, cuadros, todo lo que representaba este dolor que no podía enfrentar.

Cayó la lluvia con la noche y empezó a desaparecer la sangre y todas las imágenes en la mente del arquitecto, hasta quedar completamente en blanco.

El parte médico reportó un brote sicótico con daño irreversible.

El jueves 3 de octubre de 1968 amaneció soleado.


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